Read La señora Lirriper Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La señora Lirriper (8 page)

No volvió a verla tras aquella educada despedida, ni tampoco vio a su marido. Fuese por mala suerte o por un propósito hábilmente disimulado, pasó por la casa muchas veces y escribió varias notas solicitando una cita cuando tuviese la certeza de encontrar al conde y a la condesa en casa, y tener ocasión de despedirse antes de partir para Inglaterra. Todo en vano. Sin embargo, no le contó nada a sir Mark de todo eso. Tan sólo se esforzó por llenar el vacío en la vida del anciano. Iba y venía entre sir Mark y sus aparceros, ante quienes aquél se mostraba ahora reacio a presentarse sin su preciosa hija, que tantas veces lo había acompañado en sus paseos y cabalgatas antes de aquel funesto invierno en París. Se sentía agradecido de tener ocasión de devolver a su tío la amabilidad que siempre le había mostrado en su infancia, de serle de ayuda tras aquella pérdida, de expiar en parte su desconsideración al no presentarse en París a toda prisa.

Aun así, después de las emociones del viaje, de haberse relacionado con las personas más cultivadas y de ver las cosas más interesantes de Europa, resultaba un poco aburrido estar encerrado en aquel majestuoso y viejo castillo, con sir Mark como eterno y único compañero. La rectoría estaba cerca y, de vez en cuando, el señor Hawtrey iba a visitar a aquel parroquiano atribulado. Pero sir Mark mantenía al clérigo a distancia: sabía que su hermano en edad y en circunstancias (¿acaso no tenía el señor Hawtrey una hija?) lo compadecía, y era demasiado orgulloso para soportarlo; de hecho, a veces era tan grosero con su viejo vecino que Duke tenía que ir al día siguiente a la rectoría a suavizar la ofensa.

Y así, poco a poco, de manera casi imperceptible, el corazón del joven acabó viéndose arrastrado hacia Bessy. Su madre trató de pescarlo con mucha habilidad, al principio casi sin esperanzas, luego, al recordar que descendía del mismo linaje que Duke, se puso manos a la obra con nuevas mañas y renovado vigor. Sin duda era un juego peligroso para una madre, pues la felicidad de su hija dependía de que todo le saliera bien. ¿Cómo no iba a sentirse atraída la sencilla Bessy por un hombre apuesto y elegante, viajado y cultivado, bueno y amable, a quien veía a diario, y a quien trataba con la amable familiaridad de un hermano, aunque no fuese tal cosa sino un hombre en parte desengañado, como todos sabían? Bessy era una flor entre las doncellas inglesas: buena hasta lo más profundo de su corazón y en sus pensamientos más ocultos, sensata en su vida cotidiana, aunque con la suficiente imaginación para anhelar algo por encima del estrecho rango de conocimientos y experiencias en que habían transcurrido hasta entonces sus días. Añádase a eso su hermosa figura, una tez lozana y luminosa, unos dientes preciosos y la suficiente belleza en los demás rasgos para convertirla en la belleza de una ciudad de provincias, si su destino hubiese sido vivir en un sitio así, y nadie se extrañará de que, cuando llevaba casi un año enamorada de él y adorándolo en secreto, Duke descubriera que de todas las mujeres a las que había conocido —exceptuando tal vez a la perdida Theresa—, Bessy Hawtrey era quien podía hacerlo el más feliz de los hombres.

Sir Mark protestó un poco, pero en aquellos tiempos se quejaba de todo, ¡pobre hombre decepcionado y sin hijos! En cuanto al pastor, se quedó perplejo y casi consternado.

—¿Lo habéis pensado bien, señor Duke? —preguntó el pastor—. Los jóvenes tienden a hacer las cosas con precipitación y luego se arrepienten. Bessy es una buena chica, una buena chica, que Dios la bendiga, pero no ha sido educada como correspondería a vuestra esposa. Aunque puedo decir a su favor que está muy versada en matemáticas. Yo mismo la enseñé, señor Duke.

—¿Puedo ir a preguntárselo yo mismo? Tan sólo quiero su permiso —le urgió Duke.

—¡Sí, id! Pero tal vez debáis preguntar primero a su madre. Le gustará que se lo contéis al mismo tiempo que a mí.

Pero a Duke la madre le traía sin cuidado. Salió corriendo por la puerta abierta de la rectoría, entró en el cómodo salón y llamó a Bessy en voz baja. Cuando ésta apareció, la tomó de la mano y la llevó por el sendero que había en la, parte de atrás del jardín y allí obtuvo el consentimiento de su prometida para entera satisfacción de ambos.

En aquella época, los habitantes de Crowley Castle y los lugareños del vecino pueblo de Crowley apenas tenían noticias de «la condesa», como la llamaban ellos. Cierto que sir Mark recibía cartas suyas, que las leía una y otra vez, y que gemía y suspiraba hasta que volvía a guardarlas cuidadosamente en un cajón. Pero eran como dolorosas flechas para él. Nadie conocía su contenido, y nadie, aunque lo hubiera conocido, habría sospechado menos que él, por mucho que gimiera y suspirara, la total desesperación de quien las escribía. El amor hacía tiempo que había abandonado la casa de aquella pareja; una casa, no un hogar, incluso en sus mejores momentos. El amor había salido por la ventana mucho tiempo antes de que la pobreza llamara a su puerta: sin embargo, ese siniestro visitante, que nunca deja de visitar a un jugador poco respetable, había llegado ya. El conde perdió los últimos rasgos de hombre que jugaba de forma honrada y, a partir de ese momento —y ése era prácticamente el único pecado que apartaba a un hombre de la buena sociedad en aquellos días— tuvo que jugar donde y como podía. El dinero de Theresa desapareció, como había predicho su pobre padre. Poco a poco, y sin su consentimiento, su joyero fue saqueado; manos descuidadas arrancaron los diamantes que adornaban el medallón con el retrato de su madre. Victorine encontró a Theresa llorando sobre los desdichados restos: llorando por fin, sin disimulo, como si fuese a rompérsele el corazón.

—¡Oh, mamá! ¡Mamá, mamá! —sollozaba, sujetando la miniatura rota y estropeada como única explicación a su desconsuelo. Estaba en el suelo, donde se había sentado al descubrir el robo. Victorine se sentó a su lado, apoyó la cabeza contra su pecho y la tranquilizó. No le preguntó quién lo había hecho, no le preguntó nada sabiendo que ella no le respondería, para entonces ya lo sabía todo, sin que ninguna de las dos hubiera pronunciado el nombre del conde. Y, a partir de entonces, lo observó como un tigre que acecha a su presa.

Cuando llegaron de Inglaterra las cartas de sir Mark y de los dos prometidos anunciando la próxima boda de Duke y Bessy, Theresa se las llevó directamente a Victorine. La joven tenía los labios apretados y sus pálidas mejillas parecían aún más pálidas. Espero a que Victorine hablara. La francesa no dijo una sola palabra, pero colocó las cartas una encima de otra, las rasgó en dos pedazos, las tiró al suelo y las pisoteó.

—¡Oh, Victorine! —gritó Theresa, consternada por una pasión que la superaba por completo—. Nunca lo habría imaginado, pero tal vez sea lo mas natural.

—No es natural, ¡es infame! Te amó una vez, y, en lugar de esperar su oportunidad, se casa con esa pobretona de la rectoría. ¡Bah! ¡Por no hablar de la carta de ella! Aunque se nota que sir Mark opina como yo. Lamento haber roto su carta. El sabe muy bien que el señor Duke Brownlow tendría que haber esperado, esperado y esperado. Hay quien esperó catorce años
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, ¿no? El conde no vivirá siempre.

Theresa no reparó en la torva expresión del rostro de Victorine cuando pronunció aquellas palabras.

Pasó otro año lleno de desdichas para Theresa. El mismo espacio de tiempo trajo un aumento de paz y alegría para la pareja inglesa, que se esforzaba humildemente por cumplir con su deber filial para con el infeliz y solitario sir Mark. Tuvieron su recompensa en el nacimiento de una niña. Sin embargo, poco después de aquel nacimiento, ocurrió una gran desgracia: el pastor murió tras una repentina enfermedad. Luego vinieron los trastornos acostumbrados cuando fallece un clérigo: la viuda tendría que abandonar la rectoría, el hogar donde había pasado toda su vida, y buscar un sitio donde pasar el resto de sus días.

Por fortuna para todos, el nuevo pastor era soltero, se trataba nada menos que del tutor que había acompañado a Duke en sus viajes, y aceptó la condición de permitir que la viuda de su predecesor se quedara en la rectoría como ama de llaves. Bessy habría preferido llevarse a su madre al castillo, y esa decisión habría sido infinitamente preferida por la propia señora Hawtrey, que fue, de hecho, quien se lo propuso a su hija. Pero sir Mark se opuso obstinadamente y no escatimó cáusticos comentarios sobre la señora Hawtrey hasta en presencia de su hija. No había perdonado del todo la boda de Duke, aunque personalmente quería mucho a Bessy. Atribuía la boda, tal vez no del todo injustificadamente, a los manejos de la señora Hawtrey para unir a los dos jóvenes, y no se recataba a la hora de expresar su opinión.

¡Pobre Theresa! Cada día lamentaba más amargamente su aciago matrimonio. Una y otra vez, se repetía a sí misma, cuando estaba sola en mitad de la noche: «No lo soporto… No lo soporto». Pero, al llegar la luz del día, su orgullo la ayudaba a guardar para sí sus cuitas. No soportaba que la mirasen con compasión, ni siquiera soportaba la conmiseración de Victorine. Podría haber vuelto a casa como el hijo pródigo si, como imaginaba, Duke y Bessy no estuvieran reinando triunfantes tanto en el corazón de su padre como en la casa. Y, entretanto, su padre casi odiaba las tiernas atenciones que éstos le dispensaban porque no procedían de su Theresa, su única hija, cuya presencia extrañaba y lloraba en silencioso desconsuelo. Y además (por volver a Theresa), su marido tenía arranques de amabilidad con ella. Si había tenido suerte en el juego, si había oído a otros hombres hacer algún comentario admirado, volvía a expresarle su lealtad y a conquistar su torturado corazón por un tiempo… para volver a destrozarlo de nuevo. Un día —tras un breve período de buen humor, caricias y bromas—, Theresa descubrió algo, no sé muy bien qué, en la vida de su marido que la hirió en lo más vivo. Su vivo ingenio y su lengua afilada la llevaron a pronunciar los insultos más ofensivos; al principio, él se limitó a sonreír, como si le divirtiera ver cómo se esforzaba por encontrar en su imaginación epítetos injuriosos, pero por fin ella puso el dedo en alguna llaga; el conde apenas borró la sonrisa burlona de su cara, pero ¡sus ojos destellaron con furia y su mano cerrada descargó un terrible golpe sobre sus blancos hombros!

Theresa se puso en pie y se enfrentó a él, sin derramar una lágrima, mortalmente pálida. Sólo dijo: «¡Y el pobre anciano en casa!», temblorosa y estremecida, pero con los ojos fijos en el rostro cobarde de su marido. Este apartó la mirada, soltó una carcajada para disimular los sentimientos que se ocultaban en su interior y salió de la habitación. Ella repitió: «¡El pobre anciano… el pobre anciano solo y olvidado!», y buscó a tientas una silla.

No llevaría sentada ni un minuto cuando se levantó y llamó al timbre. Responder era obligación de Victorine, pero Theresa casi se sorprendió al verla:

—¡Tú! Yo quería que vinieran los demás… ¡Quiero que vengan todos! ¡Que vean cómo trata el señor a su mujer! ¡Mira! —Apartó el pañuelo de gasa del hombro: la marca estaba allí, roja e inflamada—. Diles que vengan todos… Victorine, Amadée, Jean, Adéle, todos… Su testimonio justificará cualquier cosa que haga. —Luego se puso a llorar y a temblar.

Victorine no dijo nada, pero fue a cierta alacena donde guardaba medicinas y remedios cuyas propiedades sólo ella conocía y mezcló una pócima que le dio a beber a su pupila. Cualquiera que fuese su naturaleza la alivió. Theresa volvió a sentarse, sollozaba de vez en cuando y finalmente se sumió en una especie de letargo. Entonces, Victorine levantó delicadamente el pañuelo y contempló la marca del golpe. No pronunció palabra, pero todo su rostro era una amenaza. Después de mirarla bien, esbozó una sonrisa mortífera. Luego rozó la carne suave y amoratada con los labios, igual que si Theresa fuese la niña que había sido veinte años antes. Por leve que fuese el roce, Theresa se estremeció y dio un respingo medio adormilada.

—¿Han llegado ya —murmuró— Amadée, Jean, Adéle? —Pero, sin esperar respuesta alguna, volvió a quedarse dormida. Victorine volvió sin hacer ruido a la alacena donde guardaba las medicinas y se puso a mezclar algo sin hacer ruido.

Cuando terminó de hacer lo que estuviera haciendo, volvió a la habitación de su pupila y la miró mientras dormía. Luego empezó a ordenar la habitación. Nada de cortinas de seda azul ni de espejos de plata como en la
rue
Louis le Grand. Una cretona descolorida y un servicio viejo y desportillado de porcelana japonesa, eso y los indicios de la presencia del conde: una botella vacía de licor.

Mientras arreglaba la habitación, Victorine no dejaba de decir para sus adentros: «¡Por fin, por fin!». Theresa durmió todo el día y parte de la noche en la silla. Estaba tan inmóvil que Victorine pareció alarmarse. Una o dos veces le tomó el pulso y miró muy seria el rostro surcado de lágrimas. En una ocasión le levantó con cuidado uno de los párpados, acercó una vela encendida y le miró el ojo. Aparentemente satisfecha, salió y pidió que tuviesen preparada una olla de caldo para cuando la pidiera. Una vez más, volvió a sentarse y guardó un profundo silencio, nada se movía á en la habitación cerrada, pero en la calle los carruajes empezaron a rodar, y los lacayos y los que portaban las antorchas empezaron a gritar los nombres y títulos de sus amos para demostrar que su carruaje tenía preferencia en la estrecha calzada. Un carruaje se detuvo delante del edificio donde ellos ocupaban el tercer piso. Luego el timbre del apartamento sonó ruidosamente e incluso con violencia. Victorine salió a ver qué era lo que podía molestar a su niña, como llamaba a Theresa, la señora cuando hablaba con los criados.

Se encontró precisamente con dichos criados que llevaban a su amo, el conde, muerto por una herida de espada recibida en alguna infame pendencia. Victorine lo miró. «Mejor así —murmuró—, mejor así. Pero,
monseigneur
, os llevaréis esto con vos, dondequiera que vaya vuestra pérfida alma». Y le golpeó en el hombro, justo en el lugar donde tenía el moratón Theresa. Fue un golpe muy leve, pero tamaña irreverencia con el muerto despertó la indignación hasta de los endurecidos portadores del cadáver. Poco le importó a Victorine. Le dio la espalda al difunto, volvió a la alacena, sacó la mezcla que había preparado con tanto cuidado, la vertió sobre el suelo de madera y la esparció con el pie.

Una quincena más tarde, después de varias semanas sin recibir noticias de Theresa, se divisó desde las ventanas del castillo un humilde carruaje que avanzaba lentamente por el camino. Nadie le prestó mucha atención. Tal vez fuese algún amigo del ama de llaves; tal vez algún pariente pobre de la señora Duke (pues muchos se habían acordado de pronto de su prima después de la boda). Nadie reparó en el destartalado carruaje hasta que al portero le sobresaltó el tañido de la gran campana y, al abrir de par en par las puertas del vestíbulo, se encontró con la misma
mademoiselle
Victorine de antaño, aunque más delgada y cetrina y vestida de luto. En el carruaje iba Theresa con el luto que guardaban las viudas en aquella época. Miró con nostalgia por la ventana a Joseph, el portero.

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