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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (32 page)

Era el robo perfecto.

Como preveían los ladrones, después de la pintada, Mollerussa corrió a llevarle el cuadro a Jofre Sagués para que lo restaurara. Y fue Jofre Sagués quién le aseguró que era falso. Era la palabra de un experto. Mientras simulaba que restauraba el cuadro, le bastó con cambiarlo por el falso, que ya tenía preparado y que fue el que mostró a otros expertos. Ahora, el auténtico debía de estar en algún lugar de la vieja masía de Jofre Sagués, a punto de ser adquirido por aquel mafioso italiano llamado Bruno Dino.

Dije, cuando ya estábamos llegando a la masía:

—Y ahora, a casa de Jofre Sagués… —Pausa para que quedara claro que conocía la solución del caso: Beth me miró de reojo—. ¿…Propones que hagamos aquello de entrar, registrar y escondernos…?

—¿Tienes una idea mejor?

—No, no.

Y fue lo que hicimos.

Era muy urgente que fuéramos a aquella hora, y no más tarde, a la masía llamada La Pestaña, porque Beth y Octavio ya habían comprobado que Sagués no estaría allí.

Dejamos los coches en el olmedo que precedía a la casa, entre los árboles, de modo que él no pudiera verlos cuando llegara. Octavio llevaba consigo una gran carpeta negra.

Penetramos en el patio sin problemas, porque no había verja que nos bloqueara el paso y nos plantamos delante de la fachada decorada con el inevitable reloj de sol.

A menudo, hay gente que se pregunta cómo es que un tipo como Octavio, tan indisciplinado, grosero, impulsivo y poco reflexivo, continúa empleado en la agencia. Es difícil de entender si nunca le has visto hacer lo que realmente sabe hacer.

Es el mago de la ganzúa, el dueño y señor de todas las cerraduras. Le había bastado con un minucioso estudio desde el exterior para comprender el funcionamiento de la alarma y, en pocos minutos, la desconectó. Sólo se oyó un piiiu fugaz y, a continuación, con cuatro manipulaciones en la cerradura, se abrió la puerta principal.

(Naturalmente, no podría describir con exactitud lo que hizo, porque no lo sé, y porque no creo conveniente, para la seguridad del país, que esta información sea conocida por los numerosos delincuentes potenciales que forman parte de nuestro público lector.)

El caso es que enseguida estuvimos dentro de aquel ámbito donde la restauración y el diseño aún competían con la antigüedad deteriorada y los fantasmas del pasado. Avanzamos por entre aquel tesoro de Alí Babá, compuesto por estatuas, retablos, muebles y objetos litúrgicos que ahora veíamos como un botín de saqueo y subimos hasta el gran estudio del primer piso. Con las manos protegidas por guantes de látex, recorrimos el resto de la casa revolviéndolo todo.

Abrimos cajones, esparcimos libros y papeles por el suelo y cambiamos de lugar los lienzos del estudio. Éramos ladrones que buscaban algo por toda la casa, pero que no se llevaban el ordenador, ni el televisor, ni el equipo de música, ni las custodias, cálices ni copones de oro, ni los quinientos euros que encontramos en un cajón.

Después, buscamos tres escondites. Octavio bajó a la bodega y desapareció entre los estantes que contenían una colección de excelentes vinos; Beth se perdió entre las esculturas que formaban un bosque en un rincón del estudio y yo me escondí en la buhardilla, entre un maremágnum de antigüedades sucias y maltrechas, que tal vez estaban esperando ser restauradas o tal vez estaban destinadas al vertedero. Decidimos que Beth se quedara con la carpeta negra porque su lugar de observación estaba en un punto central de la casa, equidistante de los demás.

Desconectamos el sonido de nuestros teléfonos móviles para que sólo nos avisaran por el sistema de vibración.

Y esperamos.

Esperamos unas tres horas. De vez en cuando, nos comunicábamos a través del móvil, para distraernos y asegurarnos de que ninguno de nosotros se había dormido. Nos contábamos chistes. «¿Te he hablado alguna vez del australiano que se compró un bumerang nuevo y se volvió loco tratando de tirar el viejo?» También les conté la intervención de Ana Homs en el caso de Eulalia. Octavio se maravilló: «¿Así que Ana era tu amante secreta? ¡Jo, y pensar que nos dabas pena!» De vez en cuando, también, mi amigo se arrancaba confesando «que estaba muy, pero que muy caliente». Si era una indirecta dirigida a Beth, no le dio resultado.

Hasta que el propio Octavio, que dominaba el exterior a través de un ventanuco de la bodega, a la altura del suelo, divisó la llegada del coche de Jofre Sagués y dio la señal de alarma. Yo también fui testigo de la llegada desde la ventana de la buhardilla. Nos quedamos muy quietos.

Jofre Sagués, bajito, barrigón y barbudo, bajó del coche y caminó hacia la puerta. Allí, oí cómo exhalaba una exclamación, «¡Oh, Dios mío! ¡Madre mía!» y, cuando constató que detrás de la puerta no le acechaba nadie armado con una pistola, una navaja o una porra, echó a correr y alzó la voz con aquella tendencia a repetir las cosas que le caracterizaba:

—¡Oh, Dios mío! ¡Señor, Señor! ¡Madre mía!

Entre las columnas del estudio, Beth observó que el hombre corría y daba saltitos de un lado a otro, pero ni siquiera se le ocurrió verificar si los quinientos euros estaban en su sitio. Tal como pensábamos, se precipitó a ver si los ladrones habían descubierto lo más valioso que había en aquella casa. El preciado Fortuny,
Odalisca
o
Fantasía árabe
. No fue al dormitorio, ni subió a la buhardilla, donde estaba yo. Octavio se encogió detrás de las estanterías de botellas y, desde allí, vio cómo Jofre Sagués metía la mano entre dos botas de vino y sacaba un estuche cilíndrico metálico, de cierre hermético, y lo abría, y comprobaba que su tesoro continuaba allí, intacto. Uf. Se le escapó una risita de alegría y quizás incluso se le llenaron los ojos de lágrimas.

Devolvió el cuadro a su escondite y se fue hacia arriba, a ver qué más podían haberle robado. Octavio me envió un mensaje de texto. «Bodega», decía. «¿Vamos?»

Podríamos haber esperado a que Jofre Sagués volviera a salir de la casa o se fuera a dormir, porque no nos parecía probable que llamara a la policía teniendo la obra de arte robada en casa, pero ya estábamos hartos de esperar escondidos y cometimos la imprudencia de ponernos en acción sin más dilación. Mientras él estaba ordenando el estudio, y Beth temblaba detrás de las estatuas, yo bajé desde la buhardilla. La escalera llevaba directamente al vestíbulo, pasando por un rincón del salón donde estaba la chimenea, muy alejado del estudio.

Cuando Sagués fue a llevar a la biblioteca unos libros que le habíamos cambiado de habitación, Beth, menuda y ligera, con su carpeta negra, se deslizó fuera de su escondite y buscó refugio detrás de unas cortinas del salón.

De pronto, el restaurador dejó de silbar y moverse, como si hubiera oído algún ruido y se quedara escuchando a ver si había alguna presencia en la casa. Beth se quedó paralizada, conteniendo la respiración, y enseguida pasó el instante de peligro. El propietario de la casa volvió al estudio y se dedicó a poner las pinturas en el orden exacto que a él le gustaba y Beth se desplazó de puntillas hasta la escalera que la llevó al vestíbulo, donde la esperábamos Octavio y yo vibrando de ansiedad.

Octavio ya había extraído el Fortuny del cilindro hermético. Beth sacó de nuestra carpeta el Fortuny falso que Fermín Mollerussa nos había confiado.

Hicimos el cambio.

El Fortuny falso quedó bien guardado en el estuche hermético de metal, en la bodega, entre las botas de vino; y el auténtico lo llevamos con nosotros tan pronto como pudimos salir de la masía, antes de que oscureciera, después de que Jofre Sagués se metiera en la ducha y se pusiera a cantar a pleno pulmón, aliviado tras haber comprobado que no le habían robado nada.

No queríamos denunciarle porque Fermín Mollerussa temía que estallara el escándalo y se hablara de la sospecha de implicación de altas instancias de la Iglesia en aquel asunto rocambolesco. Y a nuestro cliente, el obispo, tampoco le habría hecho ninguna ilusión que todo saliera a la luz. A nadie le parecía conveniente. Fermín Mollerussa tuvo unas palabras con el
maître
Costafreda, le dijo que le había descubierto, que no le denunciaría y le prometió que le daría una participación en los beneficios del restaurante y que, a partir de aquel momento, bajo el nombre de l'Aglà, añadirían el rótulo «Mollerussa y Costafreda». A ver si así le tenía contento y evitaba posteriores expolios.

Jofre Sagués, el pobre, con su aspecto de gnomo, auténtico cerebro del robo, que había planeado cómo cometerlo y había establecido las conexiones para vender el botín a la mafia italiana, lo tuvo más crudo.

Cuando el mafioso siciliano Bruno Dino comprobó que el Fortuny era falso, envió a unos amigos para que se lo devolvieran a Sagués y le reclamaran la devolución del dinero, y aquellos hombres no se expresaron con demasiada amabilidad. Nada que no pudiera curarse con una estancia de cuarenta días en el hospital. Ya sé que no es justo que, de los dos cómplices, uno resultara tan perjudicado y el otro recompensado, pero ¿quién puede creer que vivimos en un mundo justo cuando el juez por excelencia, el juez más famoso de todos los tiempos, el sabio juez Salomón consideraba que cortar a un bebé por la mitad era una buena manera de hacer justicia?

Aquella noche, una vez que estuvimos en posesión del cuadro, Beth y yo nos desplazamos a l'Aglà. Perdimos al Audi de Octavio por el camino, pero como esto ocurrió en una zona en que era abundante en clubes de carretera, entendimos que no debíamos preocuparnos por la posibilidad de que su desaparición fuera consecuencia de un accidente.

Al ver el Fortuny, Fermín Mollerussa lloró, y estuvo en un tris de arrodillarse y besarnos los zapatos.

Mientras esperábamos a que nos prepararan una mesa, llamó Biosca. Estaba sobre ascuas por saber si habíamos resuelto el caso del Fortuny.

Glups.

Le conté lo que acabábamos de hacer en casa de Jofre Sagués y predije lo que ocurriría a partir de ese momento. No prestó demasiada atención a los detalles. Parecía que tenía la cabeza en otro lado.

—O sea, que no fue el Papa —dijo, con evidente fastidio.

—Pues no, tal y como suponíamos, no.

—Bueno, pues póngamelo por escrito en un informe para el obispo y ya hablaremos de esto mañana. Ahora tenemos que pasar a temas más importantes. ¿Sabe qué he decidido, Esquius? Que si quiere continuar trabajando en mi agencia, tendrá que comprarme el Jaguar descapotable. Si es capaz de destrozarlo, también tiene que ser capaz de poseerlo. Le descontaré cada mes una cuarta parte del sueldo hasta que me lo haya pagado, y le añadiré la reparación del golpe. Pero no se preocupe, no es una reparación muy cara. Una abolladura de nada. Y, a propósito, ¿qué pasa con las llaves del Rienvaplí? Acabo de conocer a una mujer maravillosamente sexy y tengo que llevarla allí de inmediato, ahora que está al caer…

—¿Las llaves del Rienvaplí? —tartamudeé—. Bueno… Precisamente quería hablarle del Rienvaplí…

Beth, a mi lado, me dedicó una sonrisa reconfortante.

Yo pensaba en la colección de figuras mayas de terracota, y el mueble
art decó
y su contenido de porcelanas, y el cristal del ventanal, y los impactos de bala por todas partes y no me salían las palabras.

Beth me tomó de la mano.

—Tranquilo, Esquius —dijo mientras apoyaba su cabeza en mi brazo—. Siempre me tendrás a mí.

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