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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (33 page)

No, no me refería a ahora. El verano pasado, por ejemplo. ¿Adónde fuiste?

A las montañas.

¿Por qué? ¿Qué hay en ellas para ti?

Todo. La nieve y el viento. Los caribúes que vienen. Y florecillas y bayas. Crecen incluso en las rocas, cerca de la nieve, casi tocando el cielo.

Volverás a abandonarnos, ¿verdad? Cuando llegue la primavera, te irás a las montañas.

La niña asintió.

Y esta noche, cuando te marches, ¿adónde irás?

A casa.

¿Qué clase de casa tienes?

Te la mostraré.

Así que el primer día que hizo buen tiempo, la niña fue a buscar a Mabel y se la llevó al bosque. Jack las vio partir, con comida en la mochila, y tranquilizó a Mabel. Faina conoce el camino. Te traerá de vuelta sana y salva.

Siguió a la niña por los senderos que se alejaban de la finca, caminos que Mabel nunca habría encontrado de haber ido sola: sendas para liebres entre los arbustos, caminos de lobos que cruzaban la parte más densa del bosque. El día era frío pero tranquilo. El aliento de Mabel flotaba alrededor de su cara, volviéndose escarcha sobre sus pestañas y por los bordes del sombrero de piel de zorro. Se había puesto los pantalones de lana de Jack y las botas de nieve que él mismo le había atado; frente a ella, Faina se movía con gracia, sin esfuerzo, correteando ligera sobre la nieve.

Salieron del valle del río y e iniciaron el ascenso hacia el cielo, hasta llegar a una de las laderas de la montaña.

Ahí, dijo la niña.

Señaló las huellas en forma de abanico que había dejado un pajarillo en la nieve: se advertían perfectamente las plumas y su simetría exquisita.

¿Qué es?

Una perdiz nival.

¿Y eso?

Mabel indicó entonces una serie de pasos visibles en la nieve.

Un armiño corrió por ahí.

Todo relucía con nítidos contornos, como si el mundo entero fuera nuevo, recién salido de un huevo helado esa misma mañana. Las ramas de los sauces estaban recubiertas de escarcha helada, las cascadas incrustadas en el hielo, y la superficie nevada marcada por las huellas de cientos de animales salvajes: campañoles, coyotes y zorros, linces, alces y mapaches.

Luego llegaron a un lugar aterrador, un conjunto de abetos muy altos donde el aire estaba muerto y las sombras eran frías. El ala de un pájaro aparecía clavada al tronco de un árbol ancho, un trozo de piel blanca de conejo en otro. Eran como tótems de brujería donde los animales muertos atrapan a los malos espíritus.

La niña se acercó a un tercer árbol, donde se movía un trozo de piel marrón. Éste estaba vivo.

Mabel contuvo la respiración.

Una marta, dijo la niña.

El animal oscilaba colgado de una de sus patas delanteras, suspendido en un palo por una trampa de acero. Sus ojillos negros estaban húmedos y brillantes como si fueran de ónix. Observaban. Sin parpadear.

¿Qué vas a hacer con ella?

Emocionada o insatisfecha: Mabel no supo leer la expresión de la cara de Faina.

Matarla, dijo la niña.

Cogió el cuerpecillo tembloroso con sus manos y apretó su fino pecho contra el tronco del árbol hasta que el animal se quedó inerte.

¿Cómo lo haces?

Le aprieto el corazón hasta que deja de latir.

No era la respuesta que buscaba Mabel, pero tampoco se le había ocurrido otra forma de preguntarlo. Faina sacó al animalillo de la trampa.

¿Puedo?

Mabel se quitó los guantes y cogió a la marta muerta. Aún estaba caliente, su piel era más suave que el cabello de una mujer. Acercó la nariz a su cabeza; olía a gatito doméstico. Observó las grietas estrechas que tenía por ojos y sus feroces dientecillos.

Faina volvió a preparar la trampa y guardó la marta en su mochila.

Más tarde hallaron un conejo muerto en un cepo, y posteriormente un armiño blanco, congelado, con los ojos abiertos, rígido, preso en una trampa y con aspecto de embrujado. Todo acabó en la mochila de Faina.

El sendero continuaba a través de un pantano helado, junto al que se alzaban unos abetos negros, medio muertos e inclinados, y luego ascendía por una empinada ladera hasta internarse en otro bosque de anchos abetos blancos y retorcidos y nudosos abedules. Llegaron a otra de las trampas. Pero esta solo contenía la pezuña de un animal, un pedazo de hueso y un tendón partido, pelo marrón congelado y duro. Faina se echó la trampa sobre la rodilla, hizo saltar el dispositivo y lanzó la pezuña hacia el bosque.

¿Qué era?

Una pezuña de marta.

¿Dónde está el resto?

Un glotón lo robó, dijo la niña.

No lo entiendo.

Faina señaló las huellas en la nieve. Mabel se preguntó cómo no las había visto antes, cada una de ellas era tan grande como la palma de su mano. El rastro del glotón rodeaba el árbol en círculos cada vez más grandes hasta desaparecer en el bosque.

Arrancó a la marta de la trampa y se la comió, dijo Faina.

La niña no parecía dar mayor importancia al hecho. Siguió andando, con pasos tan gráciles y rápidos como antes. Mabel fue tras ella en silencio, con los ojos habituados ya a la búsqueda de huellas y el pecho latiendo al ritmo de su corazón y de sus pulmones. Entonces se percató de que habían vuelto al río y de que regresaban a la finca.

Pero espera. Aún no podemos regresar. Todavía no me has enseñado dónde vives.

Aquí. Ya te lo he enseñado.

¿Aquí?

Mabel no quiso discutir. Quizá la niña estaba avergonzada de su morada. Quizá el lugar donde dormía y comía no merecía ser visto.

Pero en realidad sabía cuál era la verdad. Las colinas nevadas, el cielo abierto, el oscuro rincón entre los árboles donde un glotón devoraba a un animalillo preso en una trampa… ese era el hogar de la niña.

¿Podemos pararnos, solo un momento?, preguntó Mabel.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió la absoluta necesidad de dibujar. Tomaron asiento en un risco con vistas al valle. Sacó de la bolsa el cuaderno de dibujo y el lápiz, haciendo caso omiso al frío que agarrotaba sus dedos, y empezó a dibujar. Faina sostenía a la marta ante ella, para que pudiera estudiar su morro peludo y sus ojos achinados. Luego dibujó rápidamente el pelo, las garras de esas pezuñas marrones. Cambió de página e hizo un primer esbozo de las ramas de abeto, sobrecargadas de nieve, y de las montañas que se cernían sobre el río. Aunque iba oscureciendo, intentó recordar el ala de pájaro clavada al árbol y las huellas del armiño en la nieve. Intentó recordarlo todo y considerarlo como su hogar. Quizá así, plasmándolo en esas páginas, podría reducirlo a líneas y curvas, y entenderlo por fin.

Se lo había mostrado y lo veía. El sol había desaparecido a su espalda, la niña señalaba hacia las pendientes de las montañas, al otro lado del valle, teñidas de un reluciente color púrpura y rosado. Recortadas contra el cielo se hallaban sus cimas nevadas, azotadas por lo que debía de haber sido un vendaval atroz. Allí en el promontorio, sin embargo, el aire era sereno. Los colores aparecían lejanos, imposibles, intocables.

Eso es lo que significa mi nombre, explicó Faina sin dejar de señalar las montañas.

¿Montaña?

No. Esa luz. Papá me dio un nombre en honor al color que toma la nieve cuando se pone el sol.

El crepúsculo rosado, susurró Mabel.

Sintió la misma admiración que quien entra en una catedral, la sensación de que le mostraban algo poderoso e íntimo, ante lo cual debía hablar en voz baja o casi permanecer en silencio. Observó aquel colorido, intentando imaginar a un padre capaz de dar a su hija un nombre en honor a algo tan bello y luego abandonarla.

Deberíamos irnos, dijo Faina. Anochecerá enseguida.

La niña condujo a Mabel hasta la finca, hasta la cálida cabaña donde Jack la esperaba con una taza de té y pan que él mismo había hecho en el horno holandés.

Y bien, le dijo él, ¿qué has visto?

Capítulo 33

Querida Mabel:

Tus cartas y dibujos se han convertido en toda una atracción en casa. En cuanto llega una, organizamos una cena a la que invitamos a amigos íntimos y parientes. Con tu permiso, he leído esas cartas en voz alta y tus dibujos han ido pasando de una mano a otra, y admirados con expresiones como «¡Fantástico!», «¡Qué hermosura!». Más de una vez me han dicho que eres el equivalente en Alaska a un maestro italiano especializado en anatomía humana. Tus dibujos de los dientecillos y pezuñas de la marta cibelina estuvieron entre los favoritos de la última velada, así como los estudios de las piñas de pino y las hierbas invernales. También tus cartas captan retazos de ese lugar salvaje que se ha convertido en un hogar para ti. Siempre tuviste talento a la hora de expresarte, y quizá en toda tu vida no has tenido una fuente de inspiración tan maravillosa. Nuestro único deseo sería que escribieras más a menudo. Creo firmemente que guardaré todo lo que escribas, algún día deberías publicar un libro con tus dibujos y observaciones. En ellos hay algo hermoso y a la vez feroz.

Al pensar en tu interés por el libro de la doncella de nieve, recordé aquella época de tu infancia en que perseguías a las hadas en los bosques que había cerca de nuestra casa. Si la memoria no me engaña, pasaste más de una noche durmiendo en aquellos gigantescos robles, y cuando madre te encontraba allí a la mañana siguiente jurabas que habías visto hadas que volaban como mariposas e iluminaban la noche como luciérnagas. Recuerdo con cierta vergüenza que el resto de la familia solíamos reírnos de ti por ello, pero ahora mis propios nietos se dejan llevar por esas cosas y no los desanimo. Ahora que soy mayor, veo que la vida es a veces más fantástica y terrible que los relatos que creíamos de niñas, y que quizá no haya nada malo en buscar magia entre los árboles.

Tu amantísima hermana,

Ada

Capítulo 34

Esther irrumpió en la cabaña como una gallina alegre, agitando los brazos, charlando y casi derribando a Mabel, que había ido a abrirle la puerta. En una mano llevaba una olla de hierro forjado tapada con un trapo y con la otra abrazó a Mabel antes de darle un beso en la mejilla.

—¿Esto es lo que hay que hacer para cenar con vosotros dos? —dijo, y pasó delante de Mabel para poner la olla al fuego—. George trae el postre. Eso si no se lo come de camino hacia aquí. Debería haber suficientes albóndigas de pollo para todos. Aunque debería decir albóndigas de lince, pero no suena tan apetitoso. Creo que podríamos llamarlas albóndigas de gato.

Esther se rió al tiempo que soltaba su abrigo sobre el respaldo de una silla.

—¿De lince? ¿Has guisado un lince?

—Eh, no pongas esa cara. ¿Acaso lo has probado alguna vez? Te aseguro que es la carne más sabrosa que has tomado en tu vida. Garrett lo capturó vivo en un cepo, así que lo mató limpiamente y llevó la carne a casa. Creo que le hemos educado como Dios manda, al fin y al cabo.

—¿Vendrá luego?

—No. Y esa es la única razón de que tengamos suficiente comida. Ese chico podría comerse media vaca y luego pedir segundo plato. Pero está pasando unas noches fuera, al estilo indio, revisando sus trampas.

—¿Al estilo indio?

—Sí. Sin tienda, ni comodidades. Viajando ligero pero mucho.

—Ah.

—¿Me dejas una cuchara para removerlo?

Antes de que pudiera dársela, Esther ya había encontrado una. Mabel contempló con cariño cómo Esther se apoderaba de su hogar una vez más. En cuestión de minutos se había puesto uno de los delantales de Mabel, había probado el guiso de lince, puesto la mesa y añadido otro tronco al fuego, aunque Mabel acababa de hacerlo.

—Quiero que me contéis todo lo que habéis estado haciendo. Pero antes tienes que probar esto. —Esther sacó una botellita del bolsillo trasero de sus pantalones de trabajo y la dejó encima de la mesa—. Licor de arándanos. Maná celestial, os lo juro. Rápido. Saca un par de vasos para que podamos acabar con él antes de que lleguen los hombres.

Mabel no se movió de la silla, ya que Esther ya se encaminaba al armario de la cocina. Volvió con dos jarras de las que Mabel usaba para la mermelada y las llenó hasta la mitad de un líquido de un color rojo intenso. Mabel lo encontró agridulce y espeso, y notó su calor cuando le bajó por la garganta.

—Es delicioso.

—¿A que sí? Toma, bebe un poco más. Es mi última botella y antes me muero que dejar que George lo pruebe. ¡Se tragó todo mi licor de arándanos azules sin tan siquiera preguntar!

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