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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #fantasía

La Venganza Elfa (2 page)

«Ah, hoy tengo la suerte de cara», se regodeó el asesino. Rápidamente y con seguridad, avanzó hacia la pareja con las espadas prestas. Para su sorpresa, el gigantón que acompañaba a la bruja tuvo la suficiente presencia de ánimo para coger un pequeño arco de caza que llevaba a la espalda y disparar una flecha.

El asesino notó primero el contundente impacto y después un dolor lacerante cuando la flecha atravesó su armadura de cuero y se le clavó en un costado, justo debajo del tórax. Bajó la vista y comprobó que una buena parte del astil sobresalía y que el proyectil no le había alcanzado ningún punto vital. Haciendo acopio de toda su austera autodisciplina, hizo caso omiso del dolor y enarboló las espadas. Aún podía matar a la bruja —matarlos a los dos— antes de escapar. Sería un día bien aprovechado.

—¡Por aquí! —resonó muy cerca una vibrante voz de contralto.

El grito de la elfa había alertado a la guardia de palacio. El asesino podía oír los pasos de, al menos, una docena de soldados que se aproximaban. ¡No podían capturarlo e interrogarlo! Él estaba dispuesto a morir por la causa, pero los grises no le concederían la dignidad de la muerte. Usando su maldita magia, la reina gris sondearía su mente para averiguar los nombres de su maestro y de los cantores de hechizos que estaban al acecho en el mismo Siempre Unidos, esperando con proverbial paciencia dorada la señal de ataque.

Tras un breve instante de vacilación, el asesino dio media vuelta y huyó hacia el claro y el portal mágico abierto.

Con respiración entrecortada y mareado por el dolor y la pérdida de sangre, el elfo se lanzó al círculo de humo azul que delimitaba el portal mágico. Unos brazos fuertes aunque delgados lo cogieron y lo ayudaron a posarse en el suelo.

—¡Fenian! ¡¿Qué ha sucedido?!

—El portal conduce a Siempre Unidos —dijo el elfo jadeando—. ¡El rey Zaor está muerto!

Su compañero lanzó un grito de triunfo que resonó por las montañas y asustó a una pareja de pájaros cantores.

—¿Y ella? ¿Y el Arpista? —preguntó con excitación.

—Aún viven —admitió el asesino. El esfuerzo de hablar le provocó un espasmo de agonía. Hizo una mueca y agarró con ambas manos el astil de la flecha.

—No te preocupes —lo consoló su amigo—. Amnestria y su amante humano pronto se reunirán con Zaor. —Dicho esto, apartó suavemente las manos del herido y empezó a sacar la flecha—. ¿Te vieron?

—Sí —respondió el asesino entre dientes.

Las manos que aferraban la flecha quedaron quietas y después se pusieron tensas.

—No importa. Lo has hecho muy bien. —Con un rápido movimiento, hundió la flecha hacia arriba para clavársela en el corazón. Cuando Fenian dejó de respirar, el elfo extrajo el proyectil y volvió a colocarlo en el ángulo original. Entonces se levantó y miró con un cierto pesar al elfo muerto—. Pero no lo suficiente —murmuró.

El elfo huyó rápidamente, bajando la ladera de la montaña en dirección a la ciudad humana, donde desaparecería entre la multitud. Los elfos de Siempre Unidos no tardarían en seguir el rastro de Fenian por el portal mágico, pero para entonces él ya estaría lejos. Se perdería en Aguas Profundas y hallaría la manera de aprovecharse del descubrimiento que había realizado ese día. Una puerta a Siempre Unidos era justo lo que necesitaba para alcanzar el objetivo al que había dedicado su vida. Qué adecuado que fuese Amnestria, la antigua princesa heredera de Siempre Unidos, ahora caída en desgracia, quien lo ayudara a conseguirlo.

Kymil Nimesin sonrió mientras corría, ajeno a los dos pares de ojos que lo observaban.

—Podría ser él —caviló Lloth, apartando la vista de su poza adivinatoria para fijarla en su viejo aliado.

—¡Es un elfo! —gruñó asqueado Malar, el Señor de las Bestias.

—¿Quién mejor que un elfo? —replicó la diosa—. Los planes de esos elfos dorados son bastante ingeniosos y podrían ser el añadido que necesitamos para lograr lo que tanto hemos deseado. Sea como sea, vamos a vigilarlo y, si resulta prometedor, podemos unir esfuerzos.

1

Salió la luna, y en su estela llevaba los nueve diminutos luceros conocidos por los bardos y los amantes como las Lágrimas de Selune. Lentamente la llorosa luna fue apagando los colores de un atardecer de otoño, y la oscuridad se fue enseñoreando del jardín. La bruma —esas inquietantes nubes bajas que daban nombre a las colinas del Manto Gris— empezaron a congregarse, envolviendo el jardín y poniendo sordina a los últimos repiques de las campanas elfas que tocaban a muerto.

En Evereska había pocos lugares más apacibles que el templo de Hanali Celanil, la diosa elfa de la Belleza y el Amor. El templo —una enorme estructura de mármol blanco y ópalo— se erigía sobre la colina más alta de la ciudad y estaba rodeado por jardines que incluso en las postrimerías del otoño exhibía flores muy poco comunes y frutas exóticas. Sobre un pedestal bajo situado en el centro de los jardines se veía una estatua de Hanali Celanil tallada en una excepcional piedra blanca.

Pero la solitaria figura acurrucada a los pies de la estatua no tenía ojos para las maravillas que la rodeaban. Entumecida por el dolor, la doncella semielfa se abrazaba las rodillas con sus delgados brazos y tenía la mirada perdida en las lejanas colinas, más allá de la ciudad. Sus ojos no percibían la iluminación de las calles de Evereska y tampoco intentaba protegerse con la capa de la fría neblina. La muchacha se había sentido atraída hacia los jardines del templo como por instinto, quizá seducida por la esperanza de que el que había sido el refugio favorito de su madre aún conservara ecos de su amada presencia.

La joven Arilyn de Evereska —aún no había cumplido los quince años— todavía no había asimilado que su madre, Z'beryl —una maga y guerrera elfa muy competente— hubiera muerto, y mucho menos a manos de unos vulgares rateros. Pero no había duda. Los dos asesinos habían confesado y ahora mismo sus cuerpos colgaban de las almenas de la ciudad. Arilyn había asistido a la ejecución sintiéndose extrañamente impasible.

Arilyn no podía asumir tantas cosas de golpe. La joven semielfa acercó aún más las piernas al pecho y apoyó la frente en las rodillas. El esfuerzo de tratar de encontrarle un sentido a todo lo ocurrido la había dejado exhausta. ¿Había muerto de verdad la única familia que Arilyn había conocido? Inmediatamente después de la muerte de su madre recibió la segunda impresión: la repentina y sigilosa llegada de los parientes de Z'beryl.

Distantes y circunspectos, los desconocidos elfos apenas se habían dado por enterados de la presencia de Arilyn, prefiriendo llorar la pérdida de Z'beryl tras los velos plateados de sus ropajes de duelo. Una familia sin rostro. Incluso ahora, al recordarlo, la joven sentía escalofríos y tuvo que abrigarse con su vieja capa. Después del funeral Arilyn se despojó de las ropas de duelo y buscó consuelo en su atuendo habitual. Éste consistía en una sencilla túnica sobre una camisa holgada y pantalones oscuros remetidos dentro de unas botas muy gastadas, que eran tan cómodas como zarrapastrosas. De hecho, lo único que la diferenciaba de un mocoso sin hogar era la antigua espada que le colgaba a un lado de la cintura.

La joven buscó la espada con la mano, el único legado de su madre, y sus dedos acariciaron con aire ausente las runas arcanas grabadas a lo largo de la vaina. La semielfa sentía que la espada ya formaba parte de ella. No obstante, tras el funeral los parientes de su madre iniciaron una acalorada discusión sobre si Z'beryl tenía derecho a legar la espada a una semielfa. A la joven le pareció extraño que nadie intentara arrebatarle el arma. Cuando acabaron marchándose tan misteriosamente como habían llegado, Arilyn no se sintió ni más ni menos sola que antes de que aparecieran.

—¿Arilyn de Evereska? Perdóname, muchacha, no quisiera importunarte en estos momentos de dolor, pero debo hablar contigo.

Estas suaves palabras sacaron bruscamente a Arilyn de sus reflexiones. La muchacha se incorporó y entrecerró los ojos en la dirección de la que procedía la musical voz. Vio a un elfo alto y esbelto junto a la verja que permitía el acceso al centro de los jardines, parecía que esperase su permiso para entrar.

Arilyn había heredado la aguda vista de su raza materna, por lo que incluso en la brumosa penumbra no tuvo ninguna dificultad en reconocer al punto a su visitante. Su habitual serenidad se esfumó en presencia del ídolo de su niñez. ¡Era Kymil Nimesin, y ella con aquellas pintas! Disgustada y nerviosa al mismo tiempo, Arilyn se puso en pie apresuradamente y se limpió las manos en los fondillos de los pantalones.

Kymil Nimesin era un alto elfo perteneciente a una familia noble, que en otro tiempo poseyó un asiento en el consejo del reino de Myth Drannor, perdido hacía ya tanto. En la actualidad era maestro de armas en una academia, tenía fama de aventurero y era un maestro en la arcana magia de las batallas. Se rumoreaba con insistencia que estaba relacionado con el misterioso grupo conocido como los Arpistas. Arilyn lo creía firmemente, pues tales historias alimentaban la heroica imagen que se había hecho de Kymil Nimesin. Asimismo explicarían su presencia en el jardín; en una ocasión Z'beryl le contó que los elfos de Evereska mostraban gran interés por las actividades de los Arpistas.

—Lord Nimesin. —Arilyn se irguió en toda su estatura y extendió ambas manos, con las palmas hacia arriba, en el que era el tradicional gesto de respeto.

El elfo la saludó con una inclinación de cabeza, tras lo cual se le acercó con la gracia de un bailarín o de un consumado guerrero. No era común ver elfos altos —llamados también elfos dorados— en la colonia de elfos de la luna de Evereska. Arilyn se sintió muy vulgar al comparar su pálida tez y sus cabellos negros muy cortos con el exótico colorido de un mágico elfo dorado. Kymil tenía la broncínea tez propia de su subraza, largos cabellos rubios con mechas cobrizas y ojos semejantes al mármol negro pulido. Al ver que el maestro se acercaba, Arilyn se maravilló de su gracia y de su impresionante belleza, que realzaba el aura de nobleza y poder que lo rodeaba. Kymil Nimesin era verdaderamente un
quessir
, un elfo honorable. Arilyn dio unos pocos pasos en su dirección y lo saludó con una reverencia.

—Es un honor, lord Nimesin.

—Puedes llamarme Kymil —le dijo gentilmente el elfo—. Hace muchos siglos que los Nimesin ya no somos lores. —El elfo dorado estudió largamente a Arilyn y luego sus ojos de obsidiana se posaron en la estatua situada a las espaldas de la muchacha—. Me pareció que te encontraría aquí.

—¿Perdón? —En la frente de la semielfa aparecieron arrugas de desconcierto.

—La estatua de la diosa se parece increíblemente a tu madre —explicó Kymil, mirando de nuevo a Arilyn—. En tu lugar yo también habría acudido aquí esta noche.

—¿La conocíais? ¿Conocíais a Z'beryl? —preguntó Arilyn, anhelante. Tan nerviosa estaba que avanzó un paso y agarró al elfo por los antebrazos. Había tan pocas personas capaces de contarle algo de la vida anterior de su madre, y ella deseaba tanto saber más, que olvidó el reverente respeto que le inspiraba el famoso
quessir
.

—Coincidimos brevemente hace muchos años —replicó Kymil. Con gestos amables se desasió del impulsivo apretón de Arilyn y volvió a estudiar la estatua de Hanali Celanil. Entonces dirigió una o dos miradas a la semielfa, y a ésta le pareció que trataba de tomar una decisión.

Arilyn rebullía de impaciencia, pero Kymil no parecía dispuesto a añadir nada más. Tras un momento de silencio, la muchacha consiguió apartar su expectante mirada del
quessir
y obedientemente miró la estatua de la diosa entrecerrando los ojos, tratando de ver algo de su madre en la fría y nívea belleza de Hanali Celanil.

La luz de la luna bañaba la estatua como si también ella se deleitara en su hermosura. Más esbelta y más bella que ninguna mortal, Hanali Celanil poseía los rasgos delicados y angulosos de la raza elfa. Una ligera sonrisa de complicidad curvaba sus exquisitos labios, y vigilaba sus dominios con ojos almendrados. Una mano de largos dedos la tenía posada sobre el corazón y con la otra se tocaba una puntiaguda oreja. Así era como se solía representar a Hanali Celanil, para mostrar que siempre escuchaba las plegarias de los enamorados.

En el lienzo de su imaginación Arilyn aplicó una pincelada azul a los pómulos y las orejas de la estatua, reemplazó la compleja cofia blanca por las largas trenzas azul zafiro de Z'beryl, le ciñó una espada a la cintura y, finalmente, se imaginó que sus ojos eran azules con motitas doradas, y que la miraban con amor de madre.

—Sí —convino con Kymil Nimesin—, supongo que se parece bastante a ella.

El sonido de su voz sacó al maestro de su reflexión, y su mirada abstraída desapareció. El elfo posó una mano sobre los hombros de Arilyn en un breve y silencioso gesto de condolencia que no parecía condecirse con su seco carácter.

—Lamento tu pérdida —le dijo—. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora?

Arilyn retrocedió, sobresaltada, y miró al
quessir
sin comprender. Era una pregunta perfectamente razonable; pero, de pronto, ella se había dado cuenta, alarmada, de que no tenía ni idea de qué hacer. No se le había ocurrido pensar en el futuro.

El silencio fue roto por el estridente sonido nasal de unas agudas cornetas. Arilyn reconoció la señal para el cambio de guardia. Los barracones de la guardia de Evereska se encontraban a los pies de la colina, y los sonidos de los habituales movimientos de los soldados llegaban hasta los jardines del templo.

—Voy a unirme a la guardia —respondió Arilyn impulsivamente.

—Si el viento soplara del oeste seguramente habríamos oído los cánticos de la Academia de Magia, y supongo que habrías decidido ser maga —comentó Kymil con un amago de sonrisa en los labios.

Arilyn inclinó la cabeza, avergonzada por su reacción infantil. Pero insistió:

—No. Siempre he querido ser una guerrera, como mi madre. —Mientras hablaba fue alzando orgullosa el mentón, y la mano se le fue a la empuñadura de la espada de su madre, que ahora era suya.

—Ya veo. —Kymil siguió el movimiento con la mirada y sus ojos se entornaron al estudiar el arma de Arilyn—. Tu madre era maga además de luchadora. En la Academia de Magia y Armas se la tenía en muy alta estima como instructora. ¿Te enseñó mucho del Arte?

—No. —Arilyn negó con la cabeza—. Me temo que no tengo dotes para la magia. Ni tampoco gran interés —añadió con una fugaz sonrisa.

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