Las llanuras del tránsito (136 page)

La nieve granulada no se formaba en la superficie, sino en lo profundo del anfiteatro, y cuando caía más nieve, las esferas compactas más pesadas se elevaban y sobrepasaban el borde del nido. A medida que se acumulaba un número más elevado, las bolas de hielo casi circulares se unían con tal fuerza a causa del peso que soportaban que se liberaba una fracción de energía adoptando la forma de calor. Durante un instante, se derretían en los muchos puntos de contacto e inmediatamente volvían a congelarse, soldando las bolas. A medida que aumentaba la profundidad de las capas de hielo, la acrecentada presión reorganizaba la estructura de las moléculas para formar hielo sólido, cristalino, pero con una sutil diferencia: el hielo fluía.

El hielo del glaciar, formado bajo una presión tremenda, era más denso; pero en los niveles inferiores, la gran masa de hielo sólido fluía tan libremente como cualquier líquido. Separándose alrededor de las obstrucciones, por ejemplo, las altas cumbres de las montañas, y reagrupándose del lado opuesto –a menudo llevando consigo gran parte de la roca y dejando detrás islas de afiladas cumbres–, un glaciar se adaptaba a los perfiles del terreno y lo pulverizaba y reconstituía al pasar.

El río de hielo sólido tenía corrientes y remolinos, remansos estancados y centros torrentosos, pero se movía con un ritmo distinto, tan ponderadamente lento como gigantesco. Podía tardar años en desplazarse algunos centímetros. Pero el tiempo no importaba. Disponía de todo el tiempo del mundo. Mientras la temperatura media se mantuviese bajo la línea crítica, el glaciar se alimentaba y crecía.

Los anfiteatros de las montañas no eran las únicas cunas. Los glaciares se formaban también en suelo llano, y una vez que cubrían un área bastante amplia, el efecto de enfriamiento distribuía la precipitación fuera del túnel anticiclón, centrado en el punto medio, y lo llevaba a los márgenes de los extremos; el espesor del hielo era casi el mismo en toda su extensión.

Los glaciares nunca estaban totalmente secos. Cierta proporción de agua se desprendía constantemente a causa de la fusión provocada por la presión. Este líquido llenaba las pequeñas grietas y los recovecos, y cuando se enfriaba y volvía a congelarse, se expandía en todas las direcciones. El movimiento de un glaciar era hacia fuera, extendiéndose hacia todos los puntos a partir de su origen, y la velocidad de su movimiento dependía de la pendiente de su superficie, no de la pendiente del suelo que estaba debajo. Si la pendiente superficial era acentuada, el agua contenida en el glaciar fluía ladera abajo con más velocidad a través de las grietas del hielo y extendía el hielo al congelarse nuevamente. Los glaciares crecían con más velocidad cuando eran jóvenes, cuando estaban cerca de los grandes océanos o los mares, o en las montañas donde los altos picos garantizaban densas nevadas. Se aminoraba la velocidad de crecimiento después que se extendía, cuando su amplia superficie reflejaba la luz del sol y el aire que incidía sobre el centro se hacía más frío y más seco, y producía menos nieve.

Los glaciares de las montañas del sur se habían extendido a partir de sus altos picos, llenando los valles hasta el nivel de los altos pasos de las montañas y desbordándolos. Durante un anterior período de avance, los glaciares de las montañas colmaron la profunda zanja de una falla que separaba el promontorio de la montaña y el antiguo macizo. Cubrió la meseta y después se extendió hacia las altas montañas erosionadas de la cadena septentrional. El hielo retrocedió durante el calentamiento estacional –que estaba tocando a su fin– y se fundió en el valle, que era una playa de tierras bajas, dando lugar a un ancho río y un extenso lago agredido por las morrenas, pero el glaciar de la meseta de las tierras altas, el mismo que ellos estaban cruzando, permaneció helado.

No podían encender fuego directamente sobre el hielo y pensaron usar el bote redondo como base de las piedras del río que habían traído para encender encima el fuego. Pero antes tenían que retirar todas las piedras de quemar que había en el bote redondo. Mientras Ayla quitaba el grueso cuero de mamut, pensó que podían usarlo como sostén y encender fuego encima. Aunque se chamuscara un poco, no importaba. Se felicitó por haber pensado en traerlo. Todos, incluso los caballos, recibieron agua y algún alimento.

Mientras estaban allí, el sol desapareció por completo tras las densas nubes, y antes de que reanudaran la marcha, la nieve espesa empezó a caer con sombría decisión. El viento norte aulló y batió la extensión helada; en toda la vasta lámina que cubría el macizo no había nada que se opusiera a su paso. Estaba preparándose una ventisca.

Capítulo 42

Cuando la nieve empezó a caer más densamente, la fuerza del viento que venía del noroeste se acentuó súbitamente. Arremetió contra ellos con un golpe de aire frío que los arrastró cual si no fueran más que un fragmento insignificante de la cortina horizontal y blanca que los rodeaba.

–Creo que será mejor esperar a que esto pase –gritó Jondalar, para que pudiera ser oído por encima del aullido del viento.

Trabajaron esforzadamente para armar la tienda, mientras las ráfagas heladas sacudían el pequeño refugio, arrancaban del hielo las sujeciones, hinchaban y zarandeaban la tienda. El viento violento y tenaz amenazaba con arrancar la lámina de cuero sostenida por los dos minúsculos seres vivientes que trataban de avanzar sobre el hielo, atreviéndose a oponer un obstáculo a la furiosa ventisca de nieve que hacía estragos sobre la superficie lisa.

–¿Cómo vamos a sujetar la tienda? –preguntó Ayla–. ¿Siempre reina aquí este tiempo?

–No recuerdo que el viento soplara antes tan fuerte, pero no me sorprende.

Los caballos estaban parados, mudos, las cabezas gachas, soportando la tormenta. Lobo estaba muy cerca de ellos, cavando un pozo para protegerse.

–Tal vez debamos poner a uno de los caballos sobre el extremo suelto, de modo que lo sujete mientras clavamos las estacas –propuso Ayla.

Una cosa llevó a otra, y en definitiva llegaron a una solución improvisada; emplearon a los caballos como estacas y como soportes. Extendieron la tienda de cuero sobre los lomos de los dos caballos; después Ayla consiguió que Whinney se afirmara sobre uno de los bordes, y se metió debajo abrigando la esperanza de que la yegua no se moviera demasiado y soltara el reborde. Ayla y Jondalar se acurrucaron juntos, con el lobo bajo sus rodillas dobladas, sentados, casi bajo los vientres de los caballos, sobre el otro extremo de la tienda que los rodeaba como una envoltura.

Oscureció antes de que cesara el fuerte viento y tuvieron que acampar para pasar la noche en el mismo lugar, pero primero sujetaron bien la tienda. Por la mañana, Ayla miró desconcertada algunas manchas oscuras cerca del borde de la tienda, donde Whinney se había apoyado. Pensó extrañada en el asunto mientras se apresuraban a levantar el campamento a la mañana siguiente.

Recorrieron más distancia el segundo día, a pesar de que tuvieron que salvar apretados montículos de hielo resquebrajado y rodear un área en la cual aparecían varias grietas amenazadoras, todas orientadas en la misma dirección. Por la tarde se desató de nuevo una tormenta, aunque el viento no fue tan intenso y amainó con más rapidez, lo que les permitió continuar su viaje hasta bien entrada la tarde.

Hacia el anochecer, Ayla advirtió que Whinney cojeaba. Sintió que el corazón le latía más aceleradamente y experimentó una oleada de temor cuando observó más de cerca y vio manchas rojas sobre el hielo. Obligó a Whinney a levantar una pata y examinó el casco. Estaba cortado hasta lo vivo y sangraba.

–Jondalar, mira esto. Está herida. ¿Qué ha podido suceder? –preguntó Ayla.

Jondalar examinó a la yegua, y después revisó los cascos de Corredor, mientras Ayla inspeccionaba los otros cascos de Whinney. Jondalar descubrió el mismo tipo de heridas. Y frunció el entrecejo.

–Seguramente es el hielo –dijo–. Será mejor que mires también las patas de Lobo.

Las almohadillas de las patas del lobo mostraban cierto deterioro, aunque no tan grave como los cascos de los caballos.

–¿Qué vamos a hacer? –preguntó Ayla–. Están cojos o lo estarán muy pronto.

–Nunca pensé que el hielo pudiera ser tan cortante que llegara a hender los cascos –dijo Jondalar, muy inquieto–. He tratado de pensar en todo, pero no imaginé esto.

Se sentía agobiado por el remordimiento.

–Los cascos son duros, pero no tanto como una piedra. Son más bien como las uñas de los dedos. Pueden ser dañados. Jondalar, no pueden continuar. En un día más estarán tan cojos que no podrán dar un solo paso –dijo Ayla–. Tenemos que ayudarlos.

–Pero ¿qué podemos hacer? –preguntó Jondalar.

–Bien, todavía tengo mi saquito de medicinas. Puedo curarles las heridas.

–Pero no podemos permanecer aquí hasta que curen. Y apenas reanuden la marcha, volverán a lastimarse. –El hombre calló y cerró los ojos. Ni siquiera deseaba pensar lo que estaba pensando, y mucho menos decirlo, pero sólo encontraba un modo de resolver el dilema–. Ayla, tendremos que dejarlos –dijo con la mayor dulzura posible.

–¿Dejarlos? ¿Qué quieres decir? No podemos dejar a Whinney o a Corredor. ¿Dónde encontrarán agua? ¿O comida? Sobre el hielo no hay nada para pastar, ni siquiera ramitas. Morirán de hambre o de frío. ¡No podemos hacer eso! –dijo Ayla, y su cara reflejaba verdadera angustia–. ¡No podemos dejarlos así! ¡No podemos, Jondalar!

–Tienes razón, no podemos dejarlos aquí de ese modo. No sería justo. Sufrirían demasiado..., pero... tenemos las lanzas y los lanzavenablos... –dijo Jondalar.

–¡No! ¡No! –gritó Ayla–. ¡No te lo permitiré!

–Será mejor que dejarlos aquí y que mueran lentamente, que sufran. No son como los caballos que... ya han sido perseguidos. Es lo que hace la mayoría de la gente.

–Pero éstos no son como otros caballos. Whinney y Corredor son amigos. Hemos pasado juntos muchas cosas. Nos ayudaron. Whinney me salvó la vida. No puedo abandonarla.

–Lo mismo que tú, tampoco yo quiero abandonarlos –dijo Jondalar–, pero ¿qué podemos hacer?

La idea de matar al potro después de viajar juntos tanto tiempo casi era más de lo que él podía soportar, y Jondalar sabía cuáles eran los sentimientos de Ayla respecto de Whinney.

–Regresaremos. No tenemos más remedio que volver. Tú mismo has dicho que había otro camino, rodeando el glaciar.

–Ya hemos viajado dos días sobre este hielo y los caballos casi no pueden caminar. Ayla, podemos intentar el regreso, pero no creo que ellos lo resistan –dijo Jondalar. Ni siquiera estaba seguro de que el lobo soportara el esfuerzo. El sentimiento de culpa y el remordimiento le dominaban–. Lo siento, Ayla. La culpa es mía. Fue una estupidez por mi parte creer que podríamos cruzar este glaciar con los caballos. Hubiéramos debido seguir el camino más largo, pero me temo que ahora es demasiado tarde.

Ayla descubrió lágrimas en los ojos de Jondalar. No había visto que Jondalar llorase con facilidad. Aunque no era raro que los hombres de los Otros llorasen, el carácter de Jondalar le llevaba a disimular esos sentimientos. En cierto sentido, eso mismo hacía que el amor de Jondalar hacia Ayla fuese más intenso. Se había entregado casi totalmente pero sólo a ella, y por eso Ayla le amaba; pero ella no podía renunciar a Whinney. La yegua era amiga suya; el único amigo que había tenido en el valle hasta la llegada de Jondalar.

–Jondalar, ¡tenemos que hacer algo! –sollozó la joven.

–¿Pero qué? –Nunca se había sentido tan desalentado, tan totalmente frustrado ante su propia incapacidad para encontrar una solución.

–Bien, por el momento –dijo Ayla, enjugándose las lágrimas que ya se le congelaban sobre las mejillas–, voy a tratar las heridas. Por lo menos puedo hacer eso. –Sacó su saquito de piel de nutria con las medicinas–. Habrá que encender un buen fuego, porque necesito hervir agua y no sólo derretir hielo.

Separó el cuero de mamut de las piedras pardas de quemar y lo desplegó sobre el hielo. Vio algunas marcas chamuscadas en el cuero flexible, pero no habían dañado el material viejo y resistente. Depositó las piedras en un lugar diferente, pero cerca del centro, como una base sobre la cual encender fuego. Por lo menos, ya no tendrían necesidad de seguir conservando el combustible. Podían dejar atrás la mayor parte.

Ayla no habló. No podía, y Jondalar tampoco tenía nada que decir. Parecía imposible. Habían pensado, planeado y preparado tanto para acometer el cruce de este glaciar, y todo para ahora verse detenidos por un obstáculo que ni siquiera habían contemplado. Ayla miró fijamente el pequeño fuego, Lobo se arrastró hacia ella y gimió, no porque sufriese, sino porque sabía que algo andaba mal. Podía controlar mejor dónde apoyaba las patas y se lamía cuidadosamente la nieve y el hielo cuando se detenía a descansar. Ayla no quería tampoco pensar en la posibilidad de perderlo.

Desde hacía algún tiempo ella no pensaba de manera consciente en Durc, aunque siempre se mantenía presente en su memoria como un recuerdo o un dolor helado que ella nunca olvidaría. Descubrió que estaba murmurando algo acerca de él. ¿Ya habrá comenzado a cazar con el clan? ¿Habrá aprendido a usar la honda? Uba seguramente era una buena madre para él; lo cuidaría, preparándole el alimento y confeccionándole cálidas prendas invernales.

Ayla se estremeció, al pensar en el frío, y de pronto recordó las primeras ropas de invierno que Iza le había confeccionado. A Ayla le agradaba el sombrero de pelo de conejo con la piel por dentro. Los protectores para los pies que usaba durante el invierno también estaban forrados con piel. Recordó que solía corretear con un par de protectores nuevos y le vino a la memoria el modo en que se confeccionaban aquellos sencillos revestimientos. Era simplemente un pedazo de cuero unido por arriba y atado sobre el tobillo. Después de un tiempo se adaptaban a la forma del pie, aunque al principio resultaban un poco incómodos; pero esa incomodidad era parte de la satisfacción que sentía cuando estrenaba algo.

Ayla continuaba mirando fijamente el fuego observando el agua que empezaba a burbujear. Algo estaba preocupándola. Algo importante, de eso estaba segura. Algo a propósito de...

De pronto se le cortó el aliento.

–¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar!

Él se dio cuenta de que Ayla estaba nerviosa.

–¿Qué sucede, Ayla?

–Nada malo, sino muy bueno –exclamó Ayla–. ¡Acabo de recordar algo!

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