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Authors: Agatha Christie

La puerta del destino (13 page)

—Muchísimas gracias —contestó Tommy—. Empezaré por él.

—¿He de hacer más indagaciones?

—Sí. Llevo aquí, en el bolsillo, una lista. Serán media docena o poco más. Algunas de ellas es posible que se aparten de sus trabajos habituales.

La señorita Collodon respondió, muy segura de sí misma, como siempre:

—He de hacer siempre lo que pueda para que los trabajos que se me confían sean a mi medida. No sé si me explico... Recuerdo que hace ya mucho tiempo, cuando yo me iniciaba en estas tareas, descubrí lo útil que era el centro asesor de Selfridge. Una podía preguntar a aquella gente las cosas más extraordinarias y ellos siempre estaban en condiciones de dar la respuesta adecuada o de citar el lugar en que podía obtenerse la información deseada, rápidamente además. Pero, desde luego, ahora no se dedican a esos trabajos. Ahora, la mayor parte de las encuestas se orientan a averiguar si se tiene tendencia al suicidio por ejemplo, centrándose las preguntas sobre las cuestiones legales, testamentos, derechos, etc. También se toca el

tema de los empleos en el extranjero y los problemas de la inmigración. ¡Oh, sí! Yo abarco un campo sumamente dilatado.

—Estoy convencido de ello —dijo Tommy.

—Asimismo, me interesa la ayuda a los alcohólicos. Hay un puñado de sociedades especializadas en eso. Unas son más eficientes que otras. Dispongo de una lista muy completa y fiel.

—Recordaré sus palabras si algún día me inclino por ahí. Todo depende de lo lejos que llegue hoy.

—Señor Beresford: si quiere que le sea franca le diré que no aprecio complicaciones de carácter alcohólico en usted.

—¿No tengo la nariz roja? —inquirió Tommy.

—Con las mujeres, la cosa es más ardua —afirmó la señorita Collodon—. Es más difícil suprimir el vicio en ellas. Los hombres recaen a veces, pero resultan menos espectaculares. Hay mujeres de aspecto normal, que consumen a diario grandes cantidades de limonada y luego, una noche, en el curso de una reunión de amigos... Bueno, todo suele empezar de nuevo... La señorita Collodon consultó su reloj de pulsera. Tengo otra cita —advirtió—. He de trasladarme a la calle Upper Crosvenor.

—Muchísimas gracias por su valiosa colaboración —dijo Tommy.

Abrió la puerta cortésmente, ayudando a la señorita Collodon a ponerse el abrigo. Después, regresó a la estancia, diciendo:

—Tengo que acordarme de decirle a Tuppence esta noche que hasta ahora nuestras investigaciones han servido para meter en la cabeza de un agente, la idea de que mi esposa bebe y de que nuestro matrimonio va a la deriva a causa del alcohol. ¡Santo Dios! ¿Qué vendrá más tarde?

Lo que vino a continuación fue una cita en un restaurante barato que quedaba en las inmediaciones de Tottenham Court Road.

—¡Cómo iba a figurármelo! —exclamó un hombre de edad, abandonando el asiento en que había estado esperando—. ¡El pelirrojo Tom! No te hubiera conocido en otro lugar.

—Es posible —replicó Tom—. Sobre todo si tienes en cuenta que en mi cabeza quedan pocos cabellos rojos y no muchos, ¡ay!, grises.

—Más o menos, todos vamos así. ¿De salud qué tal?

—Como antes, con sus quiebros. Va descomponiéndose paulatinamente.

—¿Cuánto tiempo llevábamos sin vernos? ¿Dos años? ¿Ocho años? ¿Once años?

—No exageres —contestó Tommy—. ¿No te acuerdas de que el otoño pasado estuvimos cenando en el Maltese Cats?

—Es verdad. Lástima que quebrase el establecimiento. Siempre pensé que acabaría así. Una buena instalación, pero la cocina era pésima. Bueno, ¿qué estás haciendo ahora, querido? ¿Todavía sigues en el espionaje?

—No. Yo no tengo nada que ver ya con el espionaje.

—¡Válgame Dios! ¡Qué manera de malgastar el talento!

—¿Y tú a qué te dedicas? Tengo ya muchos años para servir a mi país en ese campo.

—¿No hay ninguna actividad de esa clase en tu agenda?

—Trabajo no falta. Pero no es para mí. Ahora, probablemente, nuestros superiores se valen de los jóvenes que salen de las universidades y necesitan un empleo con urgencia. ¿Dónde paras? Este año te envié una tarjeta de felicitación por Navidad. Bueno, lo cierto es que la eché al correo en enero, pero me la devolvieron con el sello de «Desconocido en estas señas».

—Nos hemos ido a vivir al campo. Estamos cerca del mar. En Hollowquay.

—¿Hollowquay? ¿Hollowquay? Este nombre me suena. Tú anduviste haciendo algo por allí en otro tiempo, ¿no?

—No. Me enteré de la existencia de ese lugar poco antes de irme a vivir allí —dijo Tommy—. Leyendas del pasado, de hace sesenta años, por lo menos.

—Fue algo que tuvo que ver con un submarino, ¿eh? Se trataba de los planos de un submarino vendidos a no sé quién. No recuerdo el destinatario de los mismos. Pudieron ser los japoneses, los rusos... La gente siempre veía agentes enemigos rondando por
Regent's Park
. Se dio así con el tercer secretario de una embajada... No me acuerdo bien. En la realidad se localizaban menos bellas espías que en el campo de la ficción.

—Deseaba hacerte unas cuantas preguntas, querido.

—¿Sí? No sé si podré dar satisfacción a tu curiosidad. Últimamente, he llevado una existencia muy rutinaria. Margery... ¿Te acuerdas de Margery?

—Sí, claro que la recuerdo. Estuve a punto de asistir a vuestra boda.

—Me consta. Pero te sería imposible por llevar algún trabajo entre manos. No sé si es que tomaste un tren equivocadamente. Me parece que te subiste a un convoy que se dirigía a Escocia en lugar de a Southall. Es igual. La cosa no acabó bien.

—¿No llegaste a casarte?

—Sí, sí que me casé. Pero por una causa u otra aquello no resultó bien. Nuestro matrimonio duró año y medio. Ella se ha vuelto a casar. Yo no. Pero lo paso estupendamente. Vivo en Little Pollon. Hay un campo de golf en bastante buenas condiciones allí. Vivo con una hermana. Es viuda, tiene algún dinero y congeniamos. Es sorda, así que le cuesta trabajo oír lo que le diga, pero todo se limita a que le grite un poco.

—Dices que habías oído hablar de Hollowquay. ¿Hubo allí realmente algo relacionado con el sector del espionaje?

—Te seré sincero... Han pasado tantos años que no lo recuerdo muy bien. Se produjo una gran conmoción. Se habló de un joven oficial de la marina que estaba por encima de toda sospecha, que era británico en un noventa por ciento, siendo considerado fiel a ultranza... Luego, todo eso resultó no ser verdad. Se hallaba a sueldo... No recuerdo quién le pagaba. Supongo que sería cosa de Alemania. Estoy refiriéndome a una fecha situada antes de la guerra de 1914. Sí, creo que fue por entonces.

—Y en aquel asunto figuró también una mujer, ¿no? —inquirió Tommy.

—Me parece que se habló mucho de una tal Mary Jordan. Te advierto que no tengo mucha seguridad en lo que te estoy diciendo. Los periódicos hablaron de ella. Creo que era su esposa, la esposa del oficial de la marina famoso por su integridad. Su esposa entró en contacto con los rusos... No, no. Estoy refiriéndome a un episodio posterior. Ya sabes, querido: mezcla uno las cosas lamentablemente. Y es que se dan muchas veces las mismas o parecidas circunstancias. La mujer pensaba que él no ganaba bastante dinero, lo cual quiere decir, supongo, que a las manos de ella llegaban pocos billetes... ¿Para qué quieres tú desenterrar esa vieja historia? ¿Qué relación puede tener contigo dados los años transcurridos? Ya sé que en ciertas ocasiones tuviste que ver con alguien que estuvo en el
Lusitania
o que se hundió con el
Lusitania
, o algo así, ¿no? Bueno, no sé si fuiste tú o tu esposa quien se encargó de este asunto...

—Anduvimos mezclados en él los dos —afirmó Tommy—, y han pasado tantos años desde entonces que no recuerdo ahora absolutamente nada sobre el particular.

—En ese caso figuró una mujer, ¿eh? Se llamaba Jane Fish, o algo semejante... ¿Sería Jane Whale?

—Jane Finn —aclaró Tommy.

—¿Dónde para en la actualidad?

—Se casó con un americano.

—Ya. Uno habla con frecuencia de los antiguos amigos y compañeros, preguntándose qué habrá sido de ellos. Cuando nos enteramos de que han muerto nos quedamos muy sorprendidos y si sabernos que continúan con vida la sorpresa experimentada es todavía mayor. Éste es un mundo muy difícil.

Tommy hizo un gesto afirmativo. Sí, efectivamente. Vivían en un mundo terriblemente difícil. Pero, en fin... Allí estaba el camarero. ¿Qué deseaban comer los señores? La conversación, a partir de aquel instante, se orientó hacia el tema de la gastronomía.

Tommy tenía otra cita para la tarde. Esta vez se enfrentó con un hombre de rostro triste y cabellos grisáceos, que se sentaba frente a una mesa de despacho. Evidentemente, a juzgar por su gesto, lamentaba la pérdida de tiempo que para él suponía hablar con Tommy.

—En realidad, no puedo decirle nada. Desde luego, conozco por encima el asunto de que me habla... Circularon muchos rumores por aquel tiempo... La cosa tuvo resonancias políticas... Sin embargo, no poseo una información concreta. Estas historias, ¿comprende usted?, pasan. La gente las olvida en cuanto la prensa echa mano de otro sustancioso escándalo.

El hombre se explayó brevemente aludiendo a otros casos más recientes o conocidos, de los que habían sido protagonistas individuos a salvo de toda sospecha, que se vieran delatados por hechos totalmente imprevisibles. Luego, añadió:

— Tengo algo que quizá pueda serle útil. Aquí tiene unas señas. La cita está concertada ya. Se trata de una persona sumamente agradable. Lo sabe todo. Navega por las alturas. Es padrino de uno de mis hijos. Por esta razón, este hombre es muy atento conmigo, está dispuesto siempre a complacerme. Le pregunté si accedería a recibirle. Le notifiqué que había cosas sobre las cuales a usted le interesaba conocer la opinión de las «altas esferas». Hice un elogio de su persona, agregué unos detalles sobre su vida y me contestó que había oído hablar de usted ya. Sabía de sus andanzas, me informó. Si. Puede ir a verlo. A las tres cuarenta y cinco, creo. Aquí tiene las señas. Es un despacho de la
City
, me parece. ¿Ha hablado alguna vez con él?

—No creo —dijo Tommy, leyendo el nombre y la dirección estampados en la tarjeta—. No.

—Al verlo, se le antojará todo lo contrario de lo que es. Se trata de un hombre grande, fornido, de cabellos rubios.

—¡Oh! Fornido y rubio...

Ésta información no despertó ningún recuerdo en él.

—Él se mueve constantemente dentro de los círculos más elevados —insistió el canoso amigo de Tommy—. Usted vaya a verle. Sea como sea, algo podrá referirle. Buena suerte, amigo.

Tommy fue recibido en la
City
por un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta años de edad, quien le miró con la expresión característica en el individuo dispuesto a hacer lo peor en el plazo de tiempo más breve posible. Tommy notó que sospechaba de él. El hombre que tenía delante admitía la posibilidad, a juzgar por su mirada, de que fuera portador de una bomba, de que intentara llevar a cabo un secuestro revólver en mano y con desprecio absoluto de su vida. El esposo de Tuppence acabó por ponerse nervioso.

—¿Está usted citado con el señor Robinson? ¿A qué hora, me ha dicho? ¡Ah! A las tres cuarenta y cinco minutos —el cancerbero consultó un pequeño libro de notas—. Usted es el señor Thomas Beresford, ¿no?

—Sí.

—Firme aquí, por favor. Tommy obedeció.

—Johnson.

Un joven de unos veintitrés años, de aire inquieto, apareció procedente del otro lado de una mampara de cristal.

—Diga, señor.

—Acompañe al señor Beresford al cuarto piso. Va a ver al señor Robinson.

—Sí, señor.

Tommy y el joven se encaminaron a la cabina del ascensor, automático. Las puertas del mismo se abrieron lentamente. Luego, cuando Tommy hubo entrado, se cerraron con la misma parsimonia, a unos centímetros de la espalda de aquél.

—Hace un poco de frío esta tarde —dijo Johnson, queriendo mostrarse cordial con el hombre a quien se permitía ver al que estaba más alto entre los altos.

—Sí —confirmó Tommy—. Por las tardes refresca siempre bastante.

—Hay quien dice que eso es efecto de la polución atmosférica. Otros aseguran que es debido al gas natural que se extrae del mar del Norte —manifestó Johnson.

—No conocía esa versión —afirmó Tommy.

—A mí me parece muy improbable.

Llegaron por fin al cuarto piso. Johnson echó a andar delante de Tommy, que ahora de nuevo, por unos centímetros también, se escapó de las puertas automáticas de la cabina. Deslizáronse por un pasillo, deteniéndose ante una puerta. Johnson llamó y desde dentro una voz le ordenó que entrara. El joven sostuvo la puerta abierta, invitando con un movimiento de cabeza a Tommy a cruzar el umbral, al tiempo que decía:

—El señor Beresford está aquí, señor. Está citado con usted.

A continuación, cerró la puerta a espaldas de Tommy. Éste avanzó. El

mueble que más se destacaba en aquella habitación era la enorme mesa. Detrás de ella vio un hombre de gran talla y peso. Tommy se había preparado ya mentalmente para enfrentarse con una persona como aquélla. ¿Cuál sería la nacionalidad del señor Robinson? Tommy no tenía la menor idea acerca de tal punto. Cualquiera era posible. El esposo de Tuppence tenía la impresión de que se hallaba ante un extranjero. ¿Un alemán, quizás? ¿Un austríaco? Tal vez fuera japonés. Y, decididamente, también podía ser inglés.

—Señor Beresford...

El señor Robinson se puso en pie, alargando la mano a su visitante.

—Siento robarle unos minutos de su tiempo —le dijo Tommy.

Tenía la impresión de haber visto antes al señor Robinson. Cabía la posibilidad, asimismo, de que se lo hubieran señalado de lejos... Evidentemente, el señor Robinson era un personaje muy importante. Todo en él daba a entender esto.

—Creo que usted deseaba preguntarme algo. Su amigo (no recuerdo el nombre) me anticipó un breve informe.

—No creo que... Quiero decir que es algo por lo cual quizá no debiera molestarle. Me parece que no es nada de importancia. Sólo es... es...

—¿Sólo es una idea?

—En parte, una idea de mi esposa.

—He oído hablar de su esposa. Y de usted también. Veamos... La última vez fue M o N, ¿no? ¿O era N o M? MN. Ya me acuerdo. Recuerdo los hechos con sus detalles. Ustedes le arrancaron la careta a aquel comandante, , verdad? Aquel a quien todos consideraban un oficial de la Armada inglesa cuando en realidad era un destacado huno. Yo todavía les llamo hunos a los alemanes. Ocasionalmente, ¿sabe? Desde luego ya sé que vivimos en otros tiempos, que ahora pertenecemos al Mercado Común. Somos alumnos del mismo colegio todos, podría decirse. Realizaron entonces un buen trabajo. Muy bueno. Una labor muy encomiable la de su esposa. De veras. Todos aquellos libros infantiles... Me acuerdo muy bien, sí.
Goosey, Goosey Gander.
.. ¿No fue éste el que dio al traste con toda la comedia?

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