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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

La muerte llega a Pemberley (10 page)

—¿Y cuánto tiempo ha transcurrido hasta que el señor Wickham ha salido tras él?

—No más de uno o dos segundos, supongo. Como ya le he dicho, señor, la señora Wickham se ha aferrado a él y ha intentado impedir que lo siguiera, y no dejaba de llamarlo a voces, pero al ver que no regresaba, y tras oír los disparos, me ha pedido que nos pusiéramos en marcha y acudiéramos a Pemberley lo antes posible. Se ha pasado el camino gritando, señor, repitiendo que nos iban a matar a todos.

—Espere aquí —le ordenó Darcy— y no abandone el coche. —Se volvió hacia Alveston—. Será mejor que llevemos la camilla. Sí, quedaremos ridículos si solo se han perdido y van caminando sanos y salvos, pero esos disparos no dejan de ser preocupantes.

Alveston desató y bajó la camilla del coche.

—Y más ridículos aún si somos nosotros los que nos perdemos —replicó él—. Pero supongo que conoce bien estos bosques, señor.

—Lo bastante bien, espero, como para saber salir de ellos.

No iba a resultar fácil avanzar con la camilla por el sotobosque, pero, tras comentar el problema, Alveston decidió llevarla enrollada al hombro y, finalmente, se pusieron en marcha.

Pratt no se había opuesto a la orden de permanecer en el coche, pero resultaba evidente que no le entusiasmaba la idea de quedarse solo, y sin querer transmitía su nerviosismo a los caballos, cuyos pataleos y relinchos parecían a Darcy un acompañamiento adecuado para una misión que empezaba a considerar algo insensata. Abriéndose paso por entre unos arbustos casi impenetrables, avanzaban en fila india, con el coronel a la cabeza, moviendo las linternas de lado a lado y deteniéndose ante el menor indicio de que alguien hubiera pasado recientemente por el camino, mientras Alveston sorteaba con dificultad las ramas bajas de los árboles, que se enredaban con las varas de la camilla. Se detenían cada pocos pasos, daban voces y escuchaban en silencio, pero no obtenían respuesta. El viento, que ya había empezado a amainar, de pronto cesó por completo, y en la calma que siguió parecía que la vida secreta del bosque se hubiera detenido ante la aparición inesperada de los hombres.

Al principio, a partir del descubrimiento de las ramas rotas de algunos arbustos y de varios charcos que podían ser huellas, albergaron la esperanza de ir por buen camino, pero al cabo de cinco minutos la densidad de árboles y arbustos comenzó a menguar, y, viendo que sus llamadas no obtenían respuesta, se detuvieron a considerar qué debían hacer. Temiendo perder el contacto con el resto si alguno de los tres se perdía, se habían mantenido muy cerca los unos de los otros, y habían avanzado en dirección oeste. Ahora decidieron regresar al coche girando hacia el este, hacia Pemberley. Era imposible que tres hombres solos pudieran cubrir la extensión de aquel inmenso bosque; si ese cambio de rumbo no surtía efecto, regresarían a la casa y, si Wickham y Denny no habían llegado cuando amaneciera, convocarían a los empleados de la finca y tal vez a la policía para organizar una búsqueda más exhaustiva.

Siguieron avanzando y, de pronto, la barrera enmarañada de arbustos se afinó, y entrevieron un claro iluminado por la luna, creado por una hilera de esbeltos abedules plateados que formaban un círculo. Caminaron con energías renovadas por entre la maleza, aliviados ante la esperanza de librarse de aquella cárcel de arbustos y troncos gruesos e implacables, y de alcanzar la libertad y la luz. Allí no sentirían sobre sus cabezas el palio de las ramas, y al acercarse más, los delicados troncos plateados por la luz de la luna compusieron una visión tan hermosa que parecía más quimérica que real.

El claro del bosque se extendía ante ellos. Pasaron despacio, casi invadidos por un temor reverencial, entre dos de los finos troncos, y quedaron inmóviles, como si ellos también hubieran echado raíces en la tierra, mudos de horror. Ante ellos, sus colores descarnados creando un contraste brutal con la luz tamizada, se alzaba un retablo de muerte. Ninguno de los tres dijo nada. Avanzaron despacio, como un solo hombre, con las linternas en alto. Los potentes haces de luz que partían de ellas desbancando la tenue palidez de la luna conferían más brillo al rojo de la casaca del oficial, y al fantasmal rostro manchado de sangre, con los ojos muy abiertos, vidriosos, vueltos hacia ellos.

El capitán Denny yacía boca arriba, el ojo derecho cubierto de sangre, el izquierdo congelado, fijo, ciego, iluminado por la luna lejana. Wickham se encontraba arrodillado sobre él, las manos ensangrentadas, su propio rostro una máscara llena de salpicaduras. Hablaba con voz ronca y gutural, pero las palabras brotaban con claridad de su boca.

—¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Denny está muerto! ¡Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado! ¡Es culpa mía!

Antes de que pudieran decir nada, se echó hacia delante y rompió en sollozos, unos sollozos ahogados, que se quebraban en su garganta, y se desplomó sobre el cuerpo de Denny. Los dos rostros ensangrentados casi se tocaron.

El coronel se inclinó sobre Wickham, antes de incorporarse.

—Está borracho —declaró.

—¿Y Denny? —preguntó Darcy.

—Muerto. Mejor no tocarlo. Reconozco la muerte cuando la veo. Subámoslo a la camilla y yo ayudaré a transportarlo. Alveston, seguramente usted sea el más fuerte de los tres. ¿Puede ayudar a Wickham a llegar al coche?

—Diría que sí. No pesa demasiado.

En silencio, Darcy y el coronel levantaron el cuerpo sin vida de Denny y lo posaron sobre la camilla de lona. El coronel, entonces, retrocedió y ayudó a Alveston a poner en pie a Wickham, que se tambaleó pero no opuso resistencia. Su aliento, que liberaba entre sollozos entrecortados, contaminaba el aire del claro del bosque con su hedor a whisky. Alveston era más alto y, una vez consiguió levantar la mano derecha de Wickham y colocársela sobre el hombro, pudo sostener su peso muerto y arrastrarlo unos pasos.

El coronel había vuelto a agacharse, y en ese momento se incorporó. Sostenía una pistola en la mano. Olió el cañón y dijo:

—Supuestamente, esta es el arma con la que se han hecho los disparos.

Entonces Darcy y él agarraron las varas de la camilla y, no sin esfuerzo, la levantaron. La triste procesión inició el trabajoso camino de regreso al coche, la camilla primero y después Alveston, unos pasos más atrás, cargando con gran parte del peso de Wickham. Su tránsito reciente por el camino resultaba evidente, y no tuvieron problemas para desandar sus pasos, pero el regreso resultaba lento y tedioso. Darcy caminaba detrás del coronel con gran desolación de espíritu, y en su mente bullían tantos temores e inquietudes que le impedían pensar racionalmente. Jamás se había preguntado si Elizabeth y Wickham habían intimado mucho en los días de su amistad en Longbourn, pero, ahora, las dudas y los celos, que sabía injustificados e innobles, se agolpaban en su mente. Durante un instante terrible deseó que fuera el cuerpo de Wickham el que ocupara la camilla, y ser consciente, aunque fuera solo un segundo, de que deseaba la desaparición de su enemigo le causó espanto.

El alivio de Pratt al verlos llegar fue evidente, pero al descubrir la camilla empezó a temblar de miedo, y hasta que el coronel lo conminó imperiosamente, no logró controlar los caballos, que, al olor de la sangre, habían empezado a encabritarse. Darcy y el coronel posaron la camilla en el suelo y aquel cubrió el cuerpo de Denny con una manta que había sacado del coche. Wickham se había mantenido en silencio durante el camino, pero ahora parecía cada vez más beligerante, y Alveston, con gran alivio y ayudado por el coronel, logró que se subiera al cabriolé y se sentó a su lado. El coronel y Darcy levantaron la camilla una vez más y, con hombros doloridos, cargaron con ella. Pratt consiguió al fin controlar a los caballos y, en silencio y con gran cansancio de cuerpo y espíritu, Darcy y el coronel siguiendo al coche, iniciaron el largo camino de regreso a Pemberley.

3

Tan pronto como convenció a Lydia, algo más calmada, de que debía acostarse, Jane pudo dejarla al cuidado de Belton, y regresó junto a Elizabeth. Juntas corrieron hasta la puerta principal, a tiempo de ver partir a la expedición de rescate. Bingley, la señora Reynolds y Stoughton ya se encontraban allí, y los cinco permanecieron contemplando la oscuridad hasta que del cabriolé solo se distinguían las dos luces lejanas. Entonces el mayordomo cerró la puerta y pasó los cerrojos.

La señora Reynolds se volvió hacia Elizabeth.

—Me quedaré con la señora Wickham hasta que llegue el doctor McFee, señora. Espero que le administre algo que la calme y le permita dormir. Sugiero que la señora Bingley y usted regresen al salón de música a esperar. Allí estarán cómodas, y la chimenea está encendida. Stoughton permanecerá junto a la puerta, montando guardia, y en cuanto aparezca el coche se lo hará saber. Y si encuentran al señor Wickham y al capitán Denny por el camino, en el cabriolé hay sitio para que regresen todos, aunque tal vez no sea el viaje más cómodo de su vida. Imagino que a los caballeros les vendrá bien tomar algo caliente cuando regresen, pero dudo, señora, que el señor Wickham y el capitán Denny deseen quedarse a compartir el refrigerio. Una vez que el señor Wickham sepa que su esposa está sana y salva, su amigo y él preferirán, sin duda, reemprender la marcha. Creo que Pratt ha dicho que se dirigían a la posada King’s Arms de Lambton.

Aquello era exactamente lo que Elizabeth deseaba oír, y pensó que tal vez la señora Reynolds lo decía, precisamente, para tranquilizarla. La posibilidad de que Wickham o el capitán Denny se hubieran torcido un tobillo durante su forcejeo en el bosque y tuvieran que quedarse en casa, aunque fuera solo una noche, la perturbaba profundamente. Su esposo nunca le negaría refugio a un hombre herido, pero aceptar a Wickham bajo el techo de Pemberley le resultaría aberrante, y podría tener consecuencias que temía imaginar siquiera.

—Iré a cerciorarme de que todo el servicio que trabaja en los preparativos del baile de mañana se haya acostado ya —dijo la señora Reynolds—. Sé que a Belton no le importa quedarse despierta por si hace falta, y que Bidwell sigue trabajando, pero él es absolutamente discreto. Nadie tiene por qué enterarse de la aventura de esta noche hasta mañana, y eso solo en la medida en que resulte imprescindible.

Empezaban a subir la escalera cuando Stoughton anunció que el carruaje que habían enviado en busca del doctor McFee regresaba ya, y Elizabeth decidió recibirlo y explicarle sucintamente lo sucedido. Al médico siempre se le brindaba una cálida acogida en aquella casa. Se trataba de un viudo de mediana edad cuya esposa había muerto joven, dejándole una fortuna considerable, y aunque podía permitirse usar su propio coche, prefería realizar sus visitas a caballo. Con el cuadrado maletín de piel atado a la silla, era una figura bien conocida en los caminos y las calles de Lambton y Pemberley. Tras tantos años cabalgando con buen y con mal tiempo, tenía las facciones curtidas, pero, aunque no se lo consideraba un hombre apuesto, poseía un rostro franco en el que se dibujaba la inteligencia y en el que la autoridad y la benevolencia se daban la mano de tal modo que parecía destinado a ser médico rural. Según su filosofía de la medicina, el cuerpo humano contaba con una tendencia natural a curarse por sí mismo si los pacientes y los doctores no conspiraban para interferir en el proceso, y, aunque reconocía que la naturaleza humana requiere de pastillas y pociones, confiaba en las pócimas que él mismo preparaba y por las que sus pacientes demostraban una fe absoluta. La experiencia le había enseñado que los familiares de los enfermos molestaban menos si se los mantenía ocupados para bien de los suyos, y había ideado unos brebajes cuya eficacia era proporcional al tiempo que se tardaba en prepararlos. Su paciente ya lo conocía, pues la señora Bingley lo llamaba siempre que su esposo, hijos, amigos de paso o criados mostraban la menor señal de indisposición, y se había convertido en amigo de la familia. Era un alivio inmenso que visitara a Lydia, quien lo recibió con una nueva retahíla de recriminaciones y desgracias, pero se calmó casi tan pronto como él se acercó a su lecho.

Elizabeth y Jane quedaron libres para montar guardia en el salón de música, cuyas ventanas ofrecían una vista despejada del camino que se internaba en el bosque. Aunque ambas intentaban descansar en el sofá, ninguna de las dos resistía la tentación de acercarse constantemente a la ventana, o de caminar de un lado a otro de la estancia. Elizabeth sabía que estaban pensando en lo mismo, y finalmente fue Jane quien lo expresó con palabras.

—Querida Elizabeth, no debemos esperar que regresen pronto. Supongamos que Pratt tarde unos quince minutos en identificar los árboles en los que el capitán Denny y el señor Wickham han desaparecido en el bosque. En ese caso tendrían que buscarlos durante otros quince minutos, o más, si en verdad los dos caballeros están perdidos, y hemos de contar también con el tiempo que tarden en regresar al cabriolé y en volver hasta aquí. Tampoco debemos olvidar que uno de ellos tendrá que acercarse hasta la cabaña del bosque para comprobar que la señora Bidwell y Louisa están bien. Son tantos los imprevistos que podrían dilatar su excursión… Debemos ser pacientes. Calculo que puede transcurrir una hora hasta que veamos aparecer el coche. Y, claro está, también es posible que el señor Wickham y el capitán Denny hayan encontrado por fin el camino y hayan decidido regresar a la posada a pie.

—Yo no creo que hayan hecho eso —intervino Elizabeth—. Tendrían que caminar mucho, y le han dicho a Pratt que, una vez que Lydia estuviera en Pemberley, ellos seguirían hasta la posada King’s Arms de Lambton. Además, les hará falta su equipaje. Y seguro que el señor Wickham querrá asegurarse de que Lydia ha llegado sana y salva. En cualquier caso, no sabremos nada hasta que regrese el cabriolé. Existe la esperanza de que los encuentren a los dos en el camino, y de que asistamos pronto al regreso del coche. Entretanto, lo más sensato es que descansemos tanto como podamos.

Pero no lo conseguían, y a cada momento se acercaban a la ventana. Trascurrida una hora, perdieron toda esperanza de un rápido regreso del grupo de rescate, aunque siguieron de pie, sumidas en la callada agonía del miedo. Sobre todo, al recordar que se habían oído disparos, temían ver aparecer el cabriolé avanzando despacio, como un coche fúnebre, seguido a pie por Darcy y el coronel transportando la camilla. En el mejor de los casos, Wickham o Denny irían en ella heridos, no de gravedad, pero sí lo bastante para no poder soportar los brincos del vehículo. Ambas hacían esfuerzos por apartar de su mente la imagen de un cuerpo cubierto por una sábana, y la tarea ingrata de explicar a la alterada Lydia que sus peores temores se habían confirmado y que su esposo estaba muerto.

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