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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (19 page)

El consumo es pues un poderoso elemento de control social (porque logra atomizar a los individuos consumidores) pero, por eso mismo, implica la necesidad de una
coacción burocrática
cada vez más intensa sobre los procesos de consumo, que consecuentemente será exaltado con energía creciente como el
reinado de la libertad.
Del que nadie podrá salir.

El automóvil y la circulación son el ejemplo clave de estas contradicciones: la promoción sin límites del consumo individual, los llamamientos desesperados a la responsabilidad colectiva y a la moralidad social han llegado a ser obligaciones progresivamente más apremiantes. La paradoja es la siguiente: no se le puede repetir al individuo que «el nivel de consumo es la justa medida del mérito social» y, al mismo tiempo, exigirle otro tipo de responsabilidad social, puesto que, en su esfuerzo de consumo individual, ya asume plenamente esta responsabilidad social. Repitámoslo: el consumo es un
trabajo social
. Al consumidor se le requiere y se le moviliza como
trabajador también
en ese nivel (tal vez tanto como en el nivel de la «producción»). De todas maneras, no haría falta pedirle al «trabajador del consumo» que sacrifique su salario (sus satisfacciones individuales) por el bien de la colectividad. En alguna parte de su subconsciente social, los millones de consumidores tienen una especie de intuición práctica de esa nueva condición de trabajador alienado, por lo tanto, traducen espontáneamente como engaño el llamamiento a la solidaridad pública y su resistencia tenaz en ese plano no refleja otra cosa que una reacción defensiva
política.
El «egoísmo frenético» del consumidor es también la subconsciencia burda de ser —a pesar de todo el énfasis sobre la abundancia y el bienestar— el nuevo explotado de los tiempos modernos. El hecho de que esta resistencia y este «egoísmo» conduzcan a contradicciones insolubles a las que el sistema sólo responde con coacciones reforzadas, no hace más que confirmar que el consumo es un gigantesco campo
político
, que necesita ser analizado junto con el de la producción.

Todo el discurso sobre el consumo apunta a hacer del consumidor el Hombre Universal, la encarnación general, ideal y definitiva de la Especie Humana y a hacer del consumo las primicias de una «liberación humana» que se lograría en lugar de la liberación política y social y a pesar del fracaso de esta última. Pero el consumidor no tiene nada de ser universal, es un ser político y social, una fuerza productiva y, en ese sentido, reactiva problemas
históricos
fundamentales: los problemas de la propiedad de los medios de consumo (y no ya de los medios de producción), el problema de la responsabilidad económica (responsabilidad en cuanto al
contenido
de la producción), etc. Todo esto entraña la posibilidad de crisis profundas y de nuevas contradicciones.

EL
EGO CONSUMANS

Hasta ahora, estas contradicciones no se han manifestado conscientemente en ninguna parte o casi en ninguna parte, salvo algunas huelgas de amas de casa estadounidenses y la destrucción esporádica de bienes de consumo (mayo de 1968, el
No Bra Day
en el que mujeres norteamericanas quemaron públicamente sus sujetadores). Y debemos decir que todo va en contra de tal manifestación. «¿Qué representa el consumidor en el mundo moderno? Nada. ¿Qué podría ser? Todo o casi todo. Porque permanece solo junto a millones de otros solitarios, está a merced de todos los intereses.» (Diario
Le Coopérateur
, 1965.) Hay que admitir que aquí la ideología individualista ejerce una gran influencia (aun cuando, como vimos, las contradicciones están latentes). La explotación que se ejerce a través del
desposeimiento
(de la fuerza de trabajo), por afectar un sector productivo, el del trabajo social, resulta (a partir de cierto umbral) solidaria. Lleva a una conciencia de clase (relativa). La
posesión
de objetos y de bienes de consumo, en cambio, es individualista, antisolídaria, deshistorizante. En cuanto productor, y por la existencia misma de la división del trabajo, el trabajador postula a los demás: la explotación es la de todos. En cuanto consumidor, el hombre se vuelve solitario, o celular, o como mucho
gregario
(la televisión en familia, el público del estadio o del cine, etc.). Las estructuras de consumo son a la vez muy fluidas y cerradas. ¿Podemos acaso imaginar una coalición de automovilistas contra el pago del peaje en las autopistas? ¿Un cuestionamiento colectivo de la televisión? Cada uno de los millones de telespectadores puede oponerse a la publicidad televisada, sin embargo, ésta continuará existiendo. Ello se debe a que el consumo está orquestado antes que nada como discurso a uno mismo y tiende a agotarse, con sus satisfacciones y sus desengaños, en ese intercambio mínimo. El objeto de consumo aisla. La esfera privada carece de una negatividad concreta porque se encierra alrededor de sus objetos que no la tienen. Está estructurada desde el exterior por el sistema de producción cuya estrategia (no ya ideológica, en este nivel, pero siempre política) del deseo inviste esta vez la materialidad de nuestra existencia, su monotonía y sus distracciones. O bien, el objeto de consumo distingue, como vimos, una estratificación de estatus: si no aisla, diferencia,
asigna colectivamente
a los consumidores a un código, sin que ello suscite (sino todo lo contrario) una
solidaridad colectiva.

Por consiguiente, en líneas generales, los consumidores, en su condición de tales, son inconscientes y están desorganizados, una situación semejante a la de los obreros de comienzos del siglo XIX. En este concepto, son el objeto de exaltación, adulación y alabanza de los buenos apóstoles que los denominan «la opinión pública», realidad mística, providencial y
soberana
. Así como la democracia exalta al pueblo, siempre que éste permanezca en su lugar (es decir, no intervenga en la escena política y social), a los consumidores se les reconoce su soberanía (
«Powerful consumer
», según Katona), siempre que no pretendan actuar como tales en el escenario social. El pueblo son los
trabajadores, mientras permanezcan desorganizados
. El público,
la
opinión pública, son los consumidores siempre que se contenten con consumir.

5. LA PERSONALIZACIÓN O LA MÍNIMA DIFERENCIA MARGINAL
TO BE OR NOT TO BE MYSELF

«¡No hay mujer, por
exigente
que sea, que no encuentre en un Mercedes-Benz la satisfacción de sus gustos y
los deseos de su personalidad
! Desde el color del cuero, los accesorios y el color de la carrocería hasta los tapacubos de las ruedas y esos mil y un detalles de estilo que ofrecen los equipamientos
estándares u opcionales
. En cuanto al hombre, si bien piensa sobre todo en las cualidades técnicas y en las prestaciones de su automóvil, cederá de buena gana a los deseos de su mujer, pues se sentirá igualmente orgulloso de escuchar que se le elogia por su buen gusto. Según sus preferencias, usted puede elegir su Mercedes-Benz entre 76 tonalidades diferentes y 697 variaciones de accesorios interiores…»

«
Encontrar
la propia personalidad, saber afirmarla, es descubrir el placer de ser
verdaderamente
uno mismo. A veces no hace falta
gran cosa
. Yo busqué durante mucho tiempo y me di cuenta de que, una
sutil nota clara
en mi cabello, bastaba para crear una armonía perfecta con mi tono de piel, mis ojos. Encontré ese tono preciso de rubio en la gama de champúes colorantes Récital… Con ese rubio de Récital,
tan natural
, no cambié: soy
más que nunca
yo misma.»

Estos dos textos (entre muchos otros) fueron extraídos el primero de
Le Monde
y el segundo de una revista semanal femenina. El prestigio y la posición social que evocan son inconmensurables: entre el suntuoso Mercedes 300 SL y la «sutil nota clara» del champú Récital, queda incluida toda la jerarquía social y seguramente las dos mujeres representadas en los dos textos nunca se conocerán (tal vez en el
Club Mediterranée
, ¿quién sabe?). Toda la sociedad las separa, pero las une la misma obligación de diferenciarse, la obligación de
personalización.

Una es «A», la otra «No A», pero el esquema del valor «personal» es el mismo para ambas y para todos nosotros que nos abrimos camino en la jungla «personalizada» de la mercancía «opcional», buscando desesperadamente el cosmético que revelará la naturalidad de nuestro rostro, el artefacto que ilustrará nuestra idiosincrasia profunda, la diferencia que nos hará ser nosotros mismos.

Todas las contradicciones de este tema, fundamental para el consumo, se hacen evidentes en la acrobacia desesperada del léxico que lo expresa, en el intento perpetuo de síntesis mágica e imposible. Si uno
es
alguien, ¿puede
encontrar
su personalidad? Y, ¿dónde está
uno
, mientras esa personalidad lo esquiva? Si alguien es él mismo, ¿necesita serlo «verdaderamente»? O, si está siendo doblado por un falso «sí mismo», ¿basta con una «sutil nota clara» para restituir la unidad milagrosa del ser? ¿Qué quiere decir ese rubio «tan» natural? ¿Es natural o no lo es? Y, si soy yo mismo, ¿cómo puedo serlo «más que nunca»? Entonces, ¿ayer no lo era completamente? ¿Puedo pues elevarme a la segunda potencia, puedo inscribirme como valor agregado a mí mismo, como una especie de plusvalía en el activo de una empresa? Podemos hallar miles de ejemplos de este ilogismo, de esta contradicción interna que carcome todo lo que hoy tenga que ver con la personalidad. Ahora bien, Riesman dice, «lo más requerido hoy en día no es una máquina, ni una fortuna, ni una obra: es una personalidad». El colmo de esta letanía mágica de la personalidad se alcanza en la siguiente frase: «¡personalice usted mismo su apartamento!».

Esta fórmula «superreflexiva» (personalizarse a uno mismo… ¡en persona!) ofrece la última palabra de la historia. Lo que dice toda esta retórica, que se debate en la imposibilidad de decirlo, es precisamente
que no hay ninguna persona
. La «persona» en valor absoluto, con sus rasgos irreducibles y su peso específico, tal como la ha forjado toda la tradición occidental, como mito organizador del Sujeto, con sus pasiones, su voluntad, su carácter o… su banalidad, esta persona está ausente, muerta, ha sido barrida de nuestro universo funcional. Lo que se pretende «personalizar» es pues esa persona ausente, esa instancia perdida. Ese ser perdido es quien va a reconstituirse
in abstracto
por la fuerza de los signos, en el abanico demultiplicado de las diferencias, en el Mercedes, en la «sutil nota clara», en otros mil signos agregados, constelados para recrear una
individualidad de síntesis
y, en el fondo, para brillar en el anonimato más absoluto, puesto que la diferencia es por definición lo que no tiene nombre.

LA PRODUCCIÓN INDUSTRIAL DE LAS DIFERENCIAS

La publicidad en su conjunto no tiene
sentido
, sólo transmite significaciones. Sus significaciones (y las conductas que buscan inspirar) nunca son
personales
; todas son diferenciales, todas son marginales y combinatorias. Es decir, que corresponden a la
producción industrial de las diferencias
que, creo, sería lo que mejor define el
sistema del consumo.

Las diferencias reales que marcaban a las personas hacían de ellas seres
contradictorios
. Las diferencias «personalizantes» ya no oponen a los individuos entre sí. Todas adquieren una jerarquía en una escala indefinida y convergen en
modelos
, partiendo de los cuales se las produce y reproduce sutilmente. Diferenciarse es también —y precisamente— afiliarse a un modelo, calificarse con referencia a un modelo abstracto, a una figura combinatoria de moda y, por ese medio, despojarse de toda diferencia real, de toda
singularidad
que sólo puede manifestarse en la relación concreta, conflictiva, con los demás y con el mundo. Este es el milagro y lo trágico de la diferenciación. Así es como todo el proceso de consumo está gobernado por la producción de modelos artificialmente demultiplicados (como las marcas de detergentes), sector en el que la tendencia monopolista es idéntica a la de los demás sectores de producción. Hay una
concentración monopolista de la producción de las diferencias.

Fórmula absurda: monopolio y diferencia son lógicamente incompatibles. Si pueden ser conjugados es precisamente porque las diferencias no son tales y porque en lugar de marcar a un ser singularmente, señalan, por el contrario, su obediencia a un código, su integración a una escala móvil de valores.

En la «personalización» hay un efecto semejante al de la «naturalización» que podemos ver aplicada por todas partes cuando se habla del ambiente y que consiste en restituir la naturaleza como signo después de haberla liquidado en la realidad. Así es como se tala un bosque para construir en el lugar un complejo bautizado «Ciudad verde» donde se plantarán algunos árboles que darán la imagen de la naturaleza. Lo «natural» que está presente en toda la publicidad produce un efecto de
make-up
: «¡Ultra Beauty le garantiza un maquillaje aterciopelado, uniforme, duradero, que le dará a su piel ese brillo
natural
soñado!» «Estoy completamente seguro: ¡Mi mujer no se maquilla!» «Ese velo cosmético invisible y presente.» Asimismo, la «funcionalización» de un objeto es una abstracción coherente que se superpone a su función objetiva y, sobre todo, la sustituye (la «funcionalidad» no tiene valor de uso, es un valor/signo).

La personalización responde a la misma lógica: es contemporánea de la naturalización, la funcionalización, la culturalización, etc. El proceso general puede definirse históricamente: es la concentración monopolista industrial que,
aboliendo las diferencias reales
que existen entre los hombres, homogeneizando a las personas y los productos,
inaugura simultáneamente el reinado de la diferenciación
. Lo que sucede es de algún modo semejante a lo que se observa en los movimientos religiosos y sociales: las iglesias y las instituciones se establecen sobre el
reflujo
de su impulso original. En el caso que nos ocupa,
el culto de la diferencia se funda en la pérdida de las diferencias
70
.

Por lo tanto, la producción monopolista moderna nunca es solamente la producción de bienes, siempre es además la producción (monopolista) de relaciones y de diferencias. Una profunda complicidad vincula pues el
megatrust
con el microconsumidor, la estructura monopolista de la producción con la estructura «individualista» del consumo, puesto que la diferencia «consumida» de que se alimenta el individuo también es uno de los sectores claves de la producción generalizada. Al mismo tiempo, bajo el signo del monopolio, hoy se da una homogeneidad muy grande que amalgama los diversos contenidos de la producción/consumo: bienes, productos, servicios, relaciones, diferencias. Todo esto, que antes era distinto, hoy se produce siguiendo una misma modalidad y, por lo tanto, está igualmente destinado a ser consumido.

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