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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

La prueba (11 page)

»Fui a casa de un amigo, un médico, el mismo a quien había llamado la noche del asesinato. Me dio dinero para el tren. Me dijo: "No vuelvas jamás a esta ciudad. Es un milagro que te hayan dejado con vida".

»Tomé el tren y llegué a la ciudad vecina. Me senté en la sala de espera de la estación. Me quedaba todavía un poco de dinero para ir más lejos, quizá hasta la capital. Pero no tenía nada que hacer en la capital ni en ninguna otra ciudad. Compré un billete en la taquilla y volví aquí. Llamé a la puerta de una casa modesta, frente a la librería. Conocía a todos los obreros y obreras de nuestras fábricas. Conocía a la mujer que me abrió la puerta. Ella no me preguntó nada, me dejó entrar, me condujo a una habitación: "Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera, señor".

»Es una mujer anciana que perdió a su marido, sus dos hijos y su hija en el curso de la guerra. La hija no tenía más que diecisiete años. Murió en el frente, donde se había alistado como enfermera después de un accidente terrible que la desfiguró. Mi casera no habla nunca de ella, y en general, casi no habla. Me deja tranquilo en la habitación que da a la calle, y ella ocupa otra habitación, más pequeña, que da al jardín. La cocina da también al jardín. Yo puedo ir y venir cuando quiero, y siempre hay algo caliente en la cocina. Cada mañana me encuentro los zapatos limpios, las camisas lavadas y remendadas, colocadas en el respaldo de una silla ante mi puerta, en el pasillo. Mi casera no entra jamás en mi habitación y sólo me la encuentro muy de vez en cuando. Nuestros horarios no son los mismos. Yo no sé de qué vive. De su renta de viuda de guerra y su huerto, supongo.

»Algunos meses después de instalarme en su casa, fui a una oficina municipal y pedí un trabajo cualquiera. Los funcionarios me enviaron de una oficina a otra, tenían miedo de tomar una decisión con respecto a mí, yo era un sospechoso a causa de mi matrimonio con una extranjera. Finalmente fue el secretario del partido, Peter, quien me contrató como hombre para todo. Fui portero, lavé baldosas y azulejos, barrí el polvo, las hojas muertas, quité la nieve. Gracias a Peter tuve derecho a una pensión de jubilación, como todo el mundo. No me convertí en un mendigo y puedo acabar mis días en esta ciudad donde nací, y donde he vivido siempre.

»Mi primera paga la dejé sobre la mesa de la cocina, por la noche. Era una suma irrisoria, pero para mi casera era mucho dinero, demasiado incluso. Ella dejó la mitad sobre la mesa y continuamos así: yo dejando mi pequeña pensión al lado de su plato cada mes, y ella, devolviéndome la mitad exacta de esa suma y dejándola junto a mi plato.

Del orfanato sale una mujer envuelta en un gran chal. Es delgada y pálida, y en su rostro huesudo brillan unos ojos inmensos. Se para ante el banco, mira a Lucas, sonríe y le dice al viejo:

—Veo que ha encontrado un amigo.

—Sí, un amigo. Le presento a Lucas, Judith. Lleva la librería de la plaza principal. Judith es la directora del orfanato.

Lucas se levanta y Judith le estrecha la mano.

—Debería comprar libros para mis niños, pero estoy desbordada de trabajo y mi presupuesto es muy ajustado.

Lucas dice:

—Puedo enviarle los libros con Mathias. ¿Qué edad tienen sus niños?

—De cinco a diez años. ¿Quién es Mathias?

El viejo dice:

—Lucas también se ocupa de un huérfano.

—Mathias no es huérfano. Su madre se ha ido. Ahora está conmigo.

Judith sonríe.

—Tampoco todos mis niños son huérfanos. La mayor parte, hijos de padre desconocido, fueron abandonados por sus madres violadas o prostituidas.

Se sienta junto al anciano y apoya la cabeza en su hombro y cierra los ojos.

—Habrá que calentarse, Michael. Si el tiempo no cambia, empezaremos a poner la calefacción el lunes.

El viejo la aprieta contra su cuerpo.

—Entendido, Judith. Estaré allí a las cinco, el lunes por la mañana.

Lucas mira a la mujer y el hombre sentados uno junto al otro, con los ojos cerrados, en el frío húmedo de la mañana de otoño, en el silencio total de una pequeña ciudad olvidada. Da unos pasos para alejarse sin ruido, pero Judith se estremece, abre los ojos, se levanta.

—Quédese, Lucas. Los niños se van a despertar ya. Tengo que prepararles el desayuno.

Besa al anciano en la frente.

—Hasta el lunes, Michael. Hasta pronto, Lucas, y gracias de antemano por los libros.

Vuelve a la casa. Lucas se sienta otra vez:

—Es muy guapa.

—Muy guapa, sí.

El insomne se ríe.

—Al principio desconfiaba de mí. Me veía allí, sentado en un banco, todos los días. Quizá me tomaba por un pederasta. Un día, vino a sentarse a mi lado y me preguntó qué hacía aquí. Se lo conté todo. Fue al principio del invierno del año pasado. Me propuso que le ayudara a calentar las habitaciones, porque no podía hacerlo sola, ya que sólo tiene una ayudante de dieciséis años para la cocina. No hay calefacción central en la casa, sólo unas estufas de azulejos en cada habitación, y son siete. Si supiera la felicidad que experimenté al poder volver a entrar en nuestra casa, en nuestras habitaciones... y también al poder ayudar a Judith. Es una mujer que ha sufrido mucho. Su marido desapareció durante la guerra, ella misma fue deportada, llegó hasta las puertas del infierno. Y no es una imagen. Ardía un fuego auténtico detrás de esas puertas, un fuego encendido por seres humanos para consumir en él los cuerpos de otros seres humanos.

Lucas dice:

—Ya sé de qué habla. Vi cosas semejantes con mis propios ojos, en esta misma ciudad.

—Debía de ser muy joven.

—No era más que un niño. Pero no he olvidado nada.

—Lo olvidará. La vida es así. Todo se borra con el tiempo. Los recuerdos se difuminan, el dolor disminuye. Yo me acuerdo de mi mujer como uno se acuerda de un pájaro, de una flor. Ella era el milagro de la vida en un mundo donde todo parecía ligero, fácil y bello. Al principio venía aquí por ella, y ahora vengo por Judith, la superviviente. Esto puede parecerle ridículo, Lucas, pero estoy enamorado de Judith. De su fuerza, de su bondad, de su ternura por esos niños que no son suyos.

Lucas dice:

—No me parece ridículo en absoluto.

—¿A mi edad?

—La edad no es más que un detalle. Sólo cuenta lo esencial. Usted la ama, y ella le ama también.

—Ella espera el regreso de su marido.

—Muchas mujeres esperan o lloran a sus maridos desaparecidos o muertos. Pero usted acaba de decirlo: «El dolor disminuye, los recuerdos se difuminan».

El insomne levanta los ojos hacia Lucas:

—Disminuyen, se difuminan, eso he dicho, sí, pero no desaparecen.

La misma mañana, Lucas elige unos libros infantiles y los pone dentro de una caja, y le dice a Mathias:

—¿Puedes llevar estos libros al orfanato que se encuentra al lado del parque, en el camino de la casa de la abuela? Es una casa grande con un balcón, y delante hay una fuente.

El niño dice:

—Ya sé muy bien dónde es.

—La directora se llama Judith, ve y dale estos libros de mi parte.

El niño se va con los libros y vuelve enseguida. Lucas pregunta:

—¿Qué te han parecido Judith y los niños?

—No he visto ni a Judith ni a los niños. He dejado los libros delante de la puerta.

—¿No has entrado?

—No. ¿Para qué iba a entrar? ¿Para que se quedasen conmigo?

—¿Cómo? ¿Pero qué dices? ¡Mathias!

El niño se encierra en su habitación. Lucas se queda en la librería hasta la hora de cerrar, y después prepara la cena y come solo. Toma una ducha y está a punto de vestirse cuando el niño sale de repente de su habitación.

—¿Te vas, Lucas? ¿Adónde vas todas las noches?

—Voy a trabajar, lo sabes muy bien.

El niño se echa en la cama de Lucas.

—Yo te esperaré aquí. Si trabajases en las tabernas, volverías cuando cierran, a medianoche. Pero tú vuelves mucho más tarde.

Lucas se sienta en una silla frente al niño.

—Sí, Mathias, es verdad. Vuelvo más tarde. Tengo algunos amigos y los voy a ver a su casa después de que cierren las tabernas.

—¿Qué amigos?

—Tú no les conoces.

El niño dice:

—Pero todas las noches estoy solo.

—Por la noche tienes que dormir.

—Dormiría si supiera que estás ahí, en tu habitación, a punto de dormir tú también.

Lucas se acuesta junto al niño, lo besa.

—¿Creías de verdad que te enviaba al orfanato para que se quedaran contigo? ¿Cómo has podido pensar eso?

—No lo creía de verdad. Pero cuando he llegado delante de la puerta me ha dado miedo. Nunca se sabe. Yasmine también me había prometido que nunca me dejaría. No me envíes más allí. No me gusta ir en dirección a la casa de la abuela.

Lucas dice:

—Te comprendo.

El niño dice:

—Los huérfanos son niños que no tienen padres. Yo tampoco tengo padres ya.

—Sí. Tienes a tu madre, Yasmine.

—Yasmine se ha ido. ¿Y mi padre? ¿Dónde está?

—Yo soy tu padre.

—¿Pero y el otro? ¿El de verdad?

Lucas se calla un momento antes de responder.

—Murió antes de que tú nacieras, en un accidente, como el mío.

—Los padres mueren siempre en un accidente. ¿Tú también tendrás pronto un accidente?

—No. Yo tengo mucho cuidado.

El niño y Lucas trabajan en la librería. El niño coge los libros que hay en una caja, se los entrega a Lucas, que, de pie en una escalera doble, los ordena en los estantes de la biblioteca. Es una mañana lluviosa de otoño.

Peter entra en la tienda. Lleva un impermeable con capucha, y la lluvia resbala por su rostro y cae al suelo. De debajo del impermeable saca un paquete embalado con tela de saco.

—Toma, Lucas. Te lo devuelvo. No puedo conservar esto. Ya no hay seguridad en mi casa.

Lucas dice:

—Estás muy pálido, Peter. ¿Qué ocurre?

—¿No lees nunca los periódicos? ¿No escuchas nunca la radio?

—No leo nunca los periódicos y sólo escucho discos antiguos.

Peter se vuelve hacia el niño.

—¿Es éste el niño de Yasmine?

—Sí, es Mathias. Dile buenos días a Peter, Mathias. Es un amigo.

El niño se queda callado, mirando a Peter.

Peter dice:

—Mathias me ha dicho buenos días con los ojos.

Lucas dice:

—Ve a darles de comer a los animales, Mathias.

El niño baja los ojos, rebusca en la caja de libros.

—No es hora de darles de comer a los animales.

—Tienes razón. Quédate aquí y avísame si entra un cliente. Subamos, Peter.

Suben a la habitación de Lucas.

Peter dice:

—Ese niño tiene unos ojos maravillosos.

—Sí, son los ojos de Yasmine.

Peter le tiende el paquete a Lucas:

—Faltan unas páginas en tus cuadernos, Lucas.

—Sí, Peter. Ya te lo dije. Corrijo mucho, elimino, suprimo todo aquello que no es indispensable.

—Corriges, eliminas, suprimes... Tu hermano Claus no entenderá nada.

—Claus lo entenderá.

—Yo también lo he entendido.

—¿Y por eso me los devuelves? ¿Por qué crees que lo has entendido todo?

Peter dice:

—Lo que pasa no tiene nada que ver con tus cuadernos, Lucas. Es algo mucho más grave. Se prepara una insurrección en nuestro país. Una contrarrevolución. Empezó con los intelectuales que escribían cosas que no tendrían que haber escrito. Luego siguió con los estudiantes. Los estudiantes siempre están dispuestos a sembrar el desorden. Organizaron una manifestación que degeneró en motín contra las fuerzas del orden. Pero cuando todo se volvió verdaderamente peligroso fue cuando los obreros e incluso un sector de nuestro ejército se unieron a los estudiantes. Ayer por la noche, unos militares repartieron armas a individuos irresponsables. La gente se dispara entre sí en la capital, y el movimiento está a punto de llegar a la provincia y la clase agrícola.

—Eso representa a todos los estamentos de la población.

—Salvo una. Aquella a la que yo pertenezco.

—Sois poco numerosos, en relación a los que están contra vosotros.

—Ciertamente. Pero tenemos armas potentes.

Lucas se calla. Peter abre la puerta.

—Seguramente no volveremos a vernos, Lucas. Separémonos sin rencores.

Lucas pregunta:

—¿Adónde vas?

—Los dirigentes del partido deben ponerse bajo la protección del ejército extranjero.

Lucas se levanta, apoya las dos manos en los hombros de Peter, le mira a los ojos.

—Dime, Peter. ¿No sientes vergüenza?

Peter coge las manos de Lucas y las aprieta contra su rostro. Cierra los ojos y dice, muy bajito:

—Sí, Lucas. Tengo muchísima vergüenza.

Se escapan unas lágrimas de sus ojos cerrados. Lucas dice:

—No. De eso nada. Debes sobreponerte.

Lucas acompaña a Peter a la calle. Sigue con la mirada la silueta negra que se va, con la cabeza gacha, bajo la lluvia, en dirección a la estación.

Cuando Lucas vuelve a la librería, el niño le dice:

—Qué guapo es el señor. ¿Cuándo volverá?

—No lo sé, Mathias. A lo mejor nunca.

Por la noche Lucas va a casa de Clara. Entra en la casa, donde todas las luces están apagadas. La cama de Clara está fría y vacía. Lucas enciende la lámpara de la mesilla. Encima de la almohada hay una nota de Clara:

«Me voy a vengar a Thomas».

Lucas vuelve. Encuentra al niño en su cama. Le dice:

—Ya está bien de meterte todas las noches en mi cama. Ve a tu habitación y duérmete.

Al niño le tiembla la barbilla, se sorbe los mocos.

—He oído decir a Peter que la gente se disparaba en la capital. ¿Tú crees que Yasmine estará en peligro?

—Yasmine no estará en peligro, no te inquietes.

—Tú has dicho que Peter a lo mejor no vuelve nunca. ¿Crees que va a morir?

—No, no lo creo. Pero Clara sí.

—¿Quién es Clara?

—Una amiga. Vete a la cama y duerme, Mathias. Estoy muy cansado.

En la pequeña ciudad no pasa casi nada. Las banderas extranjeras desaparecen de los edificios públicos, las efigies de los dirigentes también. Atraviesa la ciudad un desfile con antiguas banderas del país, cantando el antiguo himno nacional y otras canciones antiguas que recuerdan otra revolución de otro siglo.

Los cafés están llenos. La gente habla, ríe y canta más fuerte que de costumbre.

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