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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (33 page)

Nada. El cuarto estaba vacío salvo por un catre contra la pared, una destartalada mesa de hierro, un taburete de madera barato y una incongruente estantería. No vi ningún prisionero amarrado. No vi a Perila.

No vi a Perila…

—No te preocupes, Corvino —dijo Escílax, frunciendo el ceño—. Quizá podamos hallar…

Agrón alzó la mano.

—¡Escuchad!

Oímos un golpeteo regular: toc, toc, toc. El ruido venía de detrás de la estantería. Me lancé hacia ella, encajé los dedos en el intersticio, entre la estantería y la pared, forcejeé.

Se movió fácilmente. Un bulto alto y erguido, envuelto en una sábana y con la parte superior tapada con trapos, cayó del armario en que estaba apoyado. Dafnis, que estaba detrás de mí, lo atajó antes de que se cayera y se hiciera daño.

Con sumo cuidado, aflojé los trapos, revelando una cara roja y muy indignada.

—¡Vaya, te tomaste tu tiempo, Corvino! —protestó Perila.

La llevé a casa. No diré nada más sobre ese día porque no es relevante y no concierne a nadie salvo a nosotros.

La llevé a casa.

40

A la mañana siguiente desayunábamos en el jardín a horas tardías cuando llegó mi padre. Pensé que le incomodaría encontrar allí a Perila, pero no parecía sorprendido.

—Supe que Rufia Perila estaba sana y salva —dijo—, así que pasé para presentar mis felicitaciones.

Perila le dirigió una de sus sonrisas deslumbrantes.

—Muy amable por tu parte, Valerio Mesalino.

Le indiqué a Batilo que preparase otro sitio, pero mi padre lo detuvo.

—No, Marco. Sólo pasé para presentarme. Y para enterarme de lo que ocurrió.

—¿De veras quieres saberlo, papá? —dije. Aun a mí las palabras me sonaron demasiado corrosivas.

—Sí, hijo. —Mi padre se sentó en la silla que Batilo había llevado—. Quiero saberlo. A menos que la dama se oponga, desde luego.

—En absoluto. —La mano de Perila me rozó el brazo—. Marco sólo se porta con la rudeza de costumbre. ¿Verdad, Marco?

Me sonrojé. Ella tenía razón. Después de todo lo que había hecho para ayudar, el hombre merecía mejor trato.

—Sí —dije—. Disculpa, papá.

—De todos modos, no hay mucho que contar. —Perila untó una rebanada de pan con miel. Esa mañana tenía buen aspecto, mucho mejor que el mío, sin duda. Casi fulguraba. Quizá fuera conveniente que la secuestraran y la encerraran con más frecuencia detrás de una estantería en un inquilinato de la Suburra—. Fue culpa de mi estupidez. Conozco muy bien el camino desde la casa de mi tía Marcia, pero no noté que los porteadores se desviaban hasta que fue demasiado tarde.

—La llevaron al Celio. —Tragué una aceituna—. Allí hay más espacio. Luego la capturaron y la amarraron.

—¿Quieres decir que tus propios esclavos te secuestraron? —Entendí la incredulidad de mi padre. Si no puedes confiar en tus esclavos, ¿en quién puedes confiar? Además, un esclavo que se vuelve contra el amo coge un atajo hacia el circo.

—En realidad, no eran esclavos de la familia. Hacía sólo un mes que los teníamos. Los había comprado Calías.

—¿A quién?

Ya, buena pregunta. No había pensado en ello. Le dirigí a mi padre una mirada aprobadora.

—No lo sé —dijo Perila—. Podría preguntar.

—Hazlo —dijo mi padre, frunciendo el ceño—. Apostaría a que fue el vendedor quien hizo el ofrecimiento. Y que la oferta era ventajosa.

—¿Crees que los infiltraron, papá?

—Es muy posible, sí. Aunque dudo que podamos encontrar a los esclavos para verificarlo.

Y tenía razón. Habrían sacado a esos tipos de Roma con falsos certificados de manumisión y dinero en el morral, aunque era más probable que estuvieran en el fondo del río calzados con sandalias de cemento. Esperé que fuera lo segundo.

—De todos modos —continuó Perila—, me llevaron al inquilinato y me entregaron a Ceonio. Aunque entonces yo no conocía el nombre.

—¿Ceonio?

—Así es —dije—. ¿Te suena, papá?

—¿El Ceonio de Varo?

—Has acertado.

—¡Pero es imposible! Ceonio murió, sin duda. Murió con Varo en la masacre.

—Ese rumor era exagerado. Se ocultaba en la Suburra.

—¿Por qué haría semejante cosa? Ya sé que Augusto no le permitía volver a Roma, pero si su único delito era la cobardía…

—No lo era —dije rotundamente—. El hombre era un traidor. Colaboraba con los germanos.

—¿Qué?

—La masacre fue planificada, papá. Y no sólo por Arminio. También había romanos inmiscuidos. Romanos más importantes que ese cabrón.

Lo dejé sin habla. De veras no sabía nada de esto, y me alegró que así fuera.

—Marco, no puedes hablar en serio —dijo al fin—. ¿Acaso sostienes que el desastre de Varo fue organizado por alguien?

—Así es. Es bastante complicado y yo no lo entiendo del todo, pero básicamente Varo había hecho un trato con Arminio.

—¿Varo había hecho un trato? Pero dijiste que el traidor era Ceonio.

—Lo era. Uno de los traidores. Pero Varo también estaba implicado, sólo que le tendieron una trampa. Eso creo, al menos. Como te decía, es complicado.

—¿Dónde está Ceonio? —Mi padre se puso de pie. Nunca lo había visto tan escandalizado, ni tan furioso—. El emperador querrá enterarse de esto. Ven conmigo y yo…

—Un momento, papá. No sirve de nada. Él ha muerto. Y esta vez ha muerto de veras.

—¿Lo mataste? Marco, cometiste una estupidez. ¡Una estupidez monumental!

Miré de reojo a Perila. Yo no le había dicho cómo había muerto Ceonio.

—Ni siquiera lo tocamos, papá. Trató de escapar y hubo un accidente.

Mi padre volvió a sentarse, lentamente.

—Háblame de ello —dijo.

Se lo conté. Toda la historia, desde la nota que había encontrado Batilo hasta el estropicio del callejón. Cuando concluí, apretaba los labios con firmeza.

—Conque decidiste pedir ayuda a un ex entrenador de gladiadores y a un par de esclavos en vez de acudir a mí —dijo—. Gracias, Marco. Muchísimas gracias.

—Agrón no es un esclavo. Y Escílax tiene estupendos contactos en Roma. —Ambas cosas eran ciertas, pero no se trataba de eso, y yo lo sabía.

—Marco hizo lo que consideró más indicado. —Perila me apoyó una mano en el brazo—. Además, no había tiempo.

Mi padre suspiró.

—No, supongo que no —dijo—. En todo caso, hijo, lo hiciste muy bien. Mereces un elogio, no una acusación.

Me sonrojé.

—Lo lamento, papá. Tienes razón. Quizá debí acudir a ti en primer lugar.

Él sonrió afablemente.

—Dos disculpas en una sola mañana, Marco. Estás mejorando. —No dije nada—. Pero dime más sobre Quintilio Varo. Dices que estaba en contubernio con Arminio. Me resulta difícil de creer. ¿Dónde obtuviste esa información?

Vacilé.

—Vamos, Marco. Cuéntaselo. Por favor. —Perila me apretó el brazo con los dedos—. Él sólo quiere ayudar.

—Vale. La obtuve de Quintilia.

—¿La hermana de Varo?

—Sí. Ella la recibió de Vela, el lugarteniente, que se la había pasado a Nonio Asprenas. —Mi padre se frotaba la barbilla con la mano derecha. Se quedó tieso al oír el nombre—. ¿Conoces a ese hombre?

—¿Nonio Asprenas? Claro que le conozco. —La voz de mi padre tenía un tono extraño que me llamó la atención—. ¿Y qué dijo Quintilia que había hecho su hermano?

—Ya te lo dije. Afirmó que él recibía sobornos de los germanos.

—¿A cambio de qué?

—De desalentar nuestra expansión al norte del río. De hacer la vista gorda al proyecto de Arminio. Había otros detalles, pero ésa es la idea general.

Mi padre se inclinó hacia adelante y unió las yemas de los dedos como si fuera mi abogado y deliberásemos sobre una causa.

—Es muy creíble que Varo aceptara sobornos, Marco —dijo—. Máxime después del asunto de Siria. Supongo que estás al corriente.

—¿Cuando estuvieron a punto de juzgarlo por extorsión?

—En efecto. Pero, como bien dices, sólo estuvieron a punto. Si no hubiera sido por los contactos de Varo, y el hecho de que Siria es una provincia imperial que está fuera de la jurisdicción senatorial, el Senado lo habría pulverizado. Tuvo suerte, pues, de contar con otra oportunidad, y él mismo estaría agradecido. En principio no desecho la acusación, pero dudo mucho que Varo considerase que el riesgo merecía la pena, dadas las circunstancias. Si Augusto hubiera descubierto que él aceptaba sobornos, o tuviera motivos razonables para sospechar, no habría vivido para gastarlos.

—Quizá, papá —dije—, pero creo que habría sido bastante tentador si funcionaba como yo pienso. Al cabo Varo se habría sincerado con el emperador. En todo caso, el hombre era culpable. He visto la prueba con mis propios ojos.

Mi padre se irguió.

—¿Qué clase de prueba?

—Su carta a Arminio, dándole los detalles de su marcha desde el Weser hasta el Rin, incluido el desvío por el Teutoburgo. La ruta, las fechas, la disposición de las fuerzas, todo. Y algo más. Menciona la emboscada.

—¿Qué?

—Precisamente. Varo no sabía que Arminio lo atacaría con tanta saña, pero sí que habría un ataque.

—¿Dónde consiguió Quintilia esa carta?

—Por intermedio de Vela, como te he dicho. Se la envió a Asprenas por correo antes de que el ejército emprendiera la marcha.

Noté que se ponía rígido. Cuando volvió a hablar, había una extraña calma en su voz.

—¿Dices que Varo escribió esa carta? ¿Estás seguro?

—Sí, papá, así es. Pero creo que Asprenas…

—¿Y Quintilia está segura de que es genuina?

—Claro que sí. Ella misma confirmó que era de su puño y letra.

—¿Te lo dijo Quintilia? ¿Que ella misma, personalmente, había reconocido la letra del hermano?

Fruncí el ceño.

—¿Adónde quieres llegar? ¿Insinúas que la anciana mentía?

Él meneó la cabeza.

—No, no mentía. Al menos, no mentía adrede. ¿Dices que hablaste con ella cara a cara? ¿Y no lo notaste?

—¿No noté qué?

—Marco —murmuró mi padre—, Quintilia es casi ciega.

Lo miré fijamente mientras en mi cabeza la última pieza del mosaico encajaba en su sitio con un chasquido casi audible. Recordé los ojos claros que me escrutaban de arriba abajo cuando nos habíamos conocido; recordé que miraba más allá de mí, que necesitaba la ayuda de Asprenas para caminar…

—¿Cuánto hace? —pregunté.

Mi padre entendió la pregunta y sus implicaciones.

—No lo sé. Hace tiempo que le falla la vista. Quizá hace diez años le alcanzara para leer una carta y reconocer la letra, aunque por mi parte lo dudo.

No habría reconocido esta letra. Recordé que era apretujada y que las líneas estaban agolpadas. Aun así, era algo que podía verificar. Agrón podría decírmelo; hacía años que estaba relacionado con la familia. Llamé a gritos a Batilo, y él acudió a la carrera.

—¿Sabes por dónde merodea Agrón, Batilo? El ilirio corpulento.

—No, señor. Pero puedo preguntar en casa de Quintilia. Ellos me…

—No, no. No hagas eso. Tiene una herrería en la Suburra. La calle de los Herreros, cerca del altar de Libera. ¿Lo conoces?

Batilo frunció la nariz.

—No íntimamente, amo, no.

¡Por Júpiter! ¡Este hombrecillo era tan estirado como Calías!

—Encuéntralo. Encuentra a Agrón. Encuéntralo aunque tengas que recorrer toda la Suburra. Y no te acerques a la casa de Quintilia por ningún motivo. ¿Entiendes?

—Sí, amo —dijo Batilo rígidamente—. Desde luego. ¿Algún mensaje?

—Ningún mensaje. Sólo una pregunta. Escucha la respuesta y tráemela. Pregunta cuándo Quintilia empezó a perder la vista.

—¿No podrías enviar a otra persona, amo? La Suburra no es precisamente…

—¡Largo de aquí!

Se largó, y yo me volví hacia mi padre.

—Tienes razón, papá —dije—. Quintilia sólo dijo que la letra era genuina, no que ella lo hubiera verificado personalmente. Es decir, lo hizo otra persona, alguien de su entera confianza.

—Asprenas —dijo Perila.

Asentí.

—Asprenas. Sólo tenemos su palabra de que Vela le envió la carta. Y si no la ha visto nadie salvo Quintilia, bien podría ser una falsificación.

Mi padre carraspeó.

—Posiblemente. Más aún, no sería el primer caso.

¡Había pillado a ese cabrón!

—Cuéntanos, papá.

41

Mi padre no me miró. En cambio, cogió una aceituna del plato y extrajo cuidadosamente el hueso con la punta de un cuchillo. Entendí muy bien lo que ocurría. Asprenas pertenecía al círculo áulico: buena familia, buenas conexiones. Esos fulanos eran inmunes a toda crítica externa, y aquí yo entraba en la categoría de «externo». Marco Valerio Mesala Mesalino iba a hacer lo impensable: violar el código tácito que exigía que el círculo protegiera a los suyos.

—Los rumores comenzaron cuando él regresó de Germania —dijo—. No se relacionaban con su conducta durante la campaña. En ese sentido era un héroe. Había hecho todo lo que dicen, había movilizado a sus legiones a tiempo para impedir que los germanos cruzaran el río y desbarataran la frontera. Nadie lo acusó jamás de no ser valiente, ni ingenioso, ni buen soldado. —Liberó el hueso. Mi padre dejó la aceituna desventrada, cogió otra y repitió ese lento y meticuloso proceso—. Los rumores se iniciaron cuando Asprenas empezó a mostrar ciertos documentos, reclamando dinero y propiedades que según él le habían legado algunos colegas que habían perecido en la matanza. Nada muy grande, individualmente. En conjunto, representaban una suma bastante interesante.

Recordé la herrería de Agrón: a Asprenas no le había costado nada porque la había heredado de un amigo muerto.

—¿Y esos documentos eran falsos?

—Eso se sugirió. —Mi padre era el abogado perfecto—. Se sugirió con gran énfasis, en algunos casos. Pero lo cierto es que ningún pariente sabía nada sobre los legados antes de que Asprenas presentara su solicitud.

Naturalmente. Era increíble que ese cabrón pensara que se saldría con la suya. Quizá había apostado (con buen tino, a juzgar por el resultado) a que su reputación militar lo protegería.

—Desde luego, no se presentaron denuncias formales —continuó mi padre—. Si los documentos eran falsos, eran casi perfectos, y en consecuencia, aunque hubo algunos reparos informales, no llegaron a nada concreto.

—¿Pero los rumores persistieron?

—Los rumores persistieron. Y persisten.

—Y los únicos que saben la verdad yacen insepultos en la otra margen del Rin.

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