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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (11 page)

El hombre lloraba de alegría viéndose de nuevo entre cristianos, aunque parte de ese llanto fuera porque en la isla de los Ladrones dejaba mujer y dos hijos, cuán triste es la condición del pobre marinero siempre con el corazón dividido entre la tierra que le vio nacer, que tira mucho de él (esto es notable entre los gallegos y menos entre los euskaldunes, no sé por qué será), y los amores que deja allá por donde pasa, aunque no todos.

El Urdaneta comenzó a poner por escrito las cosas que le contaba el Gonzalo de Vigo, muy por menudo, porque a los comienzos todo lo que le contaran de aquel nuevo mundo entendía era del mayor interés y por eso lo escribe en su
Relación,
pero según pasaba el tiempo se cansó y hay años en los que no cuenta nada. De todo lo que le oía lo que más le interesaba era lo que atañía al habla malaya, y si el de Vigo decía una palabra en esa lengua de seguido la apuntaba y ya no se le olvidaba, y aun sin apuntarla tampoco se le olvidaba. Todos, qué remedio, acabamos entendiendo algo de esas hablas, pero el Urdaneta fue el que mejor se servía de ellas y hasta dejó escrito un diccionario que mucho aprovechó a los que vinieron después. Decía que muchas de aquellas palabras eran como las del euskaldun, mas eso yo no lo puedo adverar; digo que serían imaginaciones suyas.

El Gonzalo de Vigo nos contaba cosas de la isla de los Ladrones que nos dejaban el alma en suspenso, por ser tan contrarias a nuestros hábitos, y por uno de los más torpes fue por el que salvó la vida. Desertó de la
Trinidad
con otros dos más, según él porque los tripulantes sumaban más de cincuenta, todos arracimados en una nao que justo alcanzaría a desplazar los cien toneles, siendo tanta la insanidad que raro era el día que no moría alguno y por este temor una noche, a nado, se llegaron hasta la los Ladrones, con que suponían serían del agrado de éstos, mas no debieron de serlo del todo puesto que a sus dos compañeros los mataron y a él no pudieron darle muerte porque acertó a esconderse en un bosque, que allá son como selvas en las que buscar a una persona es como buscar una aguja en un pajar, y en eso decía verdad pues aquellas forestas son tan tupidas como no se las pueden imaginar si no son vistas.

Y ahora vamos a lo de la costumbre torpe, que es la siguiente: todos los indios solteros tienen la libertad de entrar en cualquier casa de indio casado cuya mujer le parezca bien y usar con ella lo que quisiere, y si el marido está en la casa, luego que el otro entra se sale fuera y no ha de volver mientras el mancebo está dentro. El indio soltero lleva dos varas en la mano a modo de regalo, y siempre tiene que ser bien recibido tanto por el esposo, como por la esposa. El Gonzalo de Vigo conocía de esta costumbre, de cuando habían pasado por allá con la escuadra del señor Magallanes, y estaba tan desesperado de dar vueltas por la selva, alimentándose de hierbas y otras miserias, que decidió probar suerte, amén de que bien sabía que los salvajes son de poco fundamento en sus rencores, y un día te matan sin que se acierte a saber la causa, y al otro te dejan con vida y hasta te hacen loas. En una de las cabañas más apartadas del poblado vivía un hombre viejo, que debía de tener alguna autoridad entre los suyos y por eso estaba casado con una mujer más joven, aunque esto no es extraño entre ellos, digo lo de que los viejos vivan con jóvenes, o de que tengan una esposa joven para unas cosas y otra más anciana para otras.

Allá se fue el Gonzalo de Vigo, con una vara en cada mano, como muestra de cuáles eran sus intenciones y el marido consintió porque entre ellos es costumbre sagrada ese respeto al mozo soltero, aunque no sea de la tierra. Esto contaba el Gonzalo de Vigo, aunque no está del todo claro que fuera así, pues cierto que el marido consintió y prueba de ello es que con aquella mujer hubo dos hijos, pero no es menos cierto que el hombre viejo ya no estaba para procrear y se le daba poco de lo que hicieran con su mujer, pero en cambio tomó al Gonzalo de Vigo como esclavo y le obligaba a hacer todos los trabajos de la tierra y de los árboles —allá viven de los frutos que toman de éstos—, y también de salir a pescar en un río muy hermoso que tienen, o en la mar. A Gonzalo de Vigo, con tal de salvar la vida, todo le parecía bien y tampoco le disgustaba lo de cohabitar con aquella mujer que al principio le parecía muy fea, no porque lo fuera, sino porque era de una apariencia distinta a la que tienen las nuestras, pero según te haces gustas más de ellas.

Ya estaba resignado a que su vida había de ser siempre así, y no demasiado contrariado por ello, cuando les llegaron noticias de que un navío o casa flotante, como le llaman los salvajes, se acercaba a la isla y cuando supo que era de Castilla le entró la comezón dicha. Pero en más de una ocasión, pasados los años, cuando padecíamos tantas penalidades por aquellas islas del demonio, bien que se lamentaba de haber abandonado su hogar en la isla de los Ladrones, en la que vivía tan regalado y hasta considerado por los nativos. Esto tuvimos ocasión de comprobarlo cuando nuestro capitán, pasados unos días, no demasiados, una vez que hubimos estibado bien de frutos y también carnaja, determinó levar anclas y ahí fue de ver cómo algunos indígenas le daban gritos al Gonzalo de Vigo para que no se fuera, y una mujer con un niño de cada mano no quiso apartarse de la playa hasta que el navío desapareció del todo. La mujer se llamaba Licana, que en su habla quiere decir «marea tranquila» y si hacía honor a su nombre tengo para mí que mejor hubiera hecho el Gonzalo de Vigo quedándose con ella, pues de poca tranquilidad disfrutamos de allí en adelante.

La primera de todas las intranquilidades fue que no habían pasado siete días que habíamos zarpado de los Ladrones cuando por el mal de siempre se nos murió el Alonso de Salazar; ¿es que acaso no había bebido del vino de palma que ya traíamos con nosotros? Si lo bebió, o no, no acierto a determinarlo, pero muerto fue y hubimos de darle sepultura en la mar, pese a que estábamos cerca de una isla y en ella podíamos haberle dado tierra que parece de más fundamento que dejarlo como pasto de los tiburones que tanto abundan por aquellas aguas, pero dicen que los marinos lo prefieren.

Entonces fue cuando la marinería dijo lo de la negra sombra que se cernía sobre los capitanes de la
Santa María de la Victoria,
tres muertos en poco más de un mes, que poco afectó a los que querían sucederle en el mando, que fueron dos, uno de ellos el Hernando de Bustamante que invocaba como razón para su nombramiento el que ya había estado por aquellas islas y que había dado muestras de gran valor pues fue el único de los que salió con vida de la primera vuelta al mundo, y se apuntó a la segunda expedición conociendo bien los peligros, y en eso no le faltaba razón, pero no al extremo de que fuera a hacerse con el mando quien comenzara siendo barbero en Mérida. El otro era el Martín Iñiguez de Carquizano, guipuzcoano de Elgoibar, y los euskaldunes que íbamos en la nao nos determinamos que había de ser éste, y no el de Mérida, no porque fuera de nuestra tierra sino por el temple del que había dado muestras en los peligros por los que habíamos pasado, y por saber mandar con mucha oportunidad. En su contra tenía este Carquizano que en el habla castellana se expresaba con alguna torpeza, mientras que Bustamante, como falso que era, tenía un hablar muy florido que convenció a muchos de la tripulación, y ya estaba decidido que la elección se hiciera por votación, en la que por lo dicho llevábamos todas las de perder, y así se lo hice saber al Urdaneta. Que el Bustamante era falso el tiempo lo demostró, pues cuando andábamos más empeñados en pugna con los portugueses (de lo que se hablará en su lugar) quiso amotinar a los soldados para pasarse al bando de nuestros enemigos, ¿cuándo se ha visto cosa igual?, por eso no nos remuerde la conciencia lo que a continuación urdimos, que fue lo siguiente:

Yo bien sabía lo que iba a suceder pues seguía con mi afición al naipe, que es entretenimiento que tanto alivia las horas tristes del pobre marinero, y unos y otros me decían los muchos méritos que tenía el Bustamante para ser nuestro capitán y así se lo referí al Urdaneta que tenía más amistad que yo con el Carquizano y, por decir verdad, confiaba más en su juicio que en el mío. Y su juicio fue decirle a Iñiguez de Carquizano que de ningún modo habíamos de consentir en las votaciones y éste, como muy avisado que era, estuvo conforme y tomó una medida que dio muestras de lo buen capitán que iba a ser; le prometió al Francisco de Soto que le haría contador general, a Diego Soler, factor general y a Gutierre de Tuñón, tesorero de la nao, si salía nombrado capitán. Estos cargos eran muy codiciados pues a la hora del reparto bien del botín, bien de las especias que pensábamos sacar del Moluco, cada uno llevaba tres partes por una de los marineros. Y todavía no habíamos perdido la esperanza de que las naves perdidas acabaran apareciendo por allí, y las ganancias podían ser mayores.

Con esta determinación el Carquizano reunió en el alcázar de popa a la tripulación con los euskaldunes y los citados, bien apercibidos y con las pistoletas al cinto, y les largó un discurso que había preparado con la ayuda del Urdaneta en que les venía a decir que siendo poquedad los que íbamos en la nao, sería gran deservicio de Su Majestad seguir sin un capitán, y que él debía ser ese capitán como oficial que era del emperador, y que no había otro igual en el navío, y que esto había de hacerse presto, pues en la ruta en la que ya estábamos podríamos toparnos con navíos portugueses, y que habíamos de estar muy concertados para combatirlos si preciso fuera. Estuvo muy bien preparado y en ello urdió lo suyo el Urdaneta, pues no había terminado su discurso el Carquizano cuando se adelantaron el Francisco de Soto, el Diego Soler y el Gutierre de Tuñón, los tres muy relevantes en la escuadra, y juraron respetarle como jefe supremo, y de seguido fuimos los euskaldunes que hicimos otro tanto, y tras nosotros los restantes, salvado el Hernando de Bustamante que comenzó a clamar, mas de poco le sirvió pues el Carquizano le mandó echar grillos. Pasado el tiempo también prestó juramento, pues de no hacerlo ya sabía lo que le esperaba.

Tras este enredo el Urdaneta ganó mucho en la estima del Carquizano, y siempre que había de hacerse una descubierta era el Urdaneta el que se ponía al frente, y yo tras él pues confiaba mucho en la gracia que me daba en el manejo de la escopeta, digo de presteza en encender la mecha y hacer puntería, y la siguiente descubierta la hicimos en la bahía de una isla tan grande que en quince días no se recorre de punta a punta, y que los indígenas llamaban
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, que a los comienzos fue muy provechosa pues fuimos muy bien recibidos por los salvajes, que son de esta guisa: de estatura mediana, en algo menor que la nuestra, y van todos muy pintados y se cubren de la cintura para abajo con paños de algodón y también de seda. Son muy dados a estar en guerra con otros poblados, porque de ellos sacan gran provecho, pues además de arcos y flechas —que esto ya queda dicho que es común a todos los pueblos salvajes— disponen de azagayas, dagas y otras clases de armas de hierros. Con las azagayas son muy diestros, ya que éstas son como dardos arrojadizos con los que hacen mucho daño, pues o matan o dejan muy malherido al que lo recibe. Los navíos de que se valen se llaman calaluts y están muy bien hechos. Los cabellos los traen luengos y atados o dados vuelta en el colodrillo; no crían barba y por eso, a veces, no se distinguen los hombres de las mujeres, salvados los pechos que les caen muy lacios, digo a las que no son púberes. Hago esta explicación tan por menudo pues los indígenas que habíamos de encontrarnos en otras islas, y esto durante años, en poco se diferencian, y así queda dicho de una vez por todas.

Alguna noticia teníamos de que en estas islas podía haber oro, aunque nosotros no íbamos por él, sino por el clavo, que en peso vale tres veces lo que el oro, y es más disimulado el ir en su busca pues no da las mismas muestras de codicia que ir por oro; por eso nuestro capitán nos tenía advertido que de ningún modo negociáramos sobre él. Razón no le faltaba al Carquizano, pero decir a un jugador de naipe que vea oro y haga como si no lo viera es soñar en lo excusado, y es lo que me sucedió a mí, pues los indígenas que salieron al encuentro del batel en el que íbamos el Urdaneta y diez más, así que sonreían, a lo que son muy dados, mostraban en los dientes gruesas incrustaciones de oro y también manillas y orejeras del preciado metal.

El Urdaneta, como muy cumplidor que era, se puso a negociar bastimentos contra cuentas de vidrio que, en su ignorancia, aprecian más que el oro, y así le trajeron cocos, plátanos, batatas, citras, vino de palma, y nos llevaron a un arroyo en el que pudimos hacer una buena aguada; al tiempo yo, a modo de juego y como para congraciarme con ellos, a algunos más apartados y de los que llevaban más oro encima, les mostré los naipes que es milagro —digo en este caso del demonio— lo pronto que aciertan para qué sirven y al poco ya conocen que el rey vale más que la sota, y sin entendernos en el habla, nos entendimos en el vicio, y yo me dejaba ganar cuentas de vidrio y a ellos les ganaba aretes de oro, y también incrustaciones de los dientes que se pueden arrancar sin sacar la muela. El Urdaneta me miraba de reojo y me decía que no hiciera tal, pero consentía pues a los que desposeía de oro a cuenta de vidrios, los veía muy reidores y eso convenía para nuestros tratos.

En este trato estuvimos cosa de tres días, al cabo de los cuales regresamos muy ufanos a la
Santa María de la Victoria
donde fuimos muy bienquistos, ansiosos como estaban de provisiones, y esto se entiende por lo siguiente: cuando andábamos por los peligros del estrecho, el mucho frío hacía que los alimentos tardaran en pudrirse, eso lo teníamos comprobado, pero al llegar a las islas con los calores se tornaron las cosas y un fruto que un día estaba en sazón, al otro no se podía comer y si se comía comenzaban las evacuaciones del vientre, a veces hasta con peligro de la vida, por eso cada poco había que repostar y fue de los trabajos que tuvimos en aquellos años.

Al otro día volvimos los del batel a por más alimentos, y siendo los indios los mismos, no parecían serlo y como primera medida nos dijeron que matásemos las mechas de las escopetas, que para nada las íbamos a precisar; hicimos caso omiso pues bien temíamos que si hablaban así era porque pensaban hacernos alguna bellaquería. Tampoco quisieron saber nada de juego de naipes, pese a que yo lo tenté. Al fin supimos la razón porque uno de ellos que hablaba la lengua malaya, que era la que mejor entendía el Gonzalo de Vigo, nos dijo que habían venido al saber que nosotros éramos también farangüis y, por tanto, ladrones y robadores por donde quiera que pasaran. ¿Farangüis?, decía el de Vigo, ¿qué quiere decir farangüis? Nos llevó su tiempo saber que era así como ellos llamaban a los portugueses, y así por vez primera oímos hablar de quienes iban a ser nuestros enemigos de allí en adelante. Por mucho que les juramos que nosotros no éramos farangüis, no se lo creyeron y nos hubimos de volver a la nao sin ninguna clase de bastimento.

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