La Soledad de los números primos (14 page)

Alice le tomó delicadamente la barbilla y le volvió la cabeza. Mattia no vio sino un bulto que se le acercaba. Cerró los ojos y en los labios sintió sus labios calientes, y en las mejillas sus lágrimas, que quizá no eran suyas, y en la cabeza sus manos ligeras, sujetándosela y conteniendo los pensamientos, confinándolos en el espacio que ya no existía entre ellos.

24

En el último mes se habían visto a menudo, sin citarse nunca expresamente pero tampoco sin encontrarse por casualidad. Al término de las horas de visita, Alice se daba siempre una vuelta por la unidad de Fabio, donde él se hacía el encontradizo. Daban un paseo por el patio, siempre el mismo recorrido, que habían decidido de manera tácita. Su amor tenía por escenario ese recinto cerrado, región aparte en la que no había necesidad de nombrar aquella cosa misteriosa y limpia que vibraba entre ellos.

Fabio parecía conocer muy bien la dinámica del cortejo, sabía avanzar poco a poco y controlar las palabras, como si siguiera un protocolo. Intuía el profundo sufrimiento de Alice y lo respetaba sin inmiscuirse. Los desórdenes del mundo, del tipo que fueran, no lo afectaban, no tenían cabida en su mente equilibrada y racional, para la cual simplemente no existían. Cuando un obstáculo se interponía en su camino, él lo sorteaba sin variar el paso y seguía como si tal cosa. No dudaba de nada casi nunca.

Sabía cómo alcanzar un objetivo y por eso estaba muy pendiente de Alice, de sus estados de ánimo y su humor, de una manera respetuosa y también un tanto pedante. Cuando la veía callada le preguntaba si le pasaba algo, pero nunca insistía. Mostraba interés por la fotografía y por el estado de su madre, llenaba los silencios con divertidas anécdotas de su trabajo y sus colegas.

Alice se dejaba cautivar por su confianza en sí mismo y poco a poco se abandonaba a ella, como de niña se abandonaba al agua cuando en la piscina hacía el ahogado.

Vivían la lenta e invisible compenetración de sus respectivos universos, eran como dos astros que gravitasen alrededor del mismo eje en órbitas cada vez más próximas y cuyo destino era colisionar en algún punto del espacio y el tiempo.

A la madre de Alice le habían suspendido el tratamiento. Inclinando la cabeza, su padre dio el consentimiento para dejar que por fin se sumiera en un sueño indoloro, bajo la pesada manta de la morfina. Alice esperaba que todo acabara cuanto antes y no se sentía culpable. Su madre ya vivía en ella en forma de recuerdo, como un grano de polen que se hubiera posado en algún rincón de su memoria, donde permanecería el resto de su vida convertida en unas cuantas imágenes sin sonido.

Fabio no había pensado proponérselo y tampoco era una persona impulsiva, pero aquella tarde encontró a Alice distinta, como presa de una ansiedad que manifestaba entrelazando los dedos, moviendo los ojos demasiado, evitando cruzar su mirada; por primera vez obró precipitada, incautamente:

—Este fin de semana mis padres van a la playa.

Alice no pareció oírlo, o al menos no se dio por enterada. Hacía días que no sabía qué pensar: Mattia llevaba sin llamarla desde el día que se doctoró, hacía más de una semana. Pero estaba claro que le tocaba a él.

—Te invito a cenar en casa el sábado, si te parece —prosiguió Fabio. Se sintió menos seguro mientras lo decía, pero al instante recuperó el aplomo. Se metió las manos en los bolsillos de la bata y esperó la respuesta con toda tranquilidad, fuera cual fuese.

Alice esbozó una sonrisa teñida de cierta aflicción y murmuró:

—No sé… Mejor que no.

—Sí, tienes razón —se apresuró a decir Fabio—, no tenía que habértelo propuesto, perdona.

Siguieron paseando en silencio y al llegar de nuevo a la unidad de Fabio éste se dijo: ¿Y ahora qué? Ninguno de los dos se movía. Cambiaron una rápida mirada y bajaron los ojos. Fabio soltó una risita.

—Tú y yo nunca sabemos cómo despedirnos.

—Ya —contestó Alice sonriendo. Se llevó la mano al pelo, se enrolló un mechón al dedo y tiró de él levemente.

Fabio dio un paso decidido hacia ella —la gravilla rechinó bajo su pie—, le dio un beso en la mejilla izquierda, con una autoridad afectuosa, y retrocedió de nuevo.

—Al menos piénsalo —le dijo.

Y le sonrió de oreja a oreja, con labios, ojos y mejillas, dio media vuelta y se dirigió muy erguido hacia la puerta de cristal.

Cuando lo vio franquearla, Alice se dijo: Ahora se gira.

Pero Fabio dobló por el pasillo y desapareció.

25

La carta iba dirigida al doctor Mattia Balossino y era tan fina y ligera que parecía imposible que encerrase todo el futuro de Mattia. Su madre no se la entregó hasta la cena, quizá por la vergüenza de haberla abierto ella, aunque tampoco lo hizo a sabiendas, ni siquiera miró el destinatario: Mattia nunca recibía correo. Le tendió la carta por encima de los platos:

—Ha llegado esto.

Mattia echó una mirada extrañada a su padre, que asintió con la cabeza vagamente, y tomó la carta, no sin antes pasarse la servilleta de papel por el labio superior, que tenía limpio. Junto a las señas se veía una complicada impronta circular azul que no le dijo nada. Abrió el sobre y sacó la hoja que contenía; la desdobló y, aún impresionado de ser él, el doctor Balossino, el destinatario de la misma, empezó a leerla.

Mientras tanto, notó que sus padres hacían más ruido del normal con los cubiertos y su padre carraspeaba varias veces. Cuando acabó, dobló la hoja con los mismos gestos con que la había desdoblado, sólo que en sentido inverso, y en su forma original la introdujo de nuevo en el sobre y la dejó en la silla de Michela.

Tomó de nuevo el tenedor, aunque ver ahora las rodajas de calabacín en su plato le produjo cierto desconcierto, como si las hubieran hecho aparecer por sorpresa.

—Parece una buena oportunidad —dijo Adele.

—Sí.

—¿Piensas aceptar? —Y al decirlo, la madre notó que se le encendían las mejillas. No era por miedo a perderlo, sino todo lo contrario: deseaba fervientemente que su hijo aceptase y desapareciera de aquella casa, de la silla que todas las noches ocupaba frente a ella en la cena, con su cabeza negra gravitando sobre el plato y aquel contagioso halo trágico que lo rodeaba.

—No lo sé —contestó Mattia sin alzar la vista del plato.

—Pues parece una buena oportunidad —insistió su madre.

—Sí.

Siguió un silencio que el padre rompió para perorar sobre lo eficiente que era la gente del norte de Europa y lo limpias que tenían sus ciudades, méritos que él atribuyó al severo clima y la falta de luz natural durante buena parte del año, circunstancias que sin duda reducían las ocasiones de distracción. Cierto que él nunca había estado en ningún país del norte, pero eso se decía.

Cuando, terminada la cena, Mattia empezó a recoger los platos en el mismo orden que todas las noches, su padre le puso la mano en el hombro y le dijo en voz baja que podía irse, que él lo haría. Mattia cogió la carta de la silla y se fue a su cuarto.

Se sentó en la cama, miró y remiró el sobre, lo plegó hacia un lado y hacia otro, haciendo crujir el papel. Examinó luego más atentamente la impronta: inscrita en un círculo que por un error de impresión se veía algo ovalado, representaba un ave rapaz, un águila seguramente, con las alas abiertas y la cabeza ladeada, de modo que el afilado pico se veía de perfil. En otro círculo, más grande y concéntrico al anterior, venía el nombre de la universidad que le ofrecía trabajo. Viendo los caracteres góticos, las muchas
k
y
h
del nombre y las
o
barradas diagonalmente, símbolo que en matemáticas significaba conjunto vacío, se imaginó un edificio alto y oscuro, de pasillos resonantes y altísimos techos, todo rodeado de césped, silencioso y desierto como una catedral del fin del mundo.

En aquel lugar lejano e ignoto estaba su futuro de matemático, había una promesa de salvación, un espacio incontaminado donde todo era aún posible. Mientras que aquí no tenía más que a Alice, y el resto era desolación.

Empezó a faltarle el aire, a sentir que se ahogaba como el día que presentó la tesis; la atmósfera parecía haberse vuelto líquida de pronto. Los días se habían alargado ya bastante y el crepúsculo era azul y extenuante. Hasta que se extinguió la última claridad del día estuvo paseándose mentalmente por aquellos pasillos que aún no conocía y por los que a veces se cruzaba con Alice, que lo miraba sin decirle nada ni sonreírle.

Has de decidirte, pensó. O vas o no vas, 1 o 0, como los códigos binarios.

Pero cuanto más quería simplificar, más se le complicaba todo. Era como un insecto atrapado en una telaraña pegajosa: cuanto más se debate más se enreda.

Llamaron a la puerta. Tuvo la impresión de que los golpes resonaban en un pozo.

—¿Sí?

La puerta se abrió despacio y su padre asomó la cabeza.

—¿Se puede?

—Hum.

—¿Por qué estás a oscuras?

Sin esperar respuesta, Pietro pulsó el interruptor y los cien vatios de la bombilla estallaron en las dilatadas pupilas de Mattia, las cuales se contrajeron produciéndole un agradable dolor.

Su padre se sentó a su lado en la cama. Tenían el mismo modo de cruzar los pies, poniendo el tobillo del izquierdo sobre el talón del derecho, aunque ninguno de los dos lo había notado.

—¿Cómo se llama eso que has estudiado? —le preguntó Pietro.

—¿Qué?

—Lo de tu tesis. Nunca me acuerdo.

—La zeta de Riemann.

—Eso, sí, la zeta de Riemann.

Mattia se rascó con la uña del pulgar debajo de la uña del meñique, pero allí ya tenía la piel tan encallecida que no sintió nada, sólo oyó el rumor de las uñas al frotarse.

—Ya quisiera yo tener esa cabeza que tienes —suspiró Pietro—. Pero a mí las matemáticas no me entraban, no eran lo mío. Para ciertas cosas hay que tener una mente especial.

Mattia pensó que nada bueno había en tener una cabeza como la suya, que con ganas se la habría arrancado y sustituido por otra, incluso por una caja de galletas siempre que estuviera vacía y fuera ligera. Quiso contestar que sentirse especial era una jaula, lo peor que podía pasarle a uno, pero se abstuvo. Recordó el día en que la maestra lo había sacado al medio de la clase y todos lo miraron como a un bicho raro, y se dijo que era como si en todos aquellos años no se hubiera movido de allí.

—¿Has venido porque te lo ha pedido mamá? —preguntó a su padre.

A Pietro se le tensó el cuello. Se chupó los labios, asintió con la cabeza y dijo con cierto embarazo:

—Tu futuro es lo que importa. Es justo que ahora pienses en ti. Si decides aceptar te apoyaremos. Dinero no tenemos mucho, pero sí algo, para cuando lo necesites.

Hubo otro silencio prolongado, durante el cual Mattia pensó en Alice y en el dinero que robaba a Michela.

—Papá…

—¿Sí?

—¿Podrías salir un momento? Tengo que hacer una llamada.

Pietro dio un largo suspiro, no sin alivio.

—Claro.

Se puso en pie, pero antes de irse quiso hacer una caricia a su hijo y alargó la mano, pero cuando ya casi le tocaba la cara, sombreada por una barbita desaliñada, detuvo la mano y la llevó al pelo, que apenas acarició tampoco. De aquellas cosas hacía tiempo que habían perdido la costumbre.

26

El amor que Denis sentía por Mattia se extinguió solo como una vela que arde olvidada en un cuarto oscuro, dejando paso a un hambre insatisfecha. A los diecinueve años, en la última página de un periódico local vio el anuncio de un local gay, lo recortó y se lo guardó en la cartera. Allí lo llevó dos meses, y a veces lo sacaba y releía la dirección, que ya se sabía de memoria.

Los chicos de su edad salían con chicas, practicaban sexo regularmente y no hablaban de otra cosa. Denis veía que la única solución era aquel recorte de periódico, aquella dirección que el sudor de sus dedos había ya medio borrado.

Así que una noche lluviosa, sin proponérselo realmente, fue. Se vistió con lo primero que encontró en el armario y a sus padres, que estaban en el cuarto de al lado, les voceó que se iba al cine.

Pasó primero dos o tres veces por delante del local, dando cada vez la vuelta a la manzana, y al final entró, con las manos en los bolsillos y haciendo al guarda jurado un gesto confidencial. Se sentó a la barra y pidió una clara, que se bebió a sorbos, mirando las botellas alineadas, esperando.

Al poco se le acercó un tío y Denis, sin verle siquiera la cara, decidió que sería ése. El otro empezó a hablarle de sí mismo, o quizá de alguna película que él no había visto, gritándole al oído. Él no lo escuchaba. Al poco lo interrumpió y le dijo que fueran al baño. El desconocido enmudeció y acto seguido sonrió enseñando unos dientes horribles. Denis se dijo que era feo, casi cejijunto y viejo, muy viejo, pero que no importaba.

En el baño, el tío le levantó la camiseta y quiso besarlo, pero él lo rechazó. Se arrodilló y le desabotonó la bragueta. Hostias, qué rápido, dijo el otro, pero no se opuso. Denis cerró los ojos y procuró acabar pronto.

Como con la boca no conseguía nada y se sentía un inútil, usó las manos, las dos a la vez. Mientras el otro se corría él también se corrió, en los calzoncillos. Escapó del baño dejando al desconocido a medio vestir, y nada más salir, como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada, lo asaltó el sentimiento de culpa, el mismo de siempre.

En la calle estuvo media hora buscando una fuente para quitarse el olor.

Volvió otras noches. Siempre hablaba con un tío distinto y siempre inventaba una excusa para no decir su nombre. No volvió a estar con nadie. Coleccionaba historias de otros como él, que solía escuchar en silencio, y descubrió que se parecían: había un camino que recorrer, a lo largo del cual era preciso sumergirse hasta el fondo para luego poder salir a la superficie y tomar aire.

Todos tenían un amor del alma contrariado, como él tenía a Mattia. Todos tuvieron miedo y muchos aún lo tenían, menos cuando estaban allí, entre personas que podían entenderlos, protegidos por el «ambiente», como ellos decían. Conversando con aquellos desconocidos, Denis se sentía menos solo y se preguntaba cuándo llegaría su hora, el día en que tocaría fondo y podría por fin emerger y respirar también él.

Una noche, uno le habló de lo que en aquel mundillo llamaban «los candiles», una callejuela detrás del cementerio sin otra iluminación que la débil y temblorosa luz que arrojaban las lámparas de las lápidas a través de la gran verja. Por allí te paseabas a tientas, era donde mejor podías desahogar el deseo, como quien se libra de una carga, sin ver ni ser visto, dejando el cuerpo a merced de la oscuridad.

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