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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (34 page)

El incendio no había entrado hasta aquí.

Ni la noticia de las tierras perdidas y el hijo muerto en emboscada y el niño nacido en la choza de negros: las noticias no, pero sí los presentimientos.

—India, trae un jarro de agua.

Dejó que saliera Baracoa y entonces violó todas las reglas, apartó las cortinas y frunció el rostro para avizorar lo que sucedía allá afuera. Había visto crecer a ese niño desconocido; lo había espiado desde la ventana, del otro lado del encaje. Había visto los mismos ojos verdes y cacareado de placer al saberse en otra carne joven, ella que traía emplastada en el cerebro la memoria de un siglo y en los surcos del rostro capas de aire y tierra y sol desaparecidos. Persistió. Sobrevivió. Le costó llegar a la ventana; casi caminaba a gatas, con los ojos fijos en las rodillas y las manos apretadas contra los muslos. La cabeza de mechones blancos estaba perdida en los hombros, a veces más altos que el cráneo. Pero sobrevivió. Seguía aquí, tratando de cumplir desde el lecho revuelto los ademanes de la joven hermosa y blanca que abrió las puertas de Cocuya al largo desfile de prelados españoles, comerciantes franceses, ingenieros escoceses, británicos vendedores de bonos, agiotistas y filibusteros que por aquí pasaron en su marcha hacia la ciudad de México y las oportunidades del país joven, anárquico, sus catedrales barrocas, sus minas de oro y plata, sus palacios de tezontle y piedra labrada, su clero negociante, su perpetuo carnaval político y su gobierno en deuda permanente, sus fáciles concesiones aduanales para el extranjero de habla insinuante. Eran los días gloriosos en México, cuando los Menchaca dejaron la hacienda en manos del hijo mayor, Atanasia, para que se hiciera hombre en el trato con los trabajadores, los bandidos, los indios y subieron al altiplano a brillar en la corte ficticia de Su Alteza Serenísima. ¿Cómo iba a vivir el general Santa Anna sin su viejo compañero Menchaca —coronel ahora— que sabía de gallos y palenques y podía pasarse la noche bebiendo y recordando el plan de Casamata, la expedición de Barradas, El Álamo, San Jacinto, la Guerra de los Pasteles, incluso las derrotas frente al ejército invasor yanqui, a las que el generalísimo se refería con una hilaridad cínica, mientras golpeaba el piso con la pata de palo y levantaba la copa y acariciaba la cabellera negra de Flor de México, la esposa-niña llevada al lecho cálido aún con el último estertor de la primera mujer? y eran los días de pena, cuando el Señor fue expulsado de México por la banda liberal y los Menchaca regresaron a la hacienda a defender lo suyo: las miles de hectáreas obsequiadas por el tirano gallero y rengo; apropiadas sin pedir permiso a los campesinos indígenas que debieron permanecer como peones o retirarse al pie de la montaña; cultivadas por el nuevo trabajo negro, barato, de las islas del Caribe; acrecentadas con el cobro de las hipotecas impuestas a todos los pequeños propietarios de la región. Túmulos de tabaco extendido. Carretas colmadas de plátano y mango. Manadas de cabras pastoreadas en las primeras lomas de la Sierra Madre. Yen el centro el casco de un piso, con su torrecilla colorada y sus cuadras vibrantes de relinchos, sus paseos en lanchón y en carretela. y Atanasia, el hijo de los ojos verdes, vestido de blanco sobre el caballo blanco, regalo también de Santa Anna, cabalgando sobre la tierra feraz con el fuete en el puño, pronto a imponer su voluntad decisiva, a saciar su grueso apetito con las campesinas jóvenes, a defender con la banda de negros importados la integridad de las tierras contra las incursiones cada vez más frecuentes de los juaristas.
Viva México primero, que viva nuestra nación, muera el príncipe extranjero…
y los últimos días del Imperio, cuando al viejo Ireneo Menchaca le avisaron que Santa Anna regresaba del exilio para proclamar una nueva República: salió el viejo en su carretela negra a Veracruz donde le esperaba un bote en el muelle y sobre la cubierta del
Virginia,
en la noche, Santa Anna y sus filibusteros alemanes hacían señales frente a San Juan de Ulúa sin que nadie les contestase. La guarnición del puerto estaba con el Imperio y se mofaba del tirano caído que se paseaba sobre la cubierta, bajo los gallardetes, desesperado, escupiendo majaderías de los labios carnosos. Las velas volvieron a hincharse y los dos viejos amigos jugaron a las cartas en el camarote del capitán yanqui: navegaban sobre un mar tórrido, lento, desde el cual apenas se percibía la línea de costa, perdida detrás de un velo de calor. Desde ,la silueta empavesada del barco, los ojos furiosos del dictador vieron la silueta blanca de Sisal. y el viejo cojo descendió seguido de su viejo compadre, lanzó una proclama a los yuca tecas y volvió a vivir su sueño de grandeza: Maximiliano acababa de ser condenado a muerte en Querétaro y la República tenía derecho a contar, otra vez, con la patriótica entrega de su jefe natural y auténtico, de su monarca sin corona. Se lo contaron a Ludivinia: cómo fueron capturados por el comandante de Sisal, cómo fueron enviados a Campeche y, allí, paseados por las calles con las manos encadenadas, entre los empujones del piquete, como ladrones comunes. Cómo fueron arrojados a una mazmorra del presidio. Cómo murió en el verano sin letrinas, hinchado de agua putrefacta, el viejo coronel Menchaca, mientras los periódicos norteamericanos hacían saber que Santa Anna había sido ejecutado por los juaristas, igual que el inocente Príncipe de Trieste. No: sólo el cadáver de Ireneo Menchaca fue enterrado en el cementerio frente a la bahía, fin de una vida de azar y loterías, como la del país mismo y Santa Anna, con la mueca permanente de una locura infecciosa, salió al nuevo exilio.

Atanasia se lo dijo, recordó la anciana Ludivinia esta tarde caliente, y desde entonces ella ya no salió del cuarto y allí se llevó sus mejores prendas, el candil del comedor, las arcas chapeadas, los cuadros más barnizados. A esperar una muerte que su cabeza romántica juzgaba inminente, pero que había tardado treinta y cinco años perdidos, que no eran nada para una mujer de noventa y tres, nacida el año de la primera revoltura, cuando la gritería de palos y piedras se levantó en el curato de Dolores y su madre la parió en una casa de puertas atrancadas por el terror. Sus calendarios se habían perdido y este año de 1903 era para ella sólo un tiempo burlado a la rápida muerte de congoja que debió seguir a la del coronel. Como no existió, en el año 68, el incendio del casco, detenido a las puertas de la recámara sellada mientras los hijos —había otro, no era sólo Atanasia, pero sólo quiso a éste— le gritaban que se salvase y ella amontonaba las sillas y las mesas contra la puerta y tosía aquel humo espeso que se colaba por todas las rendijas. No quiso ver a nadie más, sólo a la india por necesidad de que alguien le trajera la comida y le zurciese la ropa negra. No quiso saber más, sino recordar los tiempos idos. y entre las cuatro paredes perdió la razón de todo, menos de lo esencial: su viudez, el pasado y, súbitamente, ese niño que siempre corría a lo lejos, pisándole los talones a un mulato desconocido.

—India, trae un jarro de agua.

Pero en vez de Baracoa, se asomó a la puerta ese espectro amarillo.

Ludivinia gritó en silencio y se retrajo hacia el fondo de la cama: los ojos hundidos se abrieron con espanto y todas las cáscaras del rostro parecieron pulverizarse. El hombre que asomaba se detuvo en el umbral y extendió una mano temblorosa.

—Soy Pedro…

Ludivinia no entendió. Su temblor le impedía hablar pero los brazos lograban agitarse, exorcizar, negarse en un tumulto de trapos negros, mientras el fantasma pálido avanzaba con la boca abierta:

—Eh… Pedro… eh… —dijo frotándose la barbilla rala y manchada—. Pedro…

Con ese movimiento nervioso en los párpados. La vieja paralizada no entendió lo que dijo ese hombre soñoliento, apestoso a sudor y alcohol barato: —Eh… no queda nada, ¿sabe usted?… todo… al demonio… y ahora… —balbuceaba, con un llanto seco— se llevan al negro; pero usted no sabe, mamá…

—Atanasia…

—Eh… Pedro —el borracho se arrojó sobre la mecedora y abrió las piernas, como si hubiera llegado a su puerto de partida—. Se llevan al negro… que es el que nos da de comer… a usted y a mí…

—No; un mulato; un mulato y un niño… Ludivinia escuchaba, pero no miraba al espectro que se había instalado a hablarle, porque no podía tener cuerpo una voz que se dejase escuchar dentro de la cueva prohibida.

—Un mulato, pues; y un niño… ¿eh?

—Que a veces corre allá lejos. Lo he visto. Me pone contenta. Es un niño.

—Vino el enganchador a avisarme… A quitarme el sueño a pleno rayo de sol… Se llevan al negro… ¿Qué vamos a hacer?

—¿Se llevan a un negro? La finca está llena de negros. El coronel dice que son más baratos y trabajan más. Pero si lo quieres tanto, súbele a seis reales.

y permanecieron, estatuas de sal, pensando lo que después habrían querido decir, cuando ya fuese demasiado tarde, cuando el niño ya no estuviese entre ellos. Ludivinia trató de acercar la mirada a la presencia que se negaba a admitir: ¿quién sería, el hombre que a propósito, sólo hoy, había desempolvado sus mejores prendas para dar el paso prohibido? Sí: la pechera de holanes, manchada de musgo por el encierro tropical, los pantalones estrechos, demasiado apretados, demasiado estrechos para la pequeña barriga de ese cuerpo exhausto. Las viejas prendas no toleraban la verdad del sudor acostumbrado —tabaco y alcohol y los ojos transparentes eran ajenos a toda la afirmación y prestancia que las ropas suponían: los ojos de un borracho sin malicia, ajeno a todo trato desde hace más de quince años. ¡Ah! —suspiró Ludivinia, encaramada en su lecho revuelto, admitiendo, al fin, que esa voz tenía un rostro—, ése no es Atanasia, que era como la prolongación de su madre en la virilidad: éste es la misma madre, pero con barba y testículos —soñó la vieja—, no la madre como hubiese sido en la hombría, como fue Atanasia; y por eso amó a un hijo y no al otro —suspiró—, al hijo que siempre vivió enraizado en el lugar que les tocó en la tierra y no al que, aun en la derrota de la causa, quiso seguir usufructuando, allá arriba, en los palacios, lo que ya no les correspondía —tuvo la certeza—: mientras todo fue de ellos, tenían derecho de imponer su presencia al país entero —dudó—: cuando nada era de ellos su lugar estaba dentro de estos cuatro muros.

Se contemplaron la madre y el hijo, con la muralla de una resurrección entre ambos.

(—¿Vienes a decirme que ya no hay tierras ni grandeza para nosotros, que otros se han aprovechado de nosotros como nosotros nos aprovechamos de los primeros, de los originales dueños de todo? ¿Vienes a contarme lo que sé, en mis adentros, desde la primera noche de mi vida de esposa?

(—Vengo con un pretexto. Vengo porque ya no quiero estar solo.

(—Quisiera recordarte de pequeño. Te quise entonces, porque en la juventud una madre debe querer a todos sus hijos. De viejos sabemos mejor. No hay por qué querer a nadie sin razón. La sangre natural no es una razón. La única razón es la sangre amada sin razón.

(—He querido ser fuerte, como mi hermano. He tratado con mano de hierro a ese mulato y al niño; les he prohibido pisar la casa grande. Como hacía Atanasia, ¿recuerdas? Pero entonces había tantos trabajadores. Hoy sólo quedan el mulato y el niño. El mulato se va.

(—Te has quedado solo. Me buscas para no estar solo. Crees que yo estoy sola; lo veo en tus ojillos compadecidos. Tonto, siempre, y débil: no mi hijo, que a nadie le pedía compasión, sino mi propia imagen de esposa joven. Ahora no, ahora ya no. Ahora tengo mi vida entera para acompañarme y dejar de ser vieja.

Viejo tú, que crees que todo ha terminado con tus canas y tu borrachera y tu falta de voluntad. ¡Ah, te veo, te veo, chingao! Eres el mismo que subió con nosotros a la Capital; el mismo que creyó que nuestro poder era una excusa para gastarlo con las mujeres y los tragos y no una razón para ahondarlo y hacerlo más fuerte y usarlo como un látigo; el mismo que creyó que nuestro poder había pasado sin costo a él y que por eso creyó que podía permanecer allá arriba, sin nuestro sostén, cuando nosotros tuvimos que bajar de nuevo a esta tierra caliente, a esta fuente de todo, a este infierno del que subimos y al que teníamos que caer otra vez… ¡Huele! Hay un olor más fuerte que el sudor de caballo y la fruta y la pólvora… ¿Te has detenido a oler la cópula de un hombre y una mujer? A eso huele aquí la tierra, a sábana de amor y tú nunca lo has sabido… Oye, ah, yo te acaricié cuando naciste y te amamanté y te dije mío, hijo mío, y sólo estaba recordando el momento en que tu padre te creó con toda la ceguera de un amor que no era para crearte, sino para darme placer: yeso ha quedado y tú has desaparecido… Allá afuera, oye…

(—¿Por qué no habla usted? Está bien… está bien… siga usted callada, que ya es algo verla allí, mirándome así; ya es algo más que esa cama desnuda y esas noches en vela…

(—¿Buscas a alguien? ¿Y ese niño allá afuera, no está vivo? Te sospecho; has de pensar que no sé nada, que no veo nada desde aquí… Como si no pudiera sentir que hay otra carne mía rondando por aquí, otra prolongación de Ireneo y Atanasia, otro Menchaca, otro hombre como ellos, allá afuera, oye… Seguro que es mío, cuando tú no lo has buscado… La sangre se entiende sin necesidad de acercarse… )

—Lunero —dijo el niño cuando despertó de la siesta y vio que el mulato yacía, agotado, sobre la tierra más húmeda—. Quiero entrar a la casa grande.

Después, cuando todo hubiese terminado, la vieja Ludivinia rompería su silencio y saldría, como un cuervo sin alas, a gritar por las avenidas de helechos, con los ojos perdidos en la maleza y levantados, al fin, hacia la Sierra; a extender los brazos hacia la forma humana que espera encontrar, cegada por la noche desacostumbrada en su claustro de velas permanentes, detrás de cada rama que le azota el rostro surcado de venas muertas. Y olería esa conjunción de la tierra y gritaría con su voz sorda los nombres olvidados y recién aprendidos, se mordería las manos pálidas con rabia, porque' en su pecho algo —los años, la memoria, el pasado que era toda su vida— le diría que aún existiría un margen de vida fuera de su siglo de recuerdos: una oportunidad de vivir y querer a otro ser de su sangre: algo que no había muerto con las muertes de Ireneo y Atanasia. Pero ahora, frente al señor Pedrito, en la recámara que no había abandonado en treinta y cinco años, Ludivinia creía ser el centro que anudaba la memoria y las presencias circundantes. El señor Pedrito se acarició la barbilla rala y volvió a hablar, ahora en voz alta:

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