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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (30 page)

Rafael sorprendió al mecánico, cuadrado como un recluta. Planchette examinaba una bolita de ágata que rodaba por un cuadrante solar, aguardando que se detuviera. El paciente varón no estaba condecorado, ni pensionado, porque no sabía exagerar la importancia de sus cálculos. Encerrado en su concha, a caza de descubrimientos, no pensaba en la gloria, en el mundo ni en sí mismo, viviendo en la ciencia para la ciencia.

—¡Esto es inexplicable! —exclamó.

Pero al notar la presencia de su visitante, se dirigió a él, diciéndole:

—Servidor de usted. ¿Cómo sigue la familia? Pase a ver a mi esposa.

—¡Así hubiera podido vivir yo! —pensó Rafael, que sacó al matemático de su abstracción inquiriendo el medio de actuar sobre el talismán, que le puso de manifiesto.

—Aun a riesgo de que se ría de mi credulidad —dijo el marqués, una vez formulada la consulta—, no le ocultaré nada. Creo que esta piel posee una fuerza de resistencia que no hay nada capaz de vencer.

—Caballero —contestó el sabio—, la generalidad de las gentes suele tener una idea bastante equivocada de los asuntos científicos, pretendiendo de nosotros, poco más o menos, lo que cierto petimetre pidió a Lalande, presentándole a unas damas, después de terminado un eclipse: «Tenga usted la bondad de repetir el experimento».

»¿Qué es lo que usted se propone? La Mecánica tiene por objeto aplicar las leyes del movimiento o neutralizarlas. En cuanto al movimiento en sí mismo, declaro a usted humildemente que somos impotentes para definirlo. Sentado esto, hemos observado algunos fenómenos constantes que regulan la acción de los sólidos y de los fluidos. Reproduciendo las causas generadoras de estos fenómenos, podemos transportar los cuerpos, transmitirles una fuerza locomotriz en relación con determinada velocidad, lanzarlos, dividirlos simplemente o hasta el infinito, bien quebrándolos, bien pulverizándolos; podemos, además, retorcerlos, imprimirles rotaciones, modificarlos, comprimirlos, dilatarlos, ensancharlos.

»Esta ciencia, caballero, se basa sobre un solo hecho. Vea usted esta bolita. En este momento se encuentra sobre esta piedra Pues bien; ahora, véala usted allí. ¿Qué nombre daremos a este acto, tan natural, físicamente, y tan extraordinario, moralmente? ¿Movimiento, locomoción, cambio de lugar? ¡Qué inmensa vanidad, oculta bajo las palabras! ¿Acaso constituye solución un nombre? Y, sin embargo, en eso consiste toda la ciencia. Nuestras máquinas utilizan o descomponen ese acto, ese hecho. Ese fenómeno tan sencillo, adaptado a masas, es capaz de volar a París. Podemos aumentar la velocidad a expensas de la fuerza, y la fuerza a expensas de la velocidad. ¿Y qué son la fuerza y la velocidad? Nuestra ciencia es insuficiente para decirlo, como lo es para crear un movimiento. Un movimiento, cualquiera que sea, significa un enorme poder, y el hombre no inventa poderes. El poder es uno, como el movimiento es la esencia misma del poder. Todo es movimiento. El pensamiento es un movimiento. La Naturaleza está fundada en el movimiento. La muerte es un movimiento, cuyos fines conocemos muy confusamente. Si Dios es eterno, crea usted que se halla en perpetuo movimiento. Por eso es tan inexplicable como Él, profundo como Él, ilimitado, incomprensible, intangible.

»¿Hay alguien que alguna vez haya tocado, comprendido, medido el movimiento? Sentimos sus efectos, sin verlos. Podemos hasta negarle, como negamos a Dios. ¿Dónde existe? ¿Dónde deja de existir? ¿De dónde emana? ¿Dónde está su principio? ¿Dónde está su fin? Nos envuelve, nos acosa y se nos escapa. Es evidente como hecho, obscuro como abstracción, efecto y causa a la par. Necesita, como nosotros, espacio.

»Y, ¿qué es el espacio? Únicamente el movimiento nos le revela; sin el movimiento, se reduce a una palabra vacía de sentido. Problema insoluble, semejante al vacío, semejante a la creación, al infinito, el movimiento confunde la mente humana, y todo cuanto está permitido concebir al hombre es que no le concebirá jamás. Entre cada uno de los puntos ocupados sucesivamente en el espacio por esta bolita, encuentra la razón humana un abismo; el abismo en que cayó Pascal. Para actuar sobre la substancia desconocida, debemos, ante todo, estudiar esa substancia; según su naturaleza, o se quebrará al choque, o resistirá. Si se disgrega, y el propósito de usted no es despedazarla, no lograremos el fin que nos hemos propuesto. ¿Desea usted comprimirla? Pues hay que transmitir un movimiento igual a todas las partes de la substancia con objeto de disminuir uniformemente el intervalo que las separa. ¿Desea usted ensancharla? Pues hemos de procurar imprimir a cada molécula una fuerza excéntrica equivalente; porque, sin la observancia estricta de esta ley, produciríamos soluciones de continuidad. Existen, caballero, modalidades infinitas, combinaciones incontables, en el movimiento. ¿Cuál de ellas es la que prefiere?

—Lo que yo deseo —contestó Rafael, consumido ya por la impaciencia— es una presión cualquiera, suficientemente enérgica para agrandar indefinidamente esta piel…

—Tratándose de una substancia finita —interrumpió el matemático—, no sería posible distenderla indefinidamente; pero la comprensión multiplicará forzosamente las dimensiones de su superficie, a expensas del espesor. Se adelgazará hasta que falte la materia…

—Obtenga usted ese resultado —interrumpió a su vez, con viveza, Rafael—, y le haré millonario.

—Le robaría su dinero —contestó el profesor, con la flema de un holandés—. Voy a probar a usted, en dos palabras, la existencia de una máquina, bajo la cual, el propio Dios quedaría aplastado como una mosca. Su potencia es tal, que un hombre, con toda su indumentaria, quedaría reducido al estado de un papel de fumar.

—¡Valiente maquinita!

—Vea usted un procedimiento que deberían utilizar los chinos, en lugar de arrojar a sus hijos al agua —continuó diciendo el sabio, sin meditar en el respeto del hombre a su progenie.

Engolfado en su idea, Planchette tomó una maceta vacía, agujereada en el fondo, y la colocó sobre la loseta del gnomon; después, fue a buscar al jardín un puñado de tierra arcillosa. Rafael permaneció embobado, como chiquillo a quien su niñera relata un cuento maravilloso. Una vez depositada la tierra sobre la loseta, el experimentador sacó del bolsillo una navajita, cortó dos ramas de saúco y comenzó a vaciarlas, silbando durante la operación, sin preocuparse de la presencia de Rafael.

—Ya tenemos los elementos de la máquina —dijo.

Y acodó uno de los tubos al fondo de la maceta, trabándolo con la masa gredosa, de manera que el orificio de la rama de saúco correspondiese al del recipiente. Hubiérase tomado por una enorme pipa. Extendió sobre la piedra una capa de tierra en forma de pala, cogió la maceta por su parte más ancha y fijó la rama en la porción que figuraba el mango. Por último, echó otra pellada de greda en el extremo del tubo de saúco, plantó verticalmente la otra rama horadada practicando un nuevo ángulo para unirla a la rama horizontal, de manera que el aire, o cualquier fluido ambiente determinado, pudiera circular por la improvisada máquina, corriendo desde la embocadura del tubo vertical, a través del canal intermedio, hasta la maceta vacía.

—Este aparato —manifestó a Rafael, con la seriedad de un académico que pronuncia su discurso de entrada— es uno de los más preciosos títulos que hacen a Pascal acreedor de nuestra admiración.

—No le comprendo.

El sabio sonrió. Fuése a descolgar de un árbol frutal una botellita que contenía un líquido para exterminar las hormigas, preparado por su farmacéutico, la desfondó, convirtiéndola en embudo, y adaptó éste cuidadosamente al orificio de la rama hueca fijada verticalmente en la arcilla, en oposición al gran depósito representado por la maceta; luego, valiéndose de una regadera, vertió la cantidad de agua necesaria para conservar el nivel de la misma en la maceta y en la embocadura circular del tubo de saúco.

—Caballero —dijo el mecánico—, el agua sigue considerándose, todavía como un cuerpo incomprensible; no olvide usted este principio fundamental. Sin embargo, se comprime, pero tan ligeramente, que podemos estimar equivalente a cero su propiedad contráctil.

—Perfectamente.

—Pues bien; suponga usted esta superficie mil veces mayor que la del orificio del conducto de saúco por el cual he vertido el líquido. Retiremos el embudo.

—Conforme.

—Si por un medio cualquiera aumento el volumen de esta masa, introduciendo mayor cantidad de agua por el orificio del tubo, el fluido, forzado a descender por él, ascenderá en el receptáculo representado por la maceta hasta que el líquido alcance igual nivel en uno que en otro…

—Eso es evidente —declaró Rafael.

—Pero con la diferencia —prosiguió el sabio— de que si la delgada columna de agua añadida por el tubito vertical representa en él una fuerza equivalente al peso de una libra, por ejemplo, como su acción se transmitirá fielmente a la masa líquida y repercutirá en cada uno de los puntos de la superficie que ofrece en la maceta, nos encontraremos allí con mil columnas de agua, que propendiendo todas a elevarse, como si las empujara una fuerza igual a la que hace descender el líquido por el conducto vertical de saúco, producirán necesariamente aquí —afirmó Planchette, señalando a Rafael el agujero de la maceta— una potencia mil veces mayor que la introducida por allí.

Y el sabio indicó al marqués el tubo fijado verticalmente en la greda.

—Eso es sencillísimo —dijo Rafael.

Planchette sonrió.

—En otros términos —continuó, con esa tenacidad de lógica propia de los matemáticos—, para rechazar la irrupción del agua, precisaría desarrollar en cada parte de la superficie más extensa, una fuerza igual a la que actúa en el conducto vertical; pero, teniendo presente que si la columna líquida tiene un pie de altura, las mil columnillas de la superficie mayor alcanzarán una elevación muy escasa.

»Ahora —concluyó Planchette, pegando un capirotazo a su artefacto—, reemplacemos este grotesco aparatillo por tubos metálicos de resistencia y dimensiones adecuadas. Si cubre usted con una fuerte plancha metálica movible la superficie fluida en el gran recipiente, y opone a ella otra de resistencia y solidez a toda prueba; si, además, me concede la facultad de ir agregando agua incesantemente a la masa líquida, por el tubito vertical, el objeto, aprisionado entre los dos planos sólidos, ha de ceder forzosamente a la enorme acción que le comprime con progresivo vigor. El medio de introducir agua por el tubo, constantemente, es una fruslería en mecánica, así como la manera de transmitir la potencia de la masa líquida a una platina. Basta con dos émbolos y unas válvulas. Comprenderá, usted, por tanto, que apenas haya substancia que, colocada entre esas dos resistencias indefinidas, soporte la presión sin dilatarse.

—¿De modo que el autor de las «Cartas provinciales» ha sido quien ha inventado…?

—El mismo, sí, señor. La Mecánica no conoce nada más sencillo ni más hermoso. El principio contrario, la expansibilidad del agua, ha creado la máquina de vapor. Pero el agua no es expansible sino hasta cierto grado, mientras que su incomprensibilidad, que es una fuerza en cierto modo negativa, ha de ser necesariamente infinita.

—Si se dilata esta piel —dijo el marqués—, le prometo erigir un magnífico monumento a Blas Pascal, fundar un premio de cien mil francos para el más difícil problema de mecánica resuelto cada quinquenio, dotar a dos generaciones de primas de usted y, por último, edificar un asilo destinado a los matemáticos locos o pobres.

—Sería muy útil —contestó Planchette, añadiendo, con la calma del hombre que vive en una esfera puramente intelectual—. Caballero, mañana iremos a casa de Spieghalter. Ese distinguido mecánico acaba de construir, con arreglo a mis planos, una máquina perfeccionada, con cuyo auxilio un niño podría dar cabida en su sombrero a mil haces de heno.

—Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana.

—Dígase lo que se quiera —salió diciendo Rafael— la Mecánica es la más bonita de todas las ciencias. La otra, con sus onagros, sus clasificaciones, sus ánades, sus géneros y sus frascos repletos de mamarrachos, es buena, a lo sumo, para marcar el tanteo en una partida de billar.

Al día siguiente, Rafael acudió gozoso en busca de Planchette, dirigiéndose juntos a la calle de la Salud, nombre de buen agüero, en la que poseía su instalación Spieghalter.

El joven se halló en un establecimiento inmenso, atestado de rojas y rugientes forjan. Aquello era una lluvia de fuego, un diluvio de clavos, un océano de émbolo:, de tornillos, de palancas, de travesaños, de limas, de tuercas, un mar de metal fundido, de maderos, de válvulas y de acero en barras. Se mascaban las limaduras. Había hierro en el caldeado ambiente, en las blusas de los obreros, se aspiraba el •, hedor del hierro, el metal adquiría vida, se organizaba, se fluidificaba, andaba, pensaba tomando todas las formas, obedeciendo a todos los caprichos. Al través del resoplido de los fuelles, del creciente tintineo de los martillos, del silbido de los tornos, que hacían chirriar al hierro, Rafael llegó a una espaciosa estancia, limpia y bien ventilada, en la que pudo contemplar a su sabor la enorme prensa de que le habló Planchette, admirando su sólida y perfecta trabazón.

—Si diera usted siete vueltas rápidas a esta manivela —dijo Spieghalter, mostrándole un volante de hierro bruñido—, haría brotar de una lámina de acero millares de surtidores, que se le clavarían en las piernas como otras tantas agujas.

—¡Diablo! —exclamó Rafael.

Planchette deslizó por sí mismo la piel de zapa entre las dos platinas de la prensa soberana, y poseído de la seguridad que dan las convicciones científicas, imprimió un rápido giro al volante.

—¡A tierra, o moriremos todos! —gritó Spieghalter, en voz tonante, tirándose al suelo para dar ejemplo.

Un silbido espantoso resonó en los talleres. El agua contenida en la máquina hizo explotar las planchas de fundición, dando paso a un surtidor de inconmensurable potencia, que afortunadamente fue a desplomarse sobre una fragua desechada, derribándola, triturándola, retorciéndola, como una tromba arrolla una casa y se la lleva.

—¡Calla! —repuso tranquilamente Planchette—, la piel permanece inalterable. ¡Patrón! ese hierro debía tener algún pelo, o habría un intersticio en el tubo principal.

—¡Quia! ¡no, señor! Conozco los trabajos de mi fundición. Este caballero puede llevarse su trebejo, que por fuerza está endemoniado.

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