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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (2 page)

Carmiana se arrodilló a mi lado y me acarició la cabeza.
- Lo siento, no quería ser tan dura. No se me había pasado por la cabeza que tú no lo hubieras pensado, pero tu mente ha sufrido un sobresalto tan grande que te has desorientado y has perdido la noción del tiempo. ¡Perdóname!
Unos sollozos se escaparon de mi garganta. ¿Cómo era posible que una nueva vida hubiera surgido de tanta muerte? Me parecía obsceno y antinatural.
Si por lo menos hubiera ocurrido mientras estábamos en Roma, qué distinto habría sido todo. Toda Roma habría comprendido que el hijo era suyo. Ahora ni siquiera él lo podría saber.
La embarcación surcaba los mares dejando a su paso una gran estela blanca. Las grandes velas nos conducían hacia el este, tirando del mástil como si estuvieran impacientes por llegar. La nave, libre de la fuerza de las aguas que besaban las costas de la península Itálica, parecía haber aumentado su capacidad de flotación, como si la inflexible mano de Roma dejara sentir su influencia sobre las aguas que la rodeaban, reteniendo e inmovilizando todo lo que nadaba o navegaba por ellas.
Me pareció que mi espíritu se elevaba como unas burbujas que surgieran de las oscuras profundidades marinas. La superficie de las cosas… eso era lo que yo buscaba, lo que yo necesitaba ahora. Quería estar con personas sinceras y naturales, comer platos sencillos, contemplar las constelaciones del cielo que ya conocía, las viejas estrellas que eran mis amigas y que yo sabía localizar en sus lugares acostumbrados.
Tras su arrebato, Carmiana se había arrepentido y me había mimado más que nunca, aunque yo le había asegurado que no era necesario. No estaba ofendida porque sabía que lo que me había dicho era verdad. Al contrario, lamentaba haber sido un ama tan difícil durante tanto tiempo, tendida en la cama como una medusa abandonada en la playa. Traté de evitarlo a partir de aquel momento, pero tuve que hacer un enorme esfuerzo de voluntad. Aquel embarazo era muy distinto del primero. Recordé lo sana y rebosante de energía que entonces me sentía, corriendo de un lado a otro para presenciar los combates de la Guerra Alejandrina, ofreciendo espacio y refugio a los mandos militares, pasando las noches con César. En medio de todo el tumulto de la guerra, mi estado había pasado casi inadvertido.
Gracias a aquella guerra podía regresar ahora a Alejandría. Me la habían salvaguardado a un precio muy alto, y yo no podía permitir que aquel precio se hubiera pagado en vano.
De pie a mi lado en la cubierta del barco en una noche sin luna, el capitán calculó que llegaríamos al día siguiente. Las olas murmuraban a nuestro alrededor pero no las podíamos ver. Sólo las estrellas iluminaban el cielo. Y no se veía ningún Faro.
- Estamos todavía en alta mar -me dijo el capitán-, y desde lejos el Faro parece una estrella más. Creo que lo podremos vislumbrar al amanecer.
Mucho antes de que amaneciera salí a cubierta para disfrutar de mi primera visión de Alejandría, emergiendo del borroso horizonte gris. De pronto la vi como una blanca y trémula bruma, flotando por encima de la llana tierra. El Faro parecía un templo, y su fuego parpadeaba como una estrella.
¡Mi hogar! ¡Había regresado! ¡Mi ciudad me esperaba!
Un enorme gentío aguardaba en las playas del puerto oriental de palacio; el capitán había izado el estandarte real, y la gente había bajado corriendo a la playa. Tendida en mi lecho durante la larga travesía, me había imaginado tantas veces la ciudad que el verla ahora no me causó el menor sobresalto. Lo que me parecía desconocido era el pueblo, sutilmente distinto del romano, al menos como muchedumbre. ¿Sería por la ausencia de togas, por la viveza de los colores, por la variedad de tonos de piel y de idiomas?
Bajamos por las planchas entre aclamaciones y gritos de bienvenida, menos atronadores que los de la gente durante los Triunfos de César pero no menos entusiastas teniendo en cuenta que la multitud era menor. Las aclamaciones más dulces son las que la gente le dedica a uno, y yo llevaba dos años sin escucharlas.
- ¡Vuelvo a Alejandría con profundo gozo! -grité, levantando los brazos al cielo para dar gracias a Isis por mi feliz regreso-. ¡Y vuelvo también a ti, pueblo mío!
La respuesta fue un emocionado rugido. En Roma casi había olvidado los gritos de mi pueblo. Los que le dedicaban a César eran distintos.
Cuando se abrieron las puertas, me pareció que el recinto del palacio me daba la bienvenida: los blancos y delicados templos y pabellones, los jardines con los grandes canales de agua bordeados de flores tan azules como los zafiros. La hierba estaba muy crecida, pero el verde de los tallos era todavía muy pálido.
¿Cómo era posible que hubiera permanecido ausente tanto tiempo? Aquello era el paraíso.
- ¡Iras! ¡Mardo! ¡Olimpo!
Todos mis queridos ministros me estaban esperando en las gradas del palacio. Uno a uno descendieron, se arrodillaron ante mí y luego se levantaron.
- ¡Al fin! -exclamó Mardo-. No puedes imaginarte cuánto he ansiado tu regreso.
- Lo que quiere decir es que ya está harto de soportar todas las cargas del Gobierno -dijo Olimpo con su acostumbrada mordacidad, que yo tanto apreciaba y tanto había echado de menos-. El peso le ha encorvado tanto la espalda como a cualquier estudioso del Museion.
- En tal caso tendrás que ir al Gymnasion para que te la enderecen -dije yo-. No tengo intención de librarte por entero de esta carga.
Había aprendido la lección observando a César: las tareas de gobierno eran demasiado difíciles como para que pudiera llevarlas a cabo una sola persona. A diferencia de él, yo tenía la suerte de contar con ministros de quienes me podía fiar.
- Majestad -dijo Iras con el rostro iluminado por una radiante sonrisa de felicidad-, han sido dos años muy largos.
Su ceremonioso comportamiento contrastaba fuertemente con la actitud de Carmiana. Pensé que Carmiana siempre estaría más cerca de mí por el hecho de haberme acompañado a Roma. Había compartido conmigo aquel difícil período y ahora sería la única persona que compartiría también los recuerdos.
Detrás de ellos vi un rostro hermoso y moreno. ¡Epafrodito! Me sorprendió verle allí, como si la sede de sus principales actividades fuera aquel lugar y no un almacén de los muelles.
- Bienvenida a casa, Majestad -dijo, adelantándose.
- Me complace mucho verte -contesté.
Y era cierto. ¿En qué momento habría comprendido que los asuntos de palacio no eran una tarea humillante para él?
Lo conocido se esfumó en el interior del palacio, y fue como si lo estuviera viendo todo por primera vez. Los múltiples y pequeños cambios que se introducen en el transcurso de la existencia cotidiana hicieron que todo me resultara extraño. ¿Siempre estaba tan oscuro aquel pasillo? ¿Siempre había antorchas en aquel lugar?
¿Sería aquélla la sensación que experimentaría un muerto si regresara a su casa poco después de morir? Recorriendo aquellos pasillos, me sentía como un fantasma.
«La casa de César, la cámara que había sido mía y nuestra, ¿le habría parecido distinta y desconocida? La mesa no está, la pared oeste se ha vuelto a pintar, el mosaico se ha trasladado de sitio… Cleopatra se ha ido…»
«Basta -me dije-. Basta, basta. No pienses más en aquella estancia.»
Me pasé el resto de la jornada volviendo a familiarizarme con mi propio palacio, contemplando las vistas que se divisaban desde las ventanas superiores que daban al fulgurante puerto, acariciando con las manos las incrustaciones de mármol de las paredes y encerrada en mi gabinete de trabajo en cuyos estantes se amontonaban las cajas de latón en las que se guardaba la correspondencia antigua, las copias de los decretos, los inventarios de los muebles y los resúmenes de las listas de los tributos y censos. Aunque los archivos generales se conservaban en otro lugar, en aquella estancia se guardaba una síntesis de todos los asuntos del Reino.
Mis ministros me habían mantenido lo mejor informada posible de todos los asuntos de Egipto, pero las largas demoras en las comunicaciones me obligarían a pasarme varios días estudiando los resúmenes y poniéndome al día. Me alegré de que las cosechas hubieran sido buenas y de que no hubiera ocurrido ninguna catástrofe en mi ausencia.
A lo mejor, mientras estaba con él, se me había contagiado una parte de la suerte de César.
Había convocado una reunión al anochecer, confiando en que podría resistir hasta aquella hora. Aquel día, que para mí había empezado al rayar el alba para ver aparecer Alejandría en el horizonte, sería extremadamente largo. Un baño y un cambio de ropa me ayudaron a sentirme mejor. Me alegré de volver a usar mi gran bañera de mármol. Mientras flotaba en el agua perfumada, contemplé la del puerto. La bañera estaba colocada detrás de una mampara de marfil, entre el dormitorio y el jardín de la azotea. A pesar de hallarse justo a la orilla del mar, en el palacio se usaba agua de lluvia tanto para los baños como para lavar. Primero se calentaba la bañera y después se enfriaba ligeramente y se le añadían perfumados aceites. Vi el suave brillo del aceite sobre la superficie del agua, formando unos pequeños escarceos iridiscentes que actuaron de bálsamo tranquilizante para mis sentidos. Me parecía absurdo que aquellas comodidades y aquellos inocentes lujos pudieran existir codo con codo con un mundo de violencia y muerte y que pese a ello tuvieran la capacidad de complacernos.
En
el fondo somos unas criaturas conmovedoramente simples.
Me había puesto unas prendas que había dejado en el palacio y de las que apenas me acordaba, razón por la cual ahora me parecían nuevas. Lucía unos pendientes y un collar de oro de estilo griego, aunque conservaba el colgante de plata que César me había regalado. Tendría que volver a hacerme amiga de todos mis restantes collares pues a partir de ahora el colgante les haría compañía.
Nos reunimos en la sala que se utilizaba para las comidas privadas, lo cual me permitiría recostarme sobre unos almohadones. Me recliné antes de que llegaran los demás, cubriéndome los pies con la orla de la túnica. No se serviría comida porque no quería que nadie se fijara en si comía o no comía.
El primero en entrar en la sala fue Mardo, con su cada vez más corpulenta figura envuelta en una túnica con orla dorada. Me saludó sonriendo.
- ¡Una reunión el primer día! -dijo, haciéndome una reverencia-. Traigo todos los documentos…
- No tengo intención de examinar los documentos esta noche -le aseguré-. Son cosas demasiado concretas. Simplemente quería hablar contigo sobre lo que ha ocurrido tanto en Roma como en Egipto desde nuestra última comunicación.
Epafrodito apareció en la puerta tan espléndidamente vestido como yo esperaba. Estaba tan apuesto con sus ropajes de color carmesí como con la túnica de azul intenso que ahora lucía.
Luego llegaron otros: Alieno, comandante de las cuatro legiones que protegían la ciudad (César había añadido otra últimamente); el supervisor de los cobradores de impuestos; el jefe de la aduana; el custodio del Tesoro del Estado; el sumo sacerdote de Serapis; el inspector de los canales y de los riegos y, como es natural, varios escribas.
Uno a uno me fueron saludando oficialmente con las estereotipadas frases de rigor, pero yo adiviné por sus expresiones y por el tono de sus voces que se alegraban sinceramente de mi regreso.
- Tengo la suerte de haber podido regresar sana y salva -dije-. Y también tengo la suerte de que vosotros hayáis cuidado el Reino con tanto esmero en mi ausencia, que lo hayáis protegido y os hayáis encargado de todo. -Los miré fijamente. Ya había llegado la hora de empezar con el acontecimiento cuya importancia superaba la de todos los demás-. ¿Os habéis enterado de… de lo que ha ocurrido en Roma?
- En efecto -contestó Mardo-. Todo el mundo se ha enterado. Ha caído el cedro más alto y el mundo se ha estremecido.
- Yo… yo no estaba allí -dije, procurando que no me temblara la voz-. Pero me informaron de inmediato y fui yo quien lo trasladó a su casa y lo puso en manos de… de su esposa Calpurnia. -Hice una pausa. Todos los ojos estaban clavados en mí. Sería mejor decirlo ahora todo de golpe en lugar de responder a sus preguntas-. Estuve presente en el funeral, cuando fue cremado en el catafalco. La multitud enloquecida se comportó como si quisiera elevar a César a la categoría de dios.
¿Y qué ocurrió después? Recordaba las llamas, los gritos de la muchedumbre, la oscuridad de la noche, y después nada más, hasta que me encontré a bordo del barco. Pero ellos no tenían que saberlo; hubieran dudado de mi fuerza y mi cordura.
- ¿Y qué sabéis de lo que ocurrió después?
- Que Antonio, en su calidad de cónsul, ha ocupado su lugar al frente del Gobierno -contestó Mardo-. Los asesinos no gozan del favor del pueblo en Roma, y no han sabido controlar la situación. Es probable que se vayan muy pronto por su propia segundad.
- ¿Y qué se sabe de Octavio? -pregunté.
Se habría recibido alguna noticia.
- El joven César -pues así desea ser llamado a partir de ahora- abandonó inmediatamente Apolonia para entrar en posesión de su herencia -contestó Mardo-. En estos momentos ya tendría que estar en Roma.
O sea que había decidido adentrarse en aquel nido de confusión y de peligro… Me extrañó. Pensaba que primero habría esperado a ver qué ocurría.
- ¿El joven César?
- Pues sí, ése es ahora su nombre, Cayo Julio César Octavio.
¡Aquel nombre, aquel nombre sólo podía pertenecer a una persona! ¡Aquello era una parodia indigna! Sin darme tiempo a hablar, el general Alieno dijo:
- Las legiones lo han aclamado como César. No todas, por supuesto, pero sí muchas de ellas. El nombre posee una magia especial y los soldados desean el regreso de su antiguo comandante. -Hizo una pausa-. Todos lo deseamos -añadió respetuosamente.
- Será mejor que Antonio llegue a un acuerdo con él -dijo Mardo-. Ambos tendrán que compartir el poder. Pero de momento no sabemos nada más.
Era una noticia inesperada. Los sobresaltos se extendían más allá de los confines de Roma.
- Tenemos que proteger nuestra segundad -dije-. Egipto acababa de ser reconocido como Amigo y Aliado del Pueblo Romano, lo cual significa que se nos había garantizado la independencia y la seguridad. Pero ahora todo el mundo se encuentra en una situación inestable.

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