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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (44 page)

Se dirigió a la vivienda del viejo sacerdote, le despertó y le exigió que deshiciera todos los encantamientos que había aplicado por encargo suyo. Aturdido, el anciano trató de calmarla; pero el tacto de él la desquició en mayor medida. La locura le aportaba una fuerza sobrehumana. Como poseída por un demonio, empezó a saquear la choza en busca de algo que pudiera aliviarle el dolor. Arrojó al suelo los frascos y pociones del sacerdote, esparciendo por doquier raíces secas y semillas. Cuando él se inclinó para recogerlas, ella agarró el cuchillo de pelar y le seccionó el cuello de lado a lado. Akane estaba convencida de que mataba a Masahiro mientras éste la violaba, y que sólo la sangre de su enemigo conseguiría humedecer sus labios deshidratados. "Que muera de esta manera y que así vuelva a morir todas las vidas que le queden —le maldijo—. Que nunca encuentre la paz o la salvación, que sus hijos le odien y persigan su muerte".

Entonces, colocó los labios en la nueva boca, recién seccionada, y sorbió la sangre.

Tras recoger la caja del amuleto con que había retenido a Shigeru y que había provocado que su esposa se volviera en contra de él, Akane se dirigió al santuario para suplicar perdón y rezar para que todos ellos fueran liberados. Lloró por su amor difunto, y las lágrimas trajeron consigo la claridad. "No tenía intención de amarte —le dijo—; pero te amé, desesperadamente. Ahora que te has ido, no viviré sin ti. Te pido perdón por lo que tuve que ver en tu muerte". La sal de las lágrimas se le mezclaba en la boca con el sabor de la sangre.

Aferrada a la caja como si fuera una niña escaló hasta el borde del cráter, que despedía olor a azufre, y se arrojó al vacío.

33

Kenji acompañó a Shigeru a la orilla sur del río. Llegaron de noche, con la marea menguante, cuando el aire olía a barro y a sal. La luna de tres días estaba suspendida a corta distancia por encima del mar. A Shigeru le costaba trabajo despedirse; le hubiera gustado seguir más tiempo junto a su acompañante. Sentía que, en efecto, existía un vínculo inexplicable entre ambos, y sospechaba que necesitaría ayuda en los meses por venir, la clase de ayuda que sólo la Tribu podía suministrar, sobre todo, información.

—¿Dónde irás? Podrías alojarte en casa de mi madre.

—Es mejor que nuestra amistad permanezca oculta por el momento —respondió Kenji—. Hay lugares en Hagi donde puedo hospedarme.

—¿Dónde podré encontrarte? —preguntó Shigeru.

—Te enviaré a alguien. Recibirás noticias mías a través de tus empleados.

Shigeru pensó inmediatamente en Muto Shizuka y le invadieron las dudas. Aunque recibiera información por parte de Kenji, ¿cómo sabría si era de fiar? ¿Cómo podría él mismo controlar y utilizar a la Tribu cuando no sabía nada acerca de esta organización?

—Bueno, gracias de nuevo; por el sable, y por tu ayuda.

—Señor Otori —Kenji hizo una reverencia formal—. Cuídate —añadió, con un lenguaje más familiar. Luego se dio la Vuelta y se alejó caminando.

Shigeru se quedó mirando a Kenji unos instantes y observó que el cuerpo de éste se desdoblaba. Dos hombres idénticos caminaban lado a lado. Ambos alzaron la mano en señal de despedida. Después se fundieron en uno y Kenji,
El Zorro,
desapareció.

"Está alardeando; pero hay que reconocer que sus dotes son extraordinarias", pensó Shigeru.

* * *

Shigeru acudió en primer lugar a la casa de su madre. Al cruzar el río a la altura de la presa le vino a la memoria, como de costumbre, el día de la batalla de piedras, cuando Takeshi estuvo a punto de morir y Mori Yuta se ahogó. Ahora, el hijo segundo de los Mori también estaba muerto...

No deseaba regresar al castillo como si fuera un fugitivo. Por la mañana, se vestiría con ropas formales y se dirigiría hasta allí cabalgando en calidad de cabeza del clan.

Los perros ladraron con tono triunfal. Al escuchar la voz de Shigeru, los guardias abrieron la cancela; sus rostros, en un primer momento estupefactos, se desfiguraron a causa de la emoción. Dos de ellos, hombres de cabello cano demasiado mayores para combatir en el campo de batalla, se hincaron de rodillas al tiempo que las lágrimas les surcaban las mejillas.

Todos los moradores de la casa se despertaron; se encendieron las lámparas. Chiyo era incapaz de contener el llanto mientras hervía agua y preparaba algo de comida. Ichiro se conmovió hasta el punto de estrechar a su antiguo pupilo entre sus brazos. Shigeru había regresado de entre los muertos, y ninguno de los presentes daba crédito a lo que veía.

De inmediato se enviaron mensajeros al castillo, y la señora Otori llegó a la casa del río de madrugada. Después de tomar un baño, Shigeru había dormido unas cuantas horas, y estaba tomando con Ichiro la primera comida del día cuando se anunció la presencia de su madre.

—Has regresado justo a tiempo —dijo ella—. Se espera la llegada de Kitano de un momento a otro, con las condiciones de Iida. Tus tíos se han instalado como regentes, y puedes estar seguro de que tu vuelta no va a alegrarles tanto como debiera.

—Iré al castillo ahora mismo —decidió Shigeru—. Tienes que acompañarme. —Pasados unos segundos, continuó:— Mi padre murió con valentía, como todos sus guerreros. Nos derrotaron por la traición de Noguchi; pero Kitano tampoco está libre de culpa. Su falta de decisión contribuyó a la derrota.

—Sin embargo, esa circunstancia le convierte en digno de aprobación a ojos de Iida —observó Ichiro.

La emoción no parecía haberle afectado al apetito, reflexionó Shigeru mientras aquél degustaba con avidez arroz y ciruelas saladas. Con todo, sintió un renovado respeto por la sabiduría y el buen juicio de su antiguo preceptor, y recordó su meticulosa atención y su escrupuloso respeto por la verdad. Shigeru sabía que podía confiar en él por completo.

—Tienes que negarte a negociar con un traidor como intermediario —declaró la señora Otori con tono airado—. Debes enfrentarte a tus tíos y asumir el mando del clan inmediatamente.

—Perdonadme por mostrar mi desacuerdo, señora Otori —dijo Ichiro—, pero el señor Shigeru debe estar dispuesto a mostrarse flexible: no son las ramas de sauce las que se quiebran bajo el peso de la nieve. Los Otori han sido derrotados en la batalla; sea de quien fuere la culpa, el resultado no cambia. Las exigencias de Iida van a ser rigurosas, más rigurosas que las peores ventiscas del invierno. Para evitar que nos destruya por completo, hemos de estar dispuestos a doblegarnos.

La señora Otori, agraviada, abrió la boca con objeto de argumentar, pero Shigeru levantó una mano para silenciarla.

—¿Cuáles serán esas exigencias?

—Tenemos que averiguarlo a través de Kitano. Me temo que reclamará Chigawa, con sus minas de plata, y todas las comarcas al este del País Medio; puede que incluso la ciudad de Yamagata.

—Jamás cederemos Yamagata —declaró tajantemente la señora Otori.

—Y, aunque me desagrada tener que decirlo, puede que se solicite tu abdicación, incluso tu propia vida —añadió Ichiro de una manera seca e impersonal, como si estuviera dilucidando una cuestión legal; pero de pronto le sobrevino un ataque de tos y se secó los ojos con la manga de su túnica, ocultando el rostro unos instantes.

La señora Otori no discutió semejante interpretación, sino que permaneció sentada en silencio, con los ojos bajos y el semblante serio.

Shigeru dijo:

—Mi padre me ordenó que únicamente me quitara la vida en caso de que
Jato
se perdiera.
Jato
vino a mí, como por un milagro; por lo tanto, debo obedecer los deseos de mi padre y seguir viviendo para buscar venganza.

—¿El sable llegó hasta ti? —la conmoción impulsó a la señora Otori a tomar la palabra—. ¿Dónde está?

Shigeru indicó el lugar donde el sable se encontraba, a su lado. La empuñadura estaba tapada y la vaina no era la que le correspondía.

—No es
Jato -
-declaró ella.

—No voy a sacarlo para demostrártelo, pero sí que lo es.

Su madre esbozó una sonrisa.

—Entonces, no hay nada que temer. No pueden obligarte a abdicar si empuñas el sable de los Otori.

Ichiro dijo:

—Se comenta que Iida Sadamu mantiene un odio personal hacia ti. Puede que tus tíos se vean tentados a entregarte a él por propia conveniencia. Además, el ejército Otori ha sido aniquilado casi al completo. No estamos en situación de defendernos. Correrás un gran peligro. Debes actuar con mucho cuidado.

—¿Cuento con alguna ventaja? —preguntó Shigeru.

—Eres el heredero legal del clan; el pueblo te quiere y se resistirá a retirarte su apoyo.

—Los Tohan también han sufrido pérdidas cuantiosas —indicó Shigeru—. El mismo Sadamu puede no estar en disposición de atacar el corazón del País Medio, o de poner cerco a Hagi. Y tal vez los Seishuu mantengan los compromisos de alianza y acudan en nuestro apoyo.

"Y quizá la Tribu suponga otro freno a la ambición de Sadamu", reflexionó, si bien se guardó el pensamiento para sí.

—Bueno, la situación parece mejor de lo que pensaba —comentó Ichiro.

Shigeru dio órdenes de organizar la mejor comitiva posible, dadas las circunstancias, para que le acompañase hasta el castillo. A toda prisa, se reclutaron ancianos y jóvenes de entre los guardias que quedaban en la casa. Para sorpresa de Shigeru, Miyoshi Kahei y su hermano menor, Gemba, aparecieron entre ellos; Gemba sólo tenía seis años.

—Me alegro de verte con vida —dijo Shigeru a Kahei.

—Más nos alegramos nosotros de ver al señor Shigeru —respondió el muchacho, cuya apariencia y alegría juveniles habían desaparecido por culpa de lo que había presenciado en la guerra—. La muerte de Kiyoshige fue terrible —añadió en voz baja, con los ojos brillantes a causa de las lágrimas sin derramar—. Tiene que ser vengada.

—Lo será —respondió Shigeru, también en voz baja—. ¿Qué noticias tienes de tu padre?

—Ha sobrevivido, y está en el castillo. Nos envió a mi hermano y a mí para formar parte de tu escolta, como garantía de su apoyo en los meses por venir. Muchos de nuestros hombres murieron, pero tienen hijos, de mi misma edad o la de Gemba; seremos tu futuro ejército.

—Estoy agradecido a él, y a ti también.

—La ciudad de Hagi, el país entero, considera que mientras el señor Shigeru siga vivo, la totalidad del clan vivirá —declaró Kahei.

Shigeru hizo que trajeran una nueva vaina para
Jato,
apartó la piel negra de tiburón de la empuñadura y, con sumo cuidado, limpió y sacó brillo al sable. Se enfundó ropas de ceremonia, de tonos discretos y bordadas con el blasón de los Otori, y se colocó un bonete negro en la cabeza. Chiyo le recortó la barba y le arregló el cabello. Un poco antes del mediodía, partió en dirección al castillo. Montaba a lomos de uno de los caballos de los Mori, de color gris con cola y crines negras, que le recordaba al corcel muerto de Kiyoshige. La señora Otori le acompañó en un palanquín.

La casa de la madre de Shigeru se encontraba algo apartada del centro de la ciudad, rodeada de otras pequeñas propiedades con tapias blancas rematadas con tejas y jardines llenos de árboles. A lo largo de las calles discurrían canales en los que los peces nadaban perezosamente, y en el aire resonaba el chapoteo del agua. En los jardines, las azaleas rojas florecían como llamas y los iris bordeaban las orillas de los canales.

Desde la distancia llegaban otros sonidos, en un primer momento irreconocibles. Luego, paulatinamente, los fueron identificando como redobles de tambores y campanadas de gongs, gritos de la población, cánticos y batir de palmas. Las calles estaban abarrotadas. Los habitantes de la ciudad vestían ropas de brillantes colores y llevaban sombreros de formas extrañas, así como bufandas rojas o amarillas. Bailaban como si estuvieran atacados por la enajenación o poseídos por los espíritus. Cuando divisaron la comitiva de Shigeru, sus cantos y sus movimientos se tornaron más frenéticos. El gentío se fue apartando a medida que la procesión avanzaba. La emoción de la multitud atrapó a Shigeru y le fue consumiendo hasta que ya no se sintió un simple ser humano, un hombre sin más, sino la encarnación de una fuerza ancestral e indestructible.

"No puedo permitir que esto desaparezca —resolvió—. Tengo que vivir. Necesito un descendiente. Si mi mujer no lo consigue, tendré hijos con Akane. Los reconoceré y los adoptaré. Ya nadie puede impedirme que tome mis propias decisiones". Apenas había pensado en su esposa o en su amante en los últimos días; ahora, le embargó la añoranza por Akane. Dirigió la vista a la casa del pinar, esperando a medias divisar a su dueña. Pero la verja estaba cerrada; la vivienda parecía desierta. En cuanto los asuntos se aclararan en el castillo, le enviaría un mensaje. Iría a verla esa misma noche. Y tenía que hablar con Moe lo antes posible para averiguar qué había sido del padre y los hermanos de ella. Shigeru temía que hubieran muerto, ya que los Yanagi habían sufrido el embate del primer asalto de los Tohan mientras eran atacados por el flanco derecho por los Noguchi, sus supuestos aliados.

Endo Chikara y Miyoshi Satoru salieron a recibirle a las puertas del castillo, dándole la bienvenida y expresando sus condolencias por la muerte del señor Shigemori. En contraste con el delirio que reinaba en la ciudad, el estado de ánimo de ambos era sombrío. A ninguno se le escapaba que los Otori se enfrentaban a un absoluto desastre. Cabalgaron juntos a través del puente de madera; al llegar al primer patio, Shigeru desmontó y se encaminó a grandes pasos hacia el interior de la residencia.

Una vez que los tres hubieron entrado, Endo anunció:

—El señor Kitano llegará mañana con las demandas por parte de los Tohan.

—Convoca a los notables y a mis tíos —ordenó Shigeru—. Tenemos que discutir nuestra posición antes de encontrarnos con Kitano. Mi madre estará presente en la reunión. Avísame cuando todos estén preparados. Mientras tanto, tengo que ver a mi esposa.

Endo se dirigió a una de las criadas, quien se alejó por la veranda y al regresar, momentos después, susurró:

—Señor Otori, la señora Otori os espera.

La habitación resultaba sombría tras la intensa luz del sol, por lo que Shigeru no pudo distinguir con claridad la expresión de Moe cuando ésta hizo una reverencia hasta el suelo y luego pronunció palabras de bienvenida; pero la rigidez del cuerpo de la joven y su artificiosa manera de hablar revelaron a Shigeru el sufrimiento de Moe por los difuntos y, según sospechó él, también su decepción porque su propio marido no se encontrara entre ellos. Se arrodilló frente a su esposa, y entonces notó sus ojos enrojecidos y su semblante abotargado.

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