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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (3 page)

En 1795, después de haber pasado la peor época del terror, Nicolas Séchard se vio obligado a buscar otro colaborador. Entonces fue un cura, que había sido obispo durante la Restauración y que se negaba a prestar juramento, quien remplazó al conde de Maucombe hasta el día en que el Primer Cónsul restableció la religión católica.

Si bien Jérôme-Nicolas Séchard no sabía en 1802 leer ni escribir mejor que en 1793, a cambio se había procurado abundantes medios para poder pagar un buen colaborador. El operario que antes se preocupaba tan poco de su porvenir, ahora se hacía temer de sus osos y monos. Y es que la avaricia comienza donde la pobreza cesa. El día que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interés desarrolló en él una inteligencia material de su estado, pero ávida, suspicaz y penetrante. Su práctica despreciaba a la teoría. Había terminado por calcular en una sola ojeada el precio de una página y de una hoja, según el cuerpo de cada carácter. Probaba a sus ignorantes parroquianos que las letras grandes costaban más de manejar que las finas; si eran pequeñas, decía que eran más difíciles de manipular. Siendo la composición la parte tipográfica de la que nada entendía, tenía tanto miedo a equivocarse que sólo hacía contratos leoninos. Si sus cajistas trabajaban por horas, los vigilaba constantemente. Si se enteraba de que algún fabricante se encontraba en apuros, compraba su papel a un precio irrisorio y lo almacenaba. Desde aquellos tiempos, también, poseía la casa donde la imprenta estaba instalada desde tiempo inmemorial. Tuvo toda suerte de dichas: quedó viudo y no tuvo más que un solo hijo; lo colocó en el liceo de la ciudad, más que por darle una educación, por prepararse un sucesor; le trataba severamente a fin de prolongar la duración de su poder paternal; en consecuencia, los días de vacaciones le hacía trabajar en las cajas para que, según le decía, aprendiera a ganarse la vida a fin de que un día pudiera recompensar a su pobre padre que se mataba por instruirle. A la marcha del sacerdote, Séchard escogió como regente a aquel de sus cuatro cajistas que el futuro obispo le señaló como el más honrado e inteligente. De este modo el hombre se encontró en situación de esperar el momento en que su hijo pudiera dirigir el establecimiento, que entonces se ampliaría bajo jóvenes y hábiles manos.

David Séchard hizo unos brillantes estudios en el liceo de Angulema. A pesar de que como oso, advenedizo y sin conocimientos ni educación, despreciaba la ciencia considerablemente, el tío Séchard envió a su hijo a París para que estudiara alta tipografía, pero le hizo una recomendación tan enérgica de amasar una buena suma en una región a la que llamaba el paraíso de los obreros, diciéndole que no contara con la bolsa paterna, que veía, sin duda, un medio de llegar a sus fines en esa estancia en el país de la Sabiduría. Mientras aprendía su oficio, David terminó su educación en París. El regente de los Didot se hizo un sabio. Hacia fines del año 1819, David Séchard abandonó París sin haber costado un céntimo a su padre, quien le llamó para colocar entre sus manos el timón de sus negocios. La imprenta de Nicolas Séchard poseía por aquel entonces el único diario de anuncios judiciales que existía en el departamento, y trabajaba para la Prefectura y el Obispado, tres clientelas que deberían proporcionar una gran fortuna a un joven activo.

Precisamente por esta época, los hermanos Cointet, fabricantes de papel, compraron el segundo título de impresor con residencia en Angulema, y que hasta entonces el viejo Séchard había sabido reducir a la más completa inactividad, gracias a las crisis militares que, bajo el Imperio, redujeron cualquier movimiento industrial; por tal razón, no la había adquirido y su tacañería fue una causa de ruina para la vieja imprenta. Al enterarse de esta noticia, el viejo Séchard pensó alegremente que la lucha que se establecería entre su establecimiento y los Cointet sería sostenido por su hijo y no por él.

«Yo hubiese sucumbido —se dijo—, pero un joven educado y formado en la casa Didot saldrá adelante».

El septuagenario suspiraba por el momento en que pudiera vivir a sus anchas. Si en la alta tipografía tenía pocos conocimientos, en cambio pasaba por ser extremadamente ducho en un arte que los obreros han dado en llamar humorísticamente la borrachografía, arte muy estimado por el autor de Pantagruel, pero cuyo culto, perseguido por las sociedades llamadas de templanza, está cada día más abandonado.

Jérôme-Nicolas Séchard, fiel al destino que su nombre le había trazado, estaba dotado de una sed inextinguible. Durante muchos años su mujer había contenido dentro de sus justos límites esta pasión por la uva prensada, gusto tan natural a los osos, que el señor de Chateaubriand lo observó en los verdaderos osos de América; pero los filósofos han observado acertadamente que las costumbres de la edad temprana vuelven de nuevo en la vejez con más fuerza aún. Séchard confirmaba esta ley moral: cuanto más envejecía, más le gustaba la bebida. Su pasión dejaba sobre su fisonomía de oso unas huellas que le hacían original: su nariz había adquirido el desarrollo y la forma de una A mayúscula de considerable tamaño, sus dos mejillas venosas se parecían a esas hojas de viña llenas de protuberancias violáceas, purpurinas y a veces empenachadas; se hubiera dicho que era una monstruosa trufa envuelta en los pámpanos otoñales. Escondidos bajo dos espesas cejas, semejantes a dos arbustos cargados de nieve, sus ojillos grises, en los que chispeaba la astucia de una avaricia que lo mataba todo en él, incluso la paternidad, conservaban su inteligencia incluso dentro de la borrachera. Su cabeza calva y desmochada, pero orlada por cabellos grises que aún se rizaban, recordaba a los franciscanos de los
Cuentos
de La Fontaine.

Era bajito y ventrudo, como muchos de esos viejos quinqués que consumen más aceite que mecha, ya que los excesos en cualquier cosa empujan el cuerpo al camino que le es más cómodo. La embriaguez, como el estudio, engorda aún más al hombre gordo y adelgaza al hombre ya de por sí delgado. Jérôme-Nicolas Séchard llevaba desde hacía treinta años el famoso tricornio municipal, que en algunas provincias aún se encuentra sobre la cabeza del pregonero de la villa. Su chaleco y su pantalón eran de una pana verdosa. También tenía una vieja levita marrón oscuro, medias de algodón de varios colores y zapatos con hebilla de plata. Esta vestimenta, en la que una vez más el obrero reaparecía en el burgués, convenía tan bien a sus vicios y a sus costumbres y expresaba su forma de vida de modo tan perfecto, que aquel hombre daba la impresión de haber nacido completamente vestido; os hubiera parecido tan raro sin sus ropajes como una cebolla sin su piel.

Si el viejo impresor no hubiese dado ya desde hacía tanto tiempo una medida de su ciega avidez, su abdicación hubiese sido suficiente para describir su carácter. A pesar de los conocimientos que su hijo debería traer de la gran escuela de los Didot, se propuso realizar a sus expensas el buen negocio que desde hacía tanto tiempo rumiaba. Si el padre hacía uno bueno, el hijo debía de hacerlo malo. Mas para el hombre en los negocios no había padres ni hijos. Si en un principio había visto en David a su hijo único, más tarde lo consideró como un comprador cuyos intereses eran opuestos a los suyos: quería vender caro. David tenía que comprar barato; su hijo, por tanto, se convertía en un enemigo al que había que vencer.

Esta transformación del sentimiento en interés personal, ordinariamente lenta, tortuosa e hipócrita entre las personas bien educadas, fue rápida y directa en el viejo oso, que demostró hasta qué punto dominaba la astuta borrachografía a la tipografía instruida. Cuando llegó su hijo, el buen hombre le testimonió la ternura comercial que las gentes hábiles sienten por los cándidos: se preocupó por él como un amante se hubiese ocupado de su querida; le dio el brazo, le dijo dónde era necesario poner los pies para no tropezar; había hecho arreglar su cama, encender el fuego y preparar una cena. A la mañana siguiente, después de haber intentado emborrachar a su hijo en el curso de una suculenta cena, Jérôme-Nicolas Séchard, bastante avinado, le dijo un «¿Hablamos de negocios?» que pasó tan dificultosamente entre dos hipos, que David le rogó dejar los negocios para la mañana siguiente. El viejo oso sabía sacar demasiado buen partido de su embriaguez para abandonar una batalla preparada desde hacía tanto tiempo. Además, después de haber llevado la cruz durante cincuenta años, se dijo, no quería conservarla ni una hora más. Mañana su hijo sería el Ingenuo.

Aquí tal vez sea necesario decir algo sobre el establecimiento. La imprenta, situada en el lugar en donde la calle de Beaulieu desemboca a la plaza du Murier, se había establecido en esta casa de finales del reinado de Luis XIV. Por tal motivo, y desde hacía mucho tiempo, el lugar había sido ya adecuado a la explotación de esta industria. La planta baja formaba una inmensa sala que recibía luz de la calle a través de una vieja cristalera, y por una claraboya, de un patio interior. Al despacho del dueño se podía llegar por una senda. Pero en provincias, los procedimientos de la tipografía son siempre objeto de una curiosidad tan viva que los parroquianos prefieren entrar por una puerta vidriera, practicada en la fachada que daba a la calle, aunque era preciso bajar unos escalones, ya que el suelo del taller se encontraba por debajo del nivel de la calle. Los curiosos, embobados, nunca se preocupaban de las dificultades de pasar a través de los estorbos del taller. Si contemplaban los racimos de hojas colgadas de cuerdas que pendían del techo, se pegaban contra las cajas o se despeinaban con las palancas de las prensas. Si seguían los ágiles movimientos de un cajista, escogiendo sus letras de los ciento cincuenta y dos cajetines de su caja, mientras leía su manuscrito, releía la línea en su componedor y colocaba en él una interlínea, se tropezaban con una resma de papel mojado o se golpeaban la cadera contra el ángulo de un banco; todo ello ante el gran regocijo de los osos y de los monos. Nunca nadie había podido llegar sin accidente hasta dos grandes cajas situadas al fondo de esta caverna, que formaban una especie de pabellones en el patio, en uno de los cuales sentaba cátedra el regente y en el otro el maestro impresor.

En el patio, las paredes estaban decoradas agradablemente con emparrados que, vista la reputación del dueño, tenían un apetitoso color local. Al fondo, y adosado al negro muro medianero, se alzaba un cobertizo en ruinas donde se secaba y se arreglaba el papel. Allí se encontraba el lavadero, donde antes y después de cada impresión se lavaban las formas, o, por emplear un lenguaje más sencillo, los moldes de los tipos; de allí se escapaba una decocción de tinta, mezclada a las aguas negras provenientes de la casa que hacía creer a los aldeanos que llegaban el día de mercado que el diablo se había adueñado de aquella casa. Este cobertizo estaba flanqueado por un lado por la cocina y por el otro por una leñera. El primer piso de esta casa, sobre el cual no había más que dos habitaciones abuhardilladas, se componía de tres cuartos. El primero, tan largo como la senda, menos la caja de la vieja escalera de madera, iluminado por la calle mediante una claraboya oblonga, y al patio por un ojo de buey, servía a la vez de antecámara y comedor. Pura y simplemente blanqueado, se hacía señalar por la cínica simplicidad de la avaricia comercial: el sucio cristal nunca había sido lavado; el mobiliario se componía de tres sillas cojas, una mesa redonda y un aparador situado entre dos puertas que daban entrada a un dormitorio y a un salón; las ventanas y la puerta estaban ennegrecidas por la mugre, papeles blancos o impresos la llenaban la mayor parte del tiempo; a menudo, el postre, las botellas o los platos de la cena de Jérôme-Nicolas Séchard se encontraban sobre los fardos.

El dormitorio, cuya viga tenía una vidriera emplomada que hacía pasar la luz desde el patio, estaba cubierto por una de esas viejas alfombras que se suelen ver a lo largo de las casas el día del Corpus Christi. Había también un gran lecho con columnas, guarnecido por cortinas, con dosel y un cubrepiés de sarga roja, dos sillones carcomidos, dos sillas de madera de nogal y tapizadas, un viejo escritorio, y sobre la chimenea un antiguo reloj. Esta habitación, en la que se respiraba lo campechano y patriarcal, llena de matices oscuros, había sido amueblada por el señor Rouzeau, predecesor y maestro de Jérôme-Nicolas Séchard. El salón, modernizado por la difunta señora Séchard, ofrecía espantosos revestimientos de madera, pintados de un azul deslavazado; los entrepaños estaban decorados con un papel con escenas orientales, coloreadas en bistre sobre un fondo blanco; el mobiliario consistía en seis sillas guarnecidas con badana azul y cuyos respaldos representan unas liras. Las dos ventanas, groseramente abogadas, a través de las cuales la vista abrazaba la plaza du Murier, carecían de cortinas; la chimenea no tenía ni fuego, ni reloj, ni espejo. La señora Séchard había muerto en medio de sus proyectos de embellecimiento y el oso no comprendía la utilidad de las mejoras que no proporcionaban ningún beneficio, por lo que las abandonó. Allí fue adonde Jérôme-Nicolas Séchard,
pede titubante
, condujo a su hijo enseñándole sobre la mesa redonda una lista del material de la imprenta que, según sus instrucciones, el regente había preparado.

—Lee eso, hijo mío —dijo Jérôme-Nicolas Séchard, girando sus borrachos ojos del papel a su hijo y de su hijo al papel—. Podrás ver la joya de imprenta que te doy.

—Tres prensas de madera, dirigidas por barras de hierro con una platina de fundición…

—Es una mejora que he hecho —dijo el viejo Séchard, interrumpiendo a su hijo.

—Con todos sus utensilios: tinteros, tipos y bancos, etc., ¡mil seiscientos francos! Pero, padre —dijo David Séchard, dejando caer el inventario—, sus prensas son unos cacharros que no valen ni cien escudos y que sólo sirven para el fuego.

—¿Cacharros?… —gritó el viejo Séchard—, ¿cacharros?… ¡Coge el inventario y bajemos! Vas a ver si vuestras invenciones de mala cerrajería maniobran como esos viejos aparatos tan despreciados. Después no tendrás el valor suficiente para injuriar a honestas prensas que marchan mejor que los coches correos y que aún marcharán durante toda tu vida sin necesitar la menor reparación: ¡Cacharros! ¡Sí, son los cachorros los que te ayudarán a encontrar la sal para cocer los huevos que has de comer! Cacharros que tu padre ha manipulado durante veinte años y que le han servido para hacer de ti lo que ahora eres.

El padre se precipitó por la escalera vieja y usada, tambaleándose, pero sin perder el equilibrio; abrió la puerta que daba al taller, se precipitó sobre la primera de sus prensas, disimuladamente engrasada y limpia, y mostró las fuertes patas de madera de roble, barnizadas por su aprendiz.

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