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Authors: David Lozano Garbala

La puerta oscura. Requiem (2 page)

—Pues si no hay otra forma de salvarle, entonces tampoco hay más opción que creerle —concluyó el joven médium con indiscutible lucidez, un argumento que incluso a Mathieu le pareció razonable.

Los demás habían asentido, haciendo gala de una unidad sin fisuras. Estaban con Jules, y aquel apoyo incondicional se mantendría mientras hubiese una remota esperanza. E incluso aunque no fuera así.

—Pero si lo que Jules necesita es una transfusión de sangre de Viajero —Pascal expresaba sus dudas—, ¿por qué no sirvo yo como donante?

—Ojalá fuera viable esa alternativa. Pero tu sangre no es compatible —explicó Marcel—. Se requiere consaguinidad. Jules precisa la sangre de un familiar.

La figura casi legendaria de la bisabuela Lena, envuelta en su enigmática desaparición cien años antes, se convertía así en la única posibilidad.

Pascal pensó que cada uno de los viajes que había efectuado a través de la Puerta Oscura en los últimos meses se había traducido siempre en una contrarreloj. Empezaba a estar agotado de semejante ritmo. Y del rastro de cadáveres que aquel umbral sagrado parecía exigir como tributo a cada movimiento suyo.

—¿De verdad creéis que la bisabuela de Jules fue la Viajera del siglo veinte? —cuestionó Mathieu en aquel momento, recuperando su incredulidad—. Porque si Pascal va a jugarse la vida en un nuevo viaje, y al final resulta que nos equivocamos…

Al chico le daba miedo que esa asombrosa iniciativa constituyese tan solo una idea absurda nacida de la desesperación del gótico, y se mostraba reacio a exponer a Pascal al peligro más de lo imprescindible. A Edouard, sin embargo, a pesar de que la figura del Viajero continuaba siendo para él casi tan sagrada como la misma Puerta Oscura —cuya solemne presencia intuía unos metros más abajo de aquel vestíbulo, en el sótano—, no se le antojaba una iniciativa tan precipitada.

—No podemos albergar una seguridad al cien por cien —reconoció la pitonisa—. Pero toda la información que Jules ha compartido con nosotros inclina la balanza a favor de esa teoría.

—Por lo que contó —inició Pascal—, Lena Lambert se encerraba en el desván cada vez que discutía con su marido, el bisabuelo de Jules. Y la misma tarde de su desaparición, precisamente la del treinta y uno de octubre de mil novecientos ocho, habían tenido una muy gorda. De hecho, él se terminó acostando sin que ella regresase al dormitorio. A la mañana siguiente, cuando el hombre despertó y se dio cuenta de que su esposa continuaba sin salir del desván, subió a buscarla.

—Pero no logró encontrarla —recordó Marcel el desenlace—. Nunca más.

—Eso es —convino el Viajero—. Ella pudo estar inclinada sobre el baúl abierto en el momento exacto de la medianoche, y…

Medianoche del treinta y uno de octubre. Halloween.

—La idea no es descabellada —admitió la vieja Daphne—. Tiene sentido.

—La versión oficial que dio la familia fue que, alentada por aquella última disputa, la mujer se había fugado con un antiguo novio que también abandonó la ciudad por esas fechas —completó Pascal—, una teoría poco sólida que se ha mantenido hasta hoy ante la ausencia de otra explicación.

—De acuerdo con lo que nos ha dicho Jules, ella era una mujer de cierta edad y con pocos estudios —opinó Michelle, concentrada en sus deducciones—. Nunca habría logrado desaparecer por voluntad propia sin dejar rastro, ni siquiera se habría atrevido a improvisar algo así con o sin antiguo novio. Es absurdo. Por eso está convencido de que su bisabuela no llegó a salir de la casa, lo que cuadra con la hipótesis de que fuera absorbida por la Puerta Oscura. Incluso dejó su documentación, su dinero, su ropa. No se pudo ir… físicamente.

—Pero —repuso Mathieu, dando vueltas al asunto— ¿qué tiene que ver que se convirtiera en Viajera con su desaparición? Pascal no ha interrumpido su vida entre nosotros, y es el actual Viajero.

—Mathieu —señaló Daphne—, recuerda que el Viajero dispone de un tiempo límite en cada incursión para permanecer en la Tierra de la Espera. Si lo sobrepasa, el umbral se cierra para él y jamás puede regresar al mundo de los vivos.

El chico asintió, recuperando de su memoria aquella información.

—Condenado a permanecer allí para siempre —observó pensativo.

—Supongo que se queda vagando por esa dimensión durante plazos muy superiores a los nuestros —elucubró la pitonisa—, pues el tiempo transcurre en esa región a otro ritmo. Allí, además, un cuerpo vivo no se estropea con la misma rapidez que aquí…

—Por lo que Lena aún podría estar viva —planteó Marcel con cautela—. Siempre y cuando durante estos años no haya caído en manos del Mal, claro.

En efecto, aquella era una inquietante posibilidad, que tomaba cuerpo si estaban dispuestos a aceptar que Lena Lambert hubiera adoptado el rango de Viajera e infringido sus límites. Incluso en el mejor de los casos, por tanto, la idea de Jules no ofrecía tampoco garantías.

—Así que… —los animó a concluir Edouard.

—Así que Lena Lambert sí podría compartir con Jules su sangre especial y salvarle antes de que se complete su transformación vampírica —Daphne hablaba, impresionada ante ese enfoque tan intrépido—. Jules nos está pidiendo que la busquemos… en el mundo de los muertos.

En la voz de la vidente no se intuía ninguna recriminación sino, todo lo contrario, una inflexión admirativa.

* * *

Jules duerme. Estirado sobre la cama boca arriba, con los ojos cerrados y las manos de tonalidad exangüe entrecruzadas sobre la cintura, ha adoptado sin percatarse la pose de un cadáver que ya descansa en su ataúd.

Jules duerme, o al menos lo parece, porque su respiración se ha vuelto casi inaudible y su cuerpo flaco no experimenta el más mínimo movimiento. Su extrema palidez bajo el pelo rubio acentúa aún más la impresión de que está muerto.

Hasta que sus ojos se abren de forma súbita, revelando una mirada que apenas tiene rasgos humanos: amarillenta, de pupilas rasgadas, enfermiza.

Una mirada turbia.

El cuerpo de Jules comienza entonces a sufrir unas leves convulsiones, se arquea sobre el lecho. El chico alza la cabeza estirando al máximo el cuello. La cicatriz sobre su yugular se ha inflamado hasta ofrecer una coloración virulenta.

Jules gime, se retuerce con una lentitud siniestra. El pulso tembloroso de una de sus manos le advierte de que, por primera vez en muchas noches, su conciencia humana ha surgido también en medio del letargo.

Está despierto.

Tal vez habría sido mejor no asistir a aquella escena que van descubriendo sus ojos demasiado abiertos, alcanza a pensar.

El muchacho husmea ahora como un animal, comprueba su extraordinaria capacidad auditiva identificando sonidos distantes. No controla esas capacidades. Su semblante ha perdido el color mientras la mente todavía humana va sucumbiendo a un instinto imparable, a la devastadora apetencia de la sangre.

Se relame sin poder evitarlo. Y entonces los descubre.

El espanto se desliza como un escalofrío por el cuerpo infecto de Jules, los dedos crispados de las manos se lanzan sobre su cara y tantean hasta encontrarse con la boca abierta en una macabra sonrisa. Jules reúne todo el valor que logra hallar en su interior. Necesita confirmar su sobrecogedora impresión.

Las yemas de sus dedos, temerosas, se encuentran enseguida con dos perfiles curvilíneos que sobresalen de entre sus dientes, y los recorren materializando la sospecha: Jules ya cuenta con dos afilados colmillos.

El proceso maléfico sigue su curso inexorable. Mientras, la conciencia del joven gótico se resiste a claudicar, a rendirse frente a aquel lado oscuro que se va haciendo fuerte en sus entrañas, corrompiendo su naturaleza humana de forma irreversible.

Jules se niega a reconocerse en las monstruosas facciones que deforman su rostro juvenil. La infección vampírica va destruyendo paulatinamente su verdadero yo, que él se obstina en proteger.

Mientras llora, se empeña en no renunciar a esa identidad del chico que fue antes de sufrir la mordedura fatal.

* * *

—¿Qué sabemos de esa mujer? —acababa de preguntar Edouard, imaginando la inmensidad absoluta del Más Allá—. Sin alguna pista que pueda orientar al Viajero, será imposible que encuentre a Lena Lambert.

Michelle se inclinó desde su asiento y atrapó con sus manos una mochila que descansaba en el suelo.

—Jules me ha dado esta mañana todo el material que su familia conserva de ella —abrió la bolsa y empezó a sacar objetos, que iba depositando sobre la mesa alrededor de la cual se hallaban todos sentados, excepto Marcel, todavía de pie. Amarillentas cartas, documentos desgastados, un libro de familia, algún carné, un pequeño óleo, un par de portarretratos, viejas fotografías en blanco y negro…

Los demás se apresuraron a rebuscar entre aquellos vestigios del pasado. Se trataba de encontrar algo que les permitiera deducir los pasos que había seguido la mujer desaparecida, algún indicio del que Pascal pudiera servirse en su próximo viaje.

Daphne, sin embargo, contemplaba con escepticismo aquel cúmulo de recuerdos.

—No servirá de nada —conjeturó—. Lo que tenéis en las manos pertenece al pasado de Lena, a su vida anterior a la apertura de la Puerta.

Marcel alzó su rostro.

—Nunca se sabe, Daphne —repuso—. Llevo mucho tiempo trabajando para la policía y he aprendido a no menospreciar jamás los detalles más insignificantes. Cualquier dato puede actuar de detonante para conclusiones útiles.

Mientras hablaban, no se habían percatado del gesto intrigado que Mathieu adoptaba conforme aproximaba a sus ojos el óleo, un retrato enmarcado en madera.

—No es la primera vez que veo la imagen de esta mujer —afirmó enigmático.

Los demás observaron al muchacho, aguardando una explicación.

—Seguro —insistió, sin despegar sus pupilas del cuadro—. Yo he visto antes a esta mujer.

—Eso es imposible —opinó Michelle—. Estos objetos no han salido nunca de la familia de Jules.

—¿Tal vez los tenían expuestos en su casa? —aventuró Pascal—. A lo mejor sí los hemos visto en alguna ocasión, quizá en su fiesta de Halloween.

Michelle negó con la cabeza.

—No. Según me ha dicho Jules, se ha pasado varias horas rebuscando en el desván para reunir todo lo que me ha entregado. Mathieu, es materialmente imposible que hayas visto antes ese cuadro.

El aludido no estaba dispuesto a ceder.

—Tengo muy buena memoria. Y cada detalle de esta pintura, ese gesto, los adornos… todo me resulta conocido.

Movido por la curiosidad, el resto de los presentes se levantó y acabó acercándose hasta el asiento de Mathieu para mirar el cuadro que sujetaba entre las manos, de bastante calidad. En él, en trazos minuciosos de gran realismo, aparecía una mujer de mediana edad, con el pelo rubio recogido y los ojos azules. De facciones suaves y mirada ausente, ofrecía sin embargo un semblante serio, casi solemne, y en su piel se distinguían unas arrugas prematuras que hablaban de una vida difícil. Sobre su cuello, muy delgado, colgaba un modesto collar de plata, a juego con sus pendientes, pequeñas piezas brillantes en forma de gota.

Los ojos grises de Pascal dejaron de observar la pintura y se volvieron hacia Mathieu.

—Pues a mí no me suena de nada esta señora —reconoció—. ¿Tan seguro estás de que la conoces?

—Por completo —Mathieu no había titubeado; entonces pareció caer en la cuenta de algo, y alzó la mirada hacia el forense—. ¿Tenemos todavía el ordenador de Dominique?

Marcel asintió sin hacer preguntas y, a continuación, se dirigió hacia un armario próximo, de donde lo extrajo.

—Pensaba dártelo esta noche —le dijo a Michelle mientras se lo tendía al chico— para que mañana en el funeral se lo devolvieras a sus padres.

Michelle asintió, al tiempo que Mathieu encendía el ordenador y aguardaba. Edouard, Daphne y Pascal, intrigados ante la extraña familiaridad que el chico experimentaba hacia el reí rato, no reanudaron su registro de las viejas pertenencias que seguían desperdigadas por la mesa. Esperaron de pie junto a Mathieu durante los minutos en los que este se dedicó a navegar por Internet.

El muchacho, mientras tecleaba, dirigió algunas miradas cómplices al médium, que, a su lado, le manifestaba con un gesto su confianza en aquella iniciativa.

—Pero ¿qué buscas en concreto? —Michelle no había podido reprimir su curiosidad.

—No lo sé —Mathieu se rascó la cabeza—. Aún. De momento estoy poniendo en Google parámetros como «retratos femeninos» y cosas parecidas.

—¿Y eso te va a servir de algo?

—Seguro que acabo viendo algún detalle que me recuerda dónde he podido ver este cuadro.

Durante los siguientes minutos, reinó un silencio solo interrumpido por los ruidos que provocaban los presentes al coger o dejar objetos sobre la mesa —habían reanudado la inspección—, una calma que presagiaba lo previsible: nadie iba a sacar nada en limpio de aquella labor.

—La mayoría de estas cosas deberían estar en un museo —observó Pascal, depositando un portarretratos sobre el mueble.

Esas palabras provocaron un efecto inesperado en Mathieu, que detuvo sus dedos sobre el teclado del ordenador al escucharlas.

—Eso es… —susurró, con un extraño brillo en los ojos—. Un museo…

Michelle frunció el ceño.

—¿Has visto a esa mujer en un museo? No puede ser…

Por el contrario, aquel interrogante atrajo poderosamente la atención de Daphne, que abandonó de inmediato su análisis de una carta para levantarse de su asiento y aproximarse hasta el chico que navegaba por la red, ahora con energía renovada.

Pascal, atento, se inquietó ante esta última reacción de la vidente.

—¿Me estoy perdiendo algo?

—Sí —la voz de Mathieu, triunfante, se alzó sobre el portátil poco después—. Acabo de descubrir por qué me sonaba la imagen de la bisabuela de Jules. Yo tenía razón, la había visto antes.

Todos detuvieron su tarea ante aquella afirmación tan rotunda y aguardaron una aclaración. Mathieu, por su parte, se limitó a girar el ordenador hasta que el contenido de su pantalla quedó a la vista de los demás.

En efecto, cada uno de ellos pudo comprobar que la imagen que copaba el escritorio era sorprendentemente similar a la del retrato al óleo que Jules les había facilitado. Incluyendo el collar y los pendientes.

Alucinante. Se trataba de la misma persona, no había duda. Nadie podía negar la evidencia.

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