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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (7 page)

No tenía problemas para sacar de manera más o menos brillante las asignaturas de letras, pero se me atragantaban aquellas que él controlaba: matemáticas, dibujo técnico… Llegar a casa y ponerme a hacer los deberes se convirtió en un suplicio. Mi madre zurcía, mi padre repasaba papeleo del trabajo y yo me peleaba con las reglas de tres y los malditos Rotring. Recibí tortazos por no saber sacar adelante un problema o por ser tan torpe con los Rotring que tenía que presentar mis láminas con unos manchurrones que no podían disimularse ni rascando con cuchillas de afeitar. Cuando mi padre me pegaba ella permanecía en silencio, los dos sabíamos que era mejor, porque si no su ira podía llevarlo a estampar contra el suelo platos, vasos o lo que tuviera a mano. Cuanto más lloraba yo más se enfadaba él, y conforme iban avanzando mis llantos menos posibilidades tenía de sacar adelante los deberes. No entendía nada, no comprendía nada, todo era negro y triste como los goterones de tinta en el papel de dibujo, de ahí que más de una noche me metiera en la cama repitiendo en voz baja y en el tono más melodramático posible: «Me quiero morir, me quiero morir», influido seguramente por alguna historia de la señora Trinidad o por alguna heroína de aquellas películas que comentaba con mis compañeras o sobre la que había oído hablar a mis hermanas.

Si es verdad que la infancia es la patria de cada uno, yo soñé desde muy pequeño con el exilio.

El carácter exigente de mi padre me empujó a refugiarme en mi madre. Estar a su lado era fiesta de guardar, me gustaba acompañarla a las tintorerías, viajar a su lado en el autobús, ir a Barcelona a El Corte Inglés, ayudarla a hacer la compra en la plaza, comer pipas con ella… Me gustaba oírla cuando alguna mañana de invierno tenía que llamar al colegio para decir que era la mamá de Jorge y que su hijo no podría ir ese día porque se encontraba enfermo. Y entonces yo me acurrucaba en mi cama, que siempre estaba fría, y le pedía que me llevara la estufa a la habitación y me la pusiera aunque fuera muy bajita, y el amodorramiento que me provocaba el calor del butano, y sobre todo el calor materno, me acercaba a lo que ahora sé que es la felicidad.

A mi padre también le gustaba que yo lo acompañara, pero yo no disfrutaba igual, porque con él me aburría: siempre salía a colación la idea de convertirme en un hombre de provecho, de los sacrificios que iban a hacer mi madre y él para que estudiara en el colegio del Opus Dei y de que tenía que trabajar duro para cuando me casara y tuviera hijos, algo que me parecía muy lejano porque, como yo pensaba, todavía era muy pequeño.

Y sin embargo creo que me hice mayor demasiado pronto, en el verano de 1984.

Aquel año se produjeron una serie de situaciones que llenaron el depósito de mi soledad, pues finalizaba mi paso por la
EGB
y tenía que decir adiós a unos compañeros con los que había pasado ocho años de mi vida. Para celebrar el fin de curso mis profesores decidieron montar la obra
El mercader de Venecia
y a mí me tocó representar el papel de Porcia. No existió mala leche por su parte, proponían una lectura lúdica de la obra de Shakespeare y querían que los papeles masculinos los representasen chicas y a la inversa. Pero mi padre no entendió el juego y me prohibió participar en la función. Yo le mentí diciéndole que si no la hacía suspendía lenguaje, y así obtuve su permiso. Pero no su presencia: el día de la representación acudirían a aplaudirla todos los padres menos los míos.

No se me olvidará jamás que el día de autos, justo antes de que saliera rumbo al colegio para representar la función, mi padre se metió en el váter para evitar despedirse de mí. Mi madre, sin embargo, me dio un abrazo largo, fuerte, y me besó con la misma intensidad con que me besaba cuando salía de excursión con el colegio, porque le costaba separarse de mí aunque sólo fuera un día. Me dijo al oído muy bajito, para que sólo lo oyese yo: «Que te salga muy bien».

Al salir a la calle, cada vez que me volvía la veía a ella en la ventana, seguía diciéndome adiós con el brazo desde el octavo tercero, y continuó haciéndolo hasta que mis lágrimas la convirtieron en un punto borroso y lejano, en una pequeña mancha en el horroroso bloque.

No me sentí ridículo vestido de Porcia ni eché de menos que mis padres estuvieran a mi lado, riéndose al verme vestido así, o que mis hermanas —que tampoco se presentaron para evitar una posible bronca de mi padre— me aplaudieran como unas descosidas desde sus asientos. Si con su ausencia mi padre pretendió que me avergonzara hacer de Porcia, no consiguió su propósito. Me tomé mi papel mucho más en serio que el resto de mis compañeros e interpreté a mi personaje como si me fuera la vida en ello. Y el público así lo advirtió, porque cuando cayó el telón y me tocó saludar me llovieron las ovaciones, y mis compañeros también me aplaudieron, algunos de ellos incluso se emocionaron, porque sabían que estaba solo, que nadie había ido a verme, y porque aunque sólo tuvieran catorce años comenzaban a intuir que fuera del colegio no me esperaba una vida fácil.

Aquella noche llegué a casa cambiado. Más seguro. Más pasota. Había crecido y tenía muy claro lo que quería: que mi padre se enterara de lo bien que me había ido. Sin embargo al entrar no lo vi por ninguna parte.

—Ya se ha acostado, decía que le dolía mucho la cabeza.

Mi madre pronunció la frase en un tono más alto de lo habitual, quería que mi padre la oyera, y con un gesto mudo me instó a entrar en su habitación y darle dos besos. No obstante, yo no tenía ganas de ser generoso con alguien que se avergonzaba de mí, así que bien alto —para que mi padre lo oyese, sí— le conté a mi madre lo bien que me había salido la representación, que todo el mundo me había felicitado y que mis profesores me habían dicho que servía para actor.

—¡Ea! Lo que nos faltaba —exclamó ella.

Y entonces nos reímos los dos y nos olvidamos de que en el piso había una persona que estaba sufriendo.

—¿Tienes pipas?

Mi madre fue a la cocina, sacó una bolsa de medio kilo, pusimos la televisión y empezamos a comer pipas como los loros. Mi padre detestaba aquella manía nuestra y siempre lo teníamos que hacer a escondidas, pero aquella noche poco nos importó que pudiera llegar a llamarnos la atención. Había sido derrotado por el ejército que mi madre y yo formábamos, y él, como perdedor, no podía ni debía gozar de ningún derecho.

El asunto de Porcia le sirvió a mi hermana Esther para intentar destruirme cuando nos enfadábamos. Cada vez que discutíamos y llegábamos a ese punto muerto en el que nos habíamos cansado de decirnos los peores adjetivos del mundo, ella zanjaba la pelea llamándome Pavlovsky. A mí no me afectaba porque hacer de Porcia me había ayudado a sentirme superior a todos los miembros de mi familia con la sola excepción de mi madre, que fue la única que me mostró su apoyo en todo momento. Con lo que no contábamos era con mi padre, que un día oyó lo de Pavlovsky y, pegando un puñetazo sobre la mesa, exclamó con rabia acumulada durante años:

—¡Que sea la última vez que llamas maricón a tu hermano!

Todos callamos y, en efecto, mis hermanas no volvieron a llamarme así en aquella casa, más que nada porque no tardaron en abandonar el nido: en agosto de 1984 se casó mi hermana mayor y tuvo el honor de convertirse en el primer miembro de la familia que lograba abandonar el piso de San Roque.

Todos lo vivimos como una tragedia: mis padres porque se les iba una hija, mi hermana Esther porque ya no tendría con quien pelearse tirándose cuchillos o tenedores, y yo porque algún día mis padres descubrirían que no quería casarme.

Recuerdo que durante aquella época prometí no volver a hacerme pajas pensando en tíos, porque consideraba que lo que durante aquellos años infantiles había vivido como una especie de dulce confusión sentimental y sexual podía llegar a convertirse en catástrofe si no lograba pararlo a tiempo.

Jamás cumplí la promesa.

7

LA GÉNESIS DE LA CAPTACIÓN

—Pero ¿de verdad que no te lo hiciste con nadie?

Desde que lo había conocido en la facultad hasta aquella noche habían pasado cuatro años, y Joan podría haberme hecho la misma pregunta cerca de quinientas veces. Pese a que mi respuesta negativa era siempre la misma, no dejaba de sorprenderse cuando le aseguraba que, durante la época en la que estudié en el Opus Dei, nunca tuve contacto con el sexo: ni con el contrario ni con el propio.

—Bueno, ya me entiendes, que no follé.

—Pero pajas sí, ¿no?

—Sí, Joan, pajas sí. Pero no te creas, iba por épocas, a lo mejor pasaba por una etapa mística y me aguantaba las ganas. Ten en cuenta que yo estuve a punto de hacerme del Opus, y si no firmé la carta de admisión fue por no darle un disgusto a mi padre.

—Eso no me lo habías contado nunca.

Me gustó que Joan no hiciera ningún aspaviento ni simulara un desmayo a lo Margarita Gautier tras mi confesión. Sabía que detrás de mis palabras existía un trasfondo que no invitaba al cachondeo.

—¡Pues menos mal que vamos por el segundo plato! Prefiero contártelo aquí que no en el bar al que voy a llevarte después. Por fin yo voy a llevarte a un sitio a ti.

Era verdad. Desde que lo conocí sentía que estaba en deuda con él, porque me enseñó que yo podía ser un bicho raro, pero no el único. Acogerlo en mi casa y pasearlo por Madrid me brindaba la oportunidad de demostrarle cuánto lo quería. Joan había aprovechado un puente de diciembre para ir a visitarme, pues durante las Navidades iría a ver a sus padres a un pueblo de Toledo y a mí, cosa rara, me apetecía pasar el mayor tiempo posible con mi familia durante aquellas fechas. Los echaba de menos, aunque no tanto como para que se me pasara por la cabeza la idea de volver a vivir en Badalona. En cuanto pisé Madrid mi ciudad natal pasó a formar parte de mi pasado.

Joan aterrizó en Madrid un viernes por la tarde, pero no pude ir a buscarle al aeropuerto porque estaba preparando un reportaje para
Pronto
«en profundidad» —así me lo habían pedido— sobre el día a día de una de las infantas, y me faltaba visitar una peluquería y una mantequería a las que al parecer acudía con asiduidad. De modo que quedé con Joan más tarde, en un bar de la zona de los Austrias, después de que él se hubiera instalado y yo hubiese terminado de descubrir qué tipo de mechas se daba —la infanta, no Joan—. Nada más terminar mi sesuda investigación
peluqueril
me dirigí a su encuentro doblemente alegre: primero por la información de alto voltaje que había conseguido después de jurar a una
esteticién
en prácticas que jamás la traicionaría y, en segundo lugar, porque me esperaba un puente de desenfreno.

Llegué al bar y allí estaba él, esperándome con una sonrisa. Pero antes de besarlo no me contuve y empecé a echarle la bronca:

—¿Me puedes explicar qué coño haces con un café con leche a las siete de la tarde en Madrid? Que esto no es Barcelona, joder, que aquí es la hora de la caña. Y no me vengas con que engorda porque estos días no es que te vayas a saltar la línea, directamente te la vas a comer.

—Te veo muy bien, haciendo gala de tu buen humor, de tu falta de genio y de tu proverbial tolerancia.

Y entonces, desarmado, volví a ser aquel chico dócil que a su lado lo aprendía todo y, relajado y contento, sonreí también:

—Anda, deja eso ahí que ya te invito yo. Vámonos a casa, que tengo un montón de cosas que contarte.

Pero en casa tampoco paramos mucho, lo justo para pegarnos una ducha y ponerlo al día de los tres chismes que circulaban por la capital.

—¿No coges preservativos? —me cortó Joan cuando estaba describiéndole cómo había conocido a una de sus cantantes favoritas.

—Siguen sin metérmela.

—Pues ya va siendo hora. Y no sólo de eso.

Se había puesto serio, y yo también. Sabía qué me quería decir con lo segundo: las pruebas. Todavía no había sido capaz de ir a hacérmelas.

Pero estábamos en Madrid, era puente y yo no tenía ganas de escarbar en mis inquietudes, así que cambié de tema, él se avino a llevar la conversación por otros derroteros como si ninguno de los dos hubiera pensado en aquel asunto, y salimos del piso como dos colegialas recién escapadas del internado de las monjitas: dispuestos a comernos la ciudad.

Antes de sumergirnos en las profundidades de la noche lo llevé a cenar a un restaurante que estaba en la zona del Viaducto, y en los postres fue cuando volvió a preguntarme si no me había follado a ningún compañero en el Bachillerato y allí, sin más y de pronto, en un arrebato, fue donde decidí porque sí, porque no me daba la gana de seguir callándomelo, que había llegado el momento de contarle por qué tenía tan poco mundo cuando nos conocimos.

Después de que terminara la
EGB
con tan buenas notas mi padre se empeñó en que yo tenía que estudiar en Dauradell, un colegio del Opus Dei de Badalona en el que cursaría
BUP
y
COU
. Ni mi padre era un meapilas ni tenía la más mínima devoción, es más, toda su familia era anticlerical y republicana, pero el colegio tenía mucho prestigio y él quería darme la mejor educación. Después de explicarme por enésima vez que tanto mi madre como él estaban dispuestos a hacer un gran sacrificio para pagar la matrícula, pues era un colegio privado y caro, me impuso una condición, otra que se añadía a las tantas con las que había tenido que convivir desde que era pequeño:

—Jorge, no te dejes comer el tarro. Tú vas allí, estudias, intentas llevarte bien con todo el mundo y haces contactos, que esa gente tiene mucho poder, pero, por favor, que no te coman la cabeza con las misas y esas cosas.

Antes de comenzar el curso, y para que nos fuéramos familiarizando con el ambiente de la institución y los nuevos compañeros, nos llevaron cuatro días de convivencia. Pese a mi enfermiza timidez, me quedaba el consuelo de saber que durante aquellas jornadas iba a coincidir con Rubén, que había sido uno de mis compañeros a lo largo de los ocho años de colegio, y podría refugiarme en él antes de mezclarme con los cerca de cien chicos que íbamos a coincidir en una casona que la Obra poseía en un lugar de montaña. Sin embargo, y pese a la amistad que habíamos ido forjando con los años, Rubén no quiso que en el nuevo colegio me relacionaran con él y marcó desde el principio una distancia que sólo pude llegar a comprender con el tiempo: instinto de supervivencia. Iniciábamos una nueva vida en una jungla desconocida y él había optado por unirse a los chicos más lanzados de la manada y dejar de lado al que sabía que era el débil de la especie. Al fin y al cabo, yo no era más que un chico de barrio patoso, con sobrepeso, no muy agraciado y con unas tendencias sexuales siempre puestas en tela de juicio. Supe desde el principio que no iba a contar con su apoyo, por lo que no me quedó más remedio que apañármelas solo. Bien mirado, pensé para consolarme, en medio de tanta gente desconocida albergaba la esperanza de desprenderme del calificativo que me perseguía y me atormentaba desde niño. Y no debía desaprovecharla.

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