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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (36 page)

—¿Qué tal va? —le pregunto.

Henry se da la vuelta y me sonríe.

—Estoy en el cielo. —Acaricia mi rostro—. ¿Te importa quedarte conmigo?

—No.

Henry suspira.

—Eres tan buena... No debería corromperte.

—No es que sea buena, es que estoy asustada.

Permanecemos echados en silencio durante mucho rato. El sol brilla e ilumina el interior de mi dormitorio con la primera luz de la tarde: la curva del cabezal de nogal, la alfombra oriental dorada y violeta, el cepillo del pelo, el pintalabios y el tarro de crema de manos que hay sobre la cómoda. Un ejemplar de
Art in America
con León Golub en las tapas descansa sobre el asiento de mi viejo sillón de los encantes, parcialmente oculto por
À Rebours
. Henry lleva calcetines negros. Los pies huesudos y largos le cuelgan por el borde de la cama. Da la impresión de estar muy delgado. Tiene los ojos cerrados; quizá note que lo estoy mirando, porque los abre y me sonríe. Le aparto el pelo de la cara. Me coge la mano y besa la palma. Le desabrocho los téjanos y deslizo los dedos por su sexo, pero Henry detiene mi gesto, sin soltarme.

—Lo siento, Clare —me dice en voz baja—. Hay algo en esta droga que me ha fundido los circuitos de todo el equipo. Luego, quizá.

—Pues qué divertida va a ser nuestra noche de bodas.

—No puedo tomar esto para la boda —dice con vehemencia—. Es demasiado divertido. Me refiero a que Ben es un genio, pero está acostumbrado a trabajar con enfermos terminales. No sé lo que ha metido en las pildoras, pero te aseguro que induce a experiencias rayanas a la muerte. —Suspira y deja el frasco de pildoras en mi mesilla de noche—. Debería mandárselas a Ingrid. Es la droga perfecta para ella.

Oigo abrirse la puerta principal, que luego se cierra de un portazo; es Gómez, que se marcha.

—¿Quieres comer algo? —le pregunto.

—No, gracias.

—¿Ben te preparará esa otra droga?

—Lo intentará.

—¿Y qué pasa si no funciona?

—¿Quieres decir si Ben la caga?

—Sí.

—Pase lo que pase, ambos sabemos que viviré al menos hasta los cuarenta y tres años. Por lo tanto, no te preocupes por nada.

¿Cuarenta y tres?

—¿Qué pasa después de los cuarenta y tres?

—No lo sé, Clare. A lo mejor descubro el modo de quedarme en el presente.

Me estrecha entre sus brazos y nos quedamos callados. Cuando me despierto al cabo de un rato, ya es oscuro y Henry está dormido, a mi lado. El frasquito de pildoras brilla rojizo bajo la luz de la alarma del despertador. ¿Cuarenta y tres?

Lunes 21 de septiembre de 1993

Clare tiene 22 años, y Henry 30

C
LARE
: Entro en el apartamento de Henry y enciendo las luces. Esta noche vamos a la ópera; representan
Los fantasmas de Versalles.
En la Ópera Lírica no te permiten entrar si ha empezado la representación. Por eso estoy nerviosa y no me doy cuenta al principio de que si no hay luz, significa que Henry no está en casa. Cuando luego caigo en la cuenta me enfado, porque por su culpa llegaremos tarde. Me pregunto si se habrá marchado. En ese momento oigo una respiración.

Me quedo inmóvil. El resuello viene de la cocina. Corro a encender la luz y veo a Henry tendido en el suelo, completamente vestido, en una actitud extraña y rígida, mirando al frente. Mientras sigo inmóvil, deja escapar un sonido grave, como si no fuera humano, un gruñido que repiquetea en su garganta, que escapa rasgando su apretada dentadura.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Llamo al 061. La operadora me asegura que llegarán en cuestión de minutos. Mientras me quedo sentada en el suelo de la cocina contemplando a Henry, una oleada de rabia me domina. Descubro entonces el fichero rotativo Rolodex de Henry en su escritorio y marco el número.

—¿Diga? —pregunta una voz floja y distante.

—¿Hablo con Ben Matteson?

—Sí. ¿Quién es?

—Clare Abshire. Escucha, Ben, Henry está tendido en el suelo completamente rígido y no puede hablar. ¿De qué cojones va todo esto?

—¿Qué? ¡Mierda! ¡Llama al 061!

—Ya lo he hecho.

—La droga mimetiza los síntomas del párkinson. ¡Henry necesita dopamina! Diles... Mierda, llámame desde el hospital...

—Ya están aquí.

—¡Muy bien! Llámame...

Cuelgo y atiendo a los de urgencias.

Más tarde, después de que la ambulancia haya llegado al Hospital de la Caridad y hayan ingresado a Henry, después de haberlo inyectado, intubado y acostado en una cama de hospital, sin olvidar conectarlo a un monitor, ya relajado y dormido, levanto los ojos y veo a un hombre alto y demacrado que aguarda en el umbral de la habitación. Recuerdo entonces que he olvidado llamar a Ben. Este entra y se sitúa frente a mí, al otro lado de la cama. La habitación está a oscuras, y su perfil se recorta contra la luz del pasillo cuando se inclina y dice:

—Lo siento mucho. Lo siento muchísimo.

Acerco mi mano a la suya y se la cojo.

—No te preocupes. Se recuperará. De verdad.

Ben niega con la cabeza.

—Todo es por mi culpa. Nunca hubiera debido preparar esa fórmula para él.

—¿Qué ocurrió?

Ben suspira y se sienta en la silla. Yo me siento en la cama.

—Puede haber ocurrido varias cosas. Quizá se trate de un efecto secundario, que podría haberle pasado a cualquiera. Pero también podría ser que Henry no hubiera entendido bien la fórmula. Quiero decir que es muy larga para memorizarla; y yo no tenía manera de comprobar si era correcta.

Ambos guardamos silencio. El gotero de Henry va goteando un fluido que penetra en su brazo. Un camillero pasa por delante de la puerta empujando una camilla.

—Ben.

—Dime, Clare.

—¿Podrías hacerme un favor?

—Lo que quieras.

—No le suministres nada más. Basta de drogas, porque no funcionarán.

Ben me sonríe, aliviado.

—«Di no a las drogas.»

—Exacto.

Los dos reímos. Ben me hace compañía durante un rato. Cuando se levanta para marcharse, me coge la mano y me dice:

—Gracias por ser tan considerada con todo lo que ha pasado. Henry hubiera podido morir.

—Pero no ha muerto.

—No, no ha muerto.

—Te veré en la boda.

—Sí.

Estamos de pie en el pasillo. Bajo la luz descarnada del fluorescente Ben parece cansado y enfermo. Inclina la cabeza, se vuelve y empieza a caminar por el pasillo, mientras yo regreso a la habitación en penumbra, donde Henry sigue durmiendo.

Punto de inflexión

Viernes 22 de octubre de 1993

Henry tiene 30 años

H
ENRY
: Paseo por la calle Linden, en South Haven, desde hace por lo menos una hora, mientras Clare y su madre están en la floristería haciendo alguna gestión. La boda es mañana, pero mi papel de novio no parece detentar demasiadas responsabilidades. Tan solo estar presente; ese es el punto principal en mi lista de quehaceres. A Clare se la llevan continuamente para hacer pruebas, atender consultas y participar en fiestas de soltera. Los únicos momentos en que la veo siempre me parece apesadumbrada.

Es un día frío y despejado, y camino para distraerme. Ojalá South Haven poseyera una librería decente; pero es que hasta los fondos de la biblioteca consisten principalmente en libros de Barbara Cartland y John Grisham. Llevo conmigo la edición que Penguin ha sacado de Kleist, pero no estoy de humor para leerla. Paso frente a una tienda de antigüedades, una panadería, un banco y otra tienda de antigüedades. Al llegar a la barbería, echo un vistazo al interior; un barbero calvo, menudo y atildado está afeitando a un anciano, y de pronto se me ocurre lo que voy a hacer.

Suena un tintineo de campanitas cuando abro la puerta de la barbería. Huele a jabón, vapor, loción capilar y piel anciana. Todo es de color verde pálido. La butaca es vieja y lleva adornos cromados, y unas botellas muy trabajadas se alinean en estantes de madera oscura. Hay asimismo unas bandejas que contienen tijeras, peines y navajas, que por su aspecto parecen instrumental médico; es un estilo que recuerda al pintor Norman Rockwell. El barbero levanta los ojos.

—¿Podría cortarme el pelo? —le pregunto.

El barbero asiente y me hace una seña para que me acomode en la hilera de sillas vacías de respaldo recto que, en uno de los extremos, corona un revistero repleto de un montón de ejemplares perfectamente amontonados. En la radio suena Sinatra. Me siento y hojeo un
Reader's Digest.
El barbero seca los restos de espuma de la barbilla del viejo y le aplica loción para después del afeitado. Terminada la labor, el anciano se endereza alegre de la butaca y paga el servicio. El barbero le ayuda a ponerse el abrigo y finalmente le entrega el bastón.

—Hasta pronto, George —dice el anciano, mientras sale de la barbería con paso cansino.

—Adiós, Ed —le contesta el barbero.

Ha llegado el momento de prestarme atención.

—¿Qué será?

Me encaramo a la butaca de un salto, el barbero aprieta el pedal para elevarme unos centímetros y me da la vuelta para situarme de cara al espejo. Contemplo sin prisas y por última vez mi pelo; y levanto entonces el pulgar y el índice a un centímetro escaso del cráneo.

—Córtelo todo.

El barbero asiente, aprobando mi elección, y me pone una capa de plástico alrededor del cuello. Sus tijeras se convierten enseguida en unos fugaces reflejos metálicos bailando alrededor de mi cráneo, al son de un ruido también metálico, mientras mi pelo cae al suelo. Cuando el barbero termina, me pasa un cepillo por los hombros, me quita la capa y
voilá
: me he convertido en mi futuro yo.

Haz posible que llegue a tiempo a la iglesia

Sábado 23 de octubre de 1993

Henry tiene 30 años, y Clare 22

6:00 horas

H
ENRY
: Me despierto a las seis de la mañana y está lloviendo. Me encuentro en una habitación en tonos verdes, pequeña, cómoda y acogedora, situada bajo los aleros de un hotelito monísimo llamado Blake's, que está justo en la ribera meridional de South Haven. Los padres de Clare han elegido el lugar; mi padre duerme en una habitación rosa, igualmente acogedora, que hay en el piso de abajo, junto al precioso dormitorio amarillo de la señora Kim; los abuelos están en la monísima suite azul. Estoy acostado en una cama extrablanda, bajo unas sábanas de Laura Ashley, y oigo cómo el viento fustiga la casa. La lluvia cae a cántaros. Me pregunto si será posible correr bajo este monzón. Oigo cómo se apresura por los canalones y tamborilea en el techo, que está a algo más de medio metro de mi cara. Este dormitorio es como una buhardilla. Posee un minúsculo y delicado escritorio, por si necesito escribir alguna misiva de damisela el día de mi boda. Hay un aguamanil y una jofaina de porcelana sobre la cómoda; si quisiera utilizarlos, de todos modos, tendría probablemente que romper primero el hielo que debe de haberse formado en el agua, porque aquí arriba hace mucho frío. Me siento como un gusano sonrosado alojado en el corazón de esta habitación verde, como si me hubiera abierto paso a mordiscos y ahora me restara la tarea de convertirme en una mariposa o algo parecido. En estos momentos, en realidad, no estoy despierto. Oigo que alguien tose. Oigo el latido de mi corazón y el sonido agudo de mi sistema nervioso, aplicándose a la tarea. Por favor, Dios mío, concédeme la gracia de vivir un día normal. Permite que me sienta aturdido, y también nervioso, dentro de los límites de la normalidad; haz posible que llegue a tiempo a la iglesia, que sea puntual. No permitas que sorprenda a los demás, ni siquiera a mí mismo. Deja que viva el día de nuestra boda lo mejor que pueda, sin efectos especiales. Mas libra a Clare de escenas desagradables, amén.

7:00 horas

C
LARE
: Me despierto en la cama de mi infancia. Floto entre las brumas del despertar sin conseguir emplazarme en el tiempo; ¿estamos en Navidad?, ¿acaso es el día de Acción de Gracias?, ¿he vuelto a tercer curso?, ¿estoy enferma?, ¿por qué está lloviendo? En el exterior, tras las cortinas amarillas, el cielo tiene un aspecto mortecino y el viento arranca las hojas pardas del enorme olmo. He estado soñando toda la noche. Unos sueños que ahora se fusionan. En un momento dado me encontraba nadando en el mar, convertida en sirena. Sin embargo, al ser nueva en esa condición, una de mis compañeras intentó enseñarme y empezó a darme lecciones de sirena. A mí me daba reparo respirar bajo el agua. El líquido me entraba en los pulmones y yo no conseguía entender el funcionamiento de mi respiración. Era terrible, tenía que salir constantemente a la superficie para respirar, a pesar de que la otra sirena no cesaba de repetirme: «No, Clare, no. Tienes que hacerlo así...». Al final, me daba cuenta de que ella tenía branquias en el cuello, al igual que yo; y a partir de ese momento las cosas empezaban a mejorar. Nadar era como volar, todos los peces eran pájaros... De repente veíamos un barco en la superficie del océano, y todas las sirenas acudíamos nadando para contemplarlo. Tan solo se trataba de una barca de pesca en la que se encontraba mi madre, sola. Yo subía a la superficie y ella se sorprendía mucho al verme. «¡Pero Clare...! Pensaba que ibas a casarte hoy», me decía. De repente, como suele ocurrir en los sueños, me doy cuenta de que si soy una sirena no podré casarme con Henry, y me echo a llorar y me despierto en plena noche. Me quedo un rato echada en la oscuridad, y entonces imagino que me convierto en una mujer normal y corriente, como la Sirenita, salvo que a mí no me sucede nada tan absurdo como tener que sufrir un dolor atroz en los pies o que me corten la lengua. Hans Christian Andersen debió de ser una persona excéntrica y triste. Al final, he vuelto a dormirme, y ahora estoy en la cama y sé que hoy Henry y yo vamos a casarnos.

7:16 horas

H
ENRY
: La ceremonia es a las dos de la tarde, y me llevará una media hora vestirme y unos veinte minutos llegar en coche a la iglesia de San Basilio. Ahora son las 7.16, lo cual significa que me quedan cinco horas y cuarenta y cuatro minutos para matar el tiempo. Me pongo unos téjanos, una vieja camisa de franela cutrísima y unas zapatillas deportivas abotinadas, y desciendo las escaleras con el máximo sigilo en busca de café. Mi padre, sin embargo, se me ha adelantado; lo encuentro sentado en el comedor, sosteniendo una primorosa taza de un humeante café solo entre las manos. Me sirvo y luego me siento delante de él. A través de las cortinas de encaje, la débil luz que se cuela por la ventana le confiere un aspecto fantasmagórico; esta mañana mi padre es la versión coloreada de una película de sí mismo filmada en blanco y negro. Tiene el pelo tieso y alborotado sin orden ni concierto, y, sin pensarlo, me aliso el mío, como si él fuera un espejo. Él imita mi gesto, y los dos sonreímos.

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