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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (3 page)

Doña Catalina Portu llevaba a mal lo de la primera, la que la hubo siendo virgen, de nombre María Dernialde, y le decía: «¡Si prometiste, cumple!», a lo que don Juan Sebastián asentía, pero luego no hacía. Esto lo vide yo de decir, y en una ocasión parecía que iba a cumplir y aún no acierto a saber por qué no lo hizo, y de ello fui testigo porque para aquellas fechas, poco antes de embarcarnos, el Urdaneta había demostrado tal devoción por el señor Elcano que éste se servía de él, como si fuera su paje, y se pasaba más tiempo en Cetaria que en Zumaia y noches hubo que se quedó a dormir en Elkano-Goena. Yo le reprendía y le decía que así no habíamos de avanzaren nuestras lecciones, pero al Urdaneta se le daba poco de mis reprimendas convencido como estaba fie que no iba para hombre de leyes, sino de la mar. Bien es cierto que sabía que mis reprimendas eran por bien quedar con su señor padre que me seguía mandando la soldada cada mes, pero que yo estaba en otra clase de enredos que, como se verá, a punto estuvieron de costarme la vida, y tampoco me importaban demasiado aquellas lecciones, que no digo que no fueran provechosas por lo aprovechado que era el Urdaneta para todo lo que fuera aprender.

El ser paje de donjuán Sebastián, con quince años que tendría, era gran honor y los parientes del caserío consintieron que en lugar del caballejo trotón se sirviera de una mula de buena alzada, que mejor no la tenía el señor obispo, y a ella le uncieron un carro con sus asientos laterales y en él se paseaba el señor Elcano de un lugar para otro, y uno de esos lugares fue el caserío en el que vivía la María Dernialde con el hijo de ambos. En esta ocasión el viaje se hizo con cierto misterio, pues el señor Elcano advirtió al Urdaneta que se llevara consigo apaño para pasar la noche fuera y que se buscara ayuda, pues era preciso atravesar un río que vendría muy crecido ya que seguíamos en una de las primaveras más lluviosas que se recordaban, y esa ayuda fui yo.

El señor Elcano iba contento y hasta hicimos cantos por el camino, muy largo, que nos llevó casi todo el día habiendo salido de buena mañana. Otras veces callaba y nosotros respetábamos su silencio; en ocasiones se dirigía a mí para preguntarme cosas del habla castellana, en la que se mostraba muy torpe, no es de creer con tantos años como llevaba al servicio de la Corona de Castilla. Me preguntaba por el nombre de los árboles y también le gustaba que se los dijera en latín. Lo de vadear el río fue cosa de poco y a mí me extrañó que hombre que había atravesado caudales infinitamente mayores, como los que hay en las islas del Pacífico, mostrara tantas precauciones con lo que no pasaba de ser un arroyo crecido, y así se lo hice ver, con el debido respeto, a lo que él me replicó:
«Urandi txiki geyago etoi»,
que en el habla castellana quiere decir que el río pequeño puede ser muy traidor, y nos contó de un soldado que despreció un arroyuelo en la isla de Cebú, y se le llevó la corriente hasta estrellarlo contra unas piedras y allí perdió la vida; en cambio llegar a río grande y tomar precauciones de armar almadías, todo era uno. Yo le escuchaba con gusto estos consejos, pero el Urdaneta bebía de sus labios. En el río ese que atravesamos donjuán Sebastián se mostró como gran señor, sin bajarse del carro, y fuimos el Urdaneta y yo, uno delante y otro detrás, empujando, los que tuvimos que hacer el avío, aunque ya digo que fue cosa de poco. Discurro que sería para no mojarse las botas de caña alta que llevaba, para mejor parecer ante su enamorada, a cuyo encuentro íbamos.

Llegamos a la caída de la tarde y es de los lugares hermosos que recuerdo haber visto, con ser muchos los que he recorrido en mi larga vida. Estaba en lo alto de un monte, bien plantado de pinos, pero por aquella parte con el suelo muy llano, bueno para pastar el ganado, con ese aroma que desprende la hierba cuando está recién segada que no lo hay igual en el mundo entero. Así que le dimos vista nos mandó detener el carro y de ahí no nos dejó pasar, pues bien claro quedó que por nada quería que conociéramos a la María Dernialde. Donde paramos había un pajar, en el que pasamos la noche y de comer no nos faltó pues nos atendió una buena mujer, digo yo que sería la madre de la Dernialde.

El Urdaneta, como en todo lo que se refería a su principal, se mostró muy respetuoso y para nada quería fisgar en lo que ocurriera en el caserío, pero yo no me mostré tan recatado y antes de que anocheciera me acerqué por un lugar disimulado y vide con qué ternura trataba el señor Elcano a su enamorada. Muy comedido en el trato, le acariciaba ora una mano, ora el pelo, y al principio estaba el niño con ellos y donjuán Sebastián lo mecía en sus rodillas, como es costumbre que hagan los padres, y luego apareció la señora que queda dicha, se lo llevó con ella, y quedaron solos, lo que aprovechó el señor Elcano para redoblar sus muestras de afecto, que la Dernialde recibía con evidentes señales de agrado, aunque tampoco faltaron lágrimas. Cuando se echó la noche se entraron dentro del caserío, y lo que pasara dentro sólo ellos y Dios lo sabe, pero con gran sorpresa al otro día, muy de mañana, apareció un cura que por el aire rústico y el balandrán raído que llevaba, traía todas las trazas de ser párroco de pueblo chico, y fue cuando pensamos que venía a desposarlos, pues no lejos de allí se veía una iglesuca buena para ese menester. Pero de que no hubo boda estamos ciertos, pues el cura al poco se fue como había venido, y el señor Elcano y la Dernialde salieron a despedirle y luego don Juan Sebastián se vino a donde estábamos nosotros y nos mandó aparejar el carro. Son de las cosas que no se olvidan pese a los años transcurridos, la Dernialde allá en lo alto viendo cómo se marchaba el gran hombre, su figura en el trasluz parecía muy hermosa y, si mal no recuerdo, el pelo lo traía rubio, recogido en una trenza, y más no puedo decir pues no se distinguía en la distancia. La señora que pensamos que fuera su madre se acercó al carro cuando ya estábamos para partir, y a ésta fue a la que don Juan Sebastián, con algún disimulo, le dio una bolsa de monedas.

En el camino de vuelta no hubo cánticos, ni apenas donjuán Sebastián abrió la boca, y nosotros hicimos otro tanto. Este regreso fue más corto o mejor dicho, más rápido por ser cuesta abajo. Por lo relatado pienso que el señor Elcano tiempo tuvo para casarse, y que si no lo hizo fue porque no quiso. Pasados los años el Urdaneta, a quien el señor Elcano le hacía muchas confianzas, díjome que no casó porque se iba a la mar en travesía de años dejando a la mujer como viuda sin serlo y siempre con la zozobra de si volvería o no volvería y el señor Elcano deseaba que si la Dernialde topaba con un buen hombre que la quisiera, y lo mismo a su hijo, casara con él bien dotada como pensaba dejarla. No soy yo quién para juzgar a tan gran hombre, ni si acertó en esta forma de discurrir. Pero la Dernialde nunca casó y sólo vivió para criar a su hijo Domingo y mantener en él, vivo, el recuerdo de tan gran padre.

Capítulo 2

A LA FLOR DEL BERRO, DE ZUMAIA A LA CORUÑA.

El enredo en el que me encontraba y en trance estuvo de costarme la vida era el siguiente: había en Zumaia un hombre rico, quizá el más rico del pueblo, pues era dueño de una atarazana que daba sobre la ría y de allí salían todas las naos y pataches no sólo de Zumaia sino también de las villas vecinas. Traía tan buena fama que hasta le mandaban construir naves de la región de Francia; con esas riquezas es de imaginar cómo no andaría de caseríos y otras tierras que compró hasta en el bosque de Aya. Luego se supo que no todas sus riquezas eran igual de limpias. Casó primero con mujer de la tierra, de la que hubo dos hijos, más alguno que se le murió, y cuando enviudó desposó a una doncella a la que doblaba la edad, y ahí estuvo mi perdición. Aunque esta mujer ya es muerta no procede que diga su nombre, ni tampoco el del que fuera su marido. Éste era muy revoltoso, y pese a ser tan rico no se cansaba de serlo más, y tuvo la ocurrencia de embarcarse con barcos de su flota en una marea para la pesca de la ballena, decía que para salar su carne y vendérsela a los navíos que emprendían la ruta de las Indias. Mira qué ocurrencia embarcarse en una marea que no bajaba de los seis meses, dejando sola a mujer joven y no mal parecida.

La otra ocurrencia fue que quería que sus hijos, uno de ocho años y otro de diez, aprendieran letras y ahí es donde entré yo. Mayor alegría no me pudo dar pues mi soldada se multiplicó por tres y podía haber vivido con gran holgura si no fuera por la flor del berro que me tenía esclavo de mi vicio. En toda Castilla estaban severamente prohibidos los juegos de azar y a los que fabricaban dados o naipes los castigaban a pena de destierro, y a los que jugaban sirviéndose de ellos les confiscaban todo lo ganado y les ponían una multa. Pese a ello jugar jugábamos, por ser grande la afición que hay en Ipuzcoa a ese mal, pero en lugar de dados nos servíamos de tabas, o de unos huesos en marfil muy lindos y el señor corregidor de la villa hacía la vista gorda. Y así, las ganancias que merecía honradamente como maestro, se me iban torpemente como fullero pues era tal mi pasión, que si la ocasión se me presentaba no dudaba en hacer trampas, y a pesar de todo perdía, pienso que porque había otros más fulleros que yo.

Mas la gran pasión de todos los pueblos de la costa, y también de los del interior, eran las apuestas que al no tratarse de juegos de azar eran lícitas o, a lo menos, no había señor corregidor que se atreviera a prohibirlas entre oirás razones porque ellos eran los primeros en tomarlas. Digo apuestas sobre juegos de fuerza y destreza, pues los vascones nos mostramos muy orgullosos de nuestras fuerzas y en eso pensamos que somos más que los de otras partes del Reino, mira de qué necedad nos ufanamos. Los juegos suelen ser los de cortar troncos de haya, que es la madera más dura que hay por aquellos bosques, los de regatear a remo con las mismas traineras con las que se sale a pescar la merluza, los de arrastrar piedras tiradas por bueyes, y el más principal es el del juego de pelota, que no es sólo de nuestra tierra pues se juega en otras partes de Castilla, de Francia, y, según me cuentan, en la Inglaterra. También me cuentan que don Francisco Pizarro, el gran conquistador del Perú, gustaba de jugarlo en su casa de la Ciudad de los Reyes, y pienso yo que sería porque en su tropa había muchos vascos.

Con parecer inocente esto de mediar dinero en juegos de fuerza o destreza, el mal acaba siendo mayor que en los juegos de azar pues en éstos, como su nombre indica, todo depende de la suerte sin que medie la pasión humana, pero en los otros, cuando son dos pueblos los que se enfrentan, parece que nos va la vida en que ganen los nuestros y por conseguirlo se apuesta lo que se tiene y lo que no se tiene, y eso es lo que nos ocurrió a nosotros. Digo nosotros pues creo que se entiende lo que pasó entre aquella mujer y yo.

A los dos hijastros los atendía como si fuera su madre, y en eso nada cabe reprocharle. Al comienzo, cuando llegaba yo a su casa para darles la lección me dejaba solo con ellos, pero más tarde comenzó a decir que también le convenía a ella aprender letras y se sentaba a la mesa, al principio muy recatada, luego no tanto, y cuando tomó confianza todo eran risas y bromas, pues no se comportaba como las mujeres de la tierra, de suyo muy comedidas, sino que era de la parte de Andalucía que fue donde la conoció su esposo en una navegación de cabotaje, en Huelva, que traen fama de más traviesas y en aquella ocasión se demostró ser cierto. Luego despedía a los hijastros, o les mandaba algún quehacer, y cuando nos quedábamos solos acabó pasando lo que era de temer.

Si grave era mantener amoríos con mujer casada, peor fue lo que sucedió después; la metí en la flor del berro por la que mostró afición porque para nuestra desgracia a los comienzos tuvimos suerte y, en un encuentro de traineras que hubo entre las de Zumaia y las de Ondarroa, ganó la nuestra y lucramos buenos doblones que los había puesto ella, pues yo no tenía para tanto, pero luego los partíamos por mitad. Y así una vez y otra hasta que se acabaron los dineros que su marido le había dejado en una bolsa, muy cumplida, que había de servirle por seis meses y a nosotros apenas nos duró dos. Por si estaba en un apuro, aquel confiado marido le había puesto una carta de crédito, contra unos banqueros del Bilbo, y como en mayor apuro no podíamos estar recurrimos a ella, qué locura, porque era para apostar en un juego de pelota que tendría lugar en Lekeitio, y que era cierto que habíamos de ganar pues me habían asegurado que el partido estaba amañado, y vencerían los azules. Ésta es una costumbre que hay en partidos importantes, que los de un lado se pongan una banda azul a la cintura y los contrarios roja. La mujer lloraba y me suplicaba, « ¡mira bien lo que haces, que esto puede ser nuestra perdición!», y lo fue porque bien que me engañaron y ganaron los que no debían.

La mujer no hacía más que llorar y decir una y otra vez que su esposo, que por las cuentas ya estaba para regresar, la mataría no sólo por haberle faltado a la honra, sino por haberle perdido los dineros, a lo que yo le replicaba que el remedio estaba en que vendiéramos las joyas que guardaba, pues no era de razón que la suerte siguiera dándonos la espalda por más tiempo; así discurrimos los que padecemos ese mal, y así convencemos a los que igualmente lo padecen. La mujer me entregó unos zarcillos con buena pedrería, más un collar y un broche, que no me dio tiempo de venderlos porque la mujer se mostró muy torpe y en lugar de disimular ante los vecinos, también lloraba y se lamentaba, sin decir la causa, pero poco le costó el averiguarla a la madre de la primera mujer, la abuela de los niños, que tenía fama de sorgiña aunque no hacía falta ser muy bruja para saber lo que estaba pasando, y tiempo le faltó para mandar recado a quien había sido su yerno, que ya andaba navegando por la costa de Laredo. Si le hizo llegar el mensaje por tierra o por mar no lo sé, pero sí que llegó presto, y pronto todo el pueblo sabía lo que iba a suceder.

Un domingo que fui a comer a On Aize, queriendo fingir que nada sucedía, mi padre me recibió colérico y no me dejó atravesar la puerta. «¿Pero qué has hecho
txotxolui
¿Quieres ser nuestra perdición? ¡Vergüenza debía darte!» Hablaba así porque el hombre rico tenía mala fama y se decía que buena parte de sus riquezas no eran del todo limpias, sino manchadas de sangre, y que si tan poco se le daba deshacerse de quienes le estorbaban, menos le daría hacerlo con quien tan gravemente le había ofendido y quién sabe si no haría extensiva su venganza a los de su familia. Disponía de poder sobrado para portarse así, pues tenía de su favor al corregidor a quien cuidaba de mantener contento.

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