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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

Las luces de septiembre (8 page)

—Ésa es la laguna —dijo Ismael—. Es como un óvalo cerrado a la corriente y conectado al mar por una estrecha abertura. Al otro lado está la Cueva de los Murciélagos. Es ese túnel que se adentra en la roca, ¿ves? Al parecer, en 1746 una tormenta empujó un galeón pirata hacia ella. Los restos del barco, y de los piratas, siguen allí.

Irene le dedicó una mirada escéptica. Ismael podía ser un buen capitán, pero en lo relativo a mentir era un simple grumete.

—Es la verdad —matizó Ismael—. Yo voy a bucear a veces. La cueva se adentra en la roca y no tiene fin.

—¿Me llevarás allí? —preguntó Irene, fingiendo creer la absurda historia del corsario fantasma.

Ismael se sonrojó levemente. Aquello sonaba a continuidad. A compromiso. En una palabra, a peligro.

—Hay murciélagos. De ahí el nombre… —advirtió el chico, incapaz de encontrar un argumento más disuasorio.

—Me encantan los murciélagos. Ratitas voladoras —señaló ella, empeñada en seguir tomándole el pelo.

—Cuando quieras —dijo Ismael, bajando las defensas.

Irene le sonrió cálidamente. Aquella sonrisa desconcertaba totalmente a Ismael. Por unos segundos no recordaba si el viento soplaba del norte o si la quilla era una especialidad de repostería. Y lo peor era que la muchacha parecía advertirlo. Tiempo para un cambio de rumbo. En un golpe de timón, Ismael viró prácticamente en redondo al tiempo que volteaba la vela mayor, escorando el velero hasta que Irene sintió la superficie del mar acariciando su piel. Una lengua de frío. La muchacha gritó entre risas. Ismael le sonrió. Todavía no sabía muy bien qué era lo que había visto en ella, pero estaba seguro de una cosa: no podía quitarle los ojos de encima.

—Rumbo al faro —anunció.

Segundos más tarde, cabalgando sobre la corriente y con la mano invisible del viento a sus espaldas, el Kyaneos se deslizó como una flecha sobre la cresta del arrecife. Ismael sintió cómo Irene aferraba su mano. El velero atronaba como si apenas tocase el agua. Una estela de espuma blanca dibujaba guirnaldas a su paso. Irene miró a Ismael y advirtió que él la contemplaba a su vez. Por un instante, sus ojos se perdieron en los de ella e Irene sintió que el muchacho le apretaba suavemente la mano. El mundo nunca había estado tan lejos.

A media mañana de aquel día, Simone Sauvelle cruzó las puertas de la biblioteca personal de Lazarus Jann, que ocupaba una inmensa sala ovalada en el corazón de Cravenmoore. Un universo infinito de libros ascendía en una espiral babilónica hacia una claraboya de cristal tintado. Miles de mundos desconocidos y misteriosos convergían en aquella infinita catedral de libros. Por unos segundos, Simone contempló boquiabierta la visión, su mirada atrapada en la neblina evanescente que danzaba en ascenso hacia la bóveda. Tardó casi dos minutos en advertir que no estaba sola allí.

Una figura pulcramente trajeada ocupaba un escritorio bajo un rayo de luz que caía en vertical desde la claraboya. Al oír sus pasos, Lazarus se volvió y, cerrando el libro que estaba consultando, un viejo tomo de aspecto centenario encuadernado en piel negra, le sonrió amablemente. Una sonrisa cálida y contagiosa.

—Ah, madame Sauvelle. Bienvenida a mi pequeño refugio —dijo, incorporándose.

—No deseaba interrumpirle…

—Al contrario, me alegro de que lo haya hecho —dijo Lazarus—. Quería hablar con usted acerca de un pedido de libros que deseo hacer a la firma de Arthur Francher…

—¿Arthur Francher, en Londres?

El rostro de Lazarus se iluminó.

—¿La conoce?

—Mi esposo solía comprar libros allí en sus viajes. Budington Arcade.

—Sabía que no podía haber escogido persona más idónea para este puesto —dijo Lazarus, sonrojando a Simone—. ¿Qué tal si discutimos esto en torno a una taza de café? —invitó.

Simone asintió tímidamente. Lazarus sonrió de nuevo y devolvió el grueso tomo que sostenía en las manos a su lugar, entre cientos de otros volúmenes semejantes. Simone lo observó mientras lo hacía y sus ojos no pudieron dejar de advertir el título que podía leerse labrado a mano sobre el lomo. Una sola palabra, desconocida e inidentificable:

Dopplelgänger

Poco antes del mediodía, Irene vislumbró el islote del faro a proa. Ismael decidió rodeado para acometer la maniobra de aproximación y atracar en una pequeña ensenada que albergaba el islote, rocoso y arisco. Para entonces, Irene, gracias a las explicaciones de Ismael, ya estaba más versada en las artes navegatorias y en la física elemental del viento. De este modo, siguiendo sus instrucciones, ambos lograron capear el empuje de la corriente y deslizarse entre el pasillo de acantilados que conducía al viejo embarcadero del faro.

El islote era apenas un pedazo de roca desolada que emergía en la bahía. Una considerable colonia de gaviotas anidaba allí. Algunas de ellas observaban a los intrusos con cierta curiosidad. El resto emprendió el vuelo. A su paso, Irene pudo ver antiguas casetas de madera carcomidas por décadas de temporales y abandono.

El faro en sí era una esbelta torre, coronada por una linterna de prismas, que se erguía sobre una pequeña casa de apenas una planta, la vieja vivienda del farero.

—Aparte de mí, las gaviotas y algún que otro cangrejo, nadie ha venido aquí en años —dijo Ismael.

—Sin contar al fantasma del buque pirata —bromeó Irene.

El muchacho condujo el velero hasta el embarcadero y saltó a tierra para asegurar el cabo de proa. Irene siguió su ejemplo. Tan pronto el Kyaneos estuvo convenientemente amarrado, Ismael tomó un cesto con provisiones que su tía le había dejado preparado, bajo la convicción de que no había modo de abordar a una señorita con el estómago vacío y que había que atender a los instintos por orden de prioridad.

—Ven. Si te gustan las historias de fantasmas, esto te va a interesar…

Ismael abrió la puerta de la casa del faro e indicó a Irene que lo precediese. La muchacha se adentró en la vieja vivienda y sintió como si acabase de dar un paso de dos décadas hacia el pasado. Todo seguía intacto, bajo una capa de niebla formada por la humedad de años y años. Decenas de libros, objetos y muebles permanecían intactos, como si un fantasma se hubiese llevado al farero de madrugada. Irene miró a Ismael, fascinada.

—Espera a ver el faro —dijo él.

El muchacho la tomó de la mano y la condujo hacia la escalera que ascendía en espiral hasta la torre del faro. Irene se sentía como una intrusa al invadir aquel lugar suspendido en el tiempo y, a la vez, como una aventurera a punto de desvelar un extraño misterio.

—¿Qué pasó con el farero?

Ismael se tomó su tiempo para responder.

—Una noche cogió su bote y dejó el islote. No se molestó ni en recoger sus cosas.

—¿Por qué haría una cosa así?

—Nunca lo dijo —contestó Ismael.

—¿Por qué crees tú que lo hizo?

—Por miedo.

Irene tragó saliva y miró por encima de su hombro, esperando de un momento a otro encontrarse con el espectro de aquella mujer ahogada ascendiendo como un demonio de luz por la escalera de caracol, con las garras extendidas hacia ella, el rostro blanco como porcelana y dos círculos negros en torno a sus ojos encendidos.

—No hay nadie aquí, Irene. Sólo tú y yo —dijo Ismael.

La muchacha asintió sin mucho convencimiento.

—Sólo gaviotas y cangrejos, ¿eh?

—Exacto.

La escalera desembocaba en la plataforma del faro, una atalaya sobre el islote desde la que podía contemplarse toda Bahía Azul. Ambos salieron al exterior. La brisa fresca y la luz resplandeciente desvanecían cuantos ecos fantasmales evocaba el interior del faro. Irene respiró profundamente y se dejó embrujar por la visión que sólo podía contemplarse desde aquel lugar.

—Gracias por traerme aquí —murmuró.

Ismael asintió, desviando nerviosamente la mirada.

—¿Te apetece comer algo? Me muero de hambre —anunció.

De esta guisa, ambos se sentaron al extremo de la plataforma del faro y, con las piernas colgando en el vacío, procedieron a dar buena cuenta de los manjares que ocultaba la cesta. Ninguno de ellos tenía realmente mucho apetito, pero comer mantenía las manos y la mente ocupadas.

A lo lejos, Bahía Azul dormía bajo el sol de la tarde, ajena a cuanto sucedía en aquel islote apartado del mundo.

Tres tazas de café y una eternidad más tarde, Simone se encontraba todavía en compañía de Lazarus, ignorando el paso del tiempo. Lo que había empezado como una simple charla amistosa se había transformado en una larga y profunda conversación acerca de libros, viajes y antiguos recuerdos. Tras apenas unas horas, tenía la sensación de conocer a Lazarus de toda la vida. Por primera vez en meses se descubrió a sí misma desenterrando dolorosos recuerdos de los últimos días de la vida de Armand y experimentando una grata sensación de alivio al hacerlo. Lazarus escuchaba con atención y respetuoso silencio. Sabía cuándo desviar la conversación o cuándo dejar fluir los recuerdos libremente.

Le costaba pensar en Lazarus como en su patrón. A sus ojos, el fabricante de juguetes se parecía más a un amigo, un buen amigo. A medida que avanzaba la tarde, Simone comprendió, entre el remordimiento y una vergüenza casi infantil, que en otras circunstancias, en otra vida, aquella rara comunión entre ambos tal vez podría haber sido la semilla de algo más. La sombra de su viudedad y el recuerdo flotaban en su interior como el rastro de un temporal; del mismo modo en que la presencia invisible de la esposa enferma de Lazarus mojaba la atmósfera de Cravenmoore. Testigos invisibles en la oscuridad.

Le bastaron unas horas de simple conversación para leer en la mirada del fabricante de juguetes que idénticos pensamientos cruzaban su mente. Pero también leyó en ellos que el compromiso con su esposa sería eterno y que el futuro apenas deparaba para ambos más que la perspectiva de una simple amistad. Una profunda amistad. Un puente invisible se alzó entre dos mundos que se sabían separados por océanos de recuerdos.

Una luz áurea que anunciaba el crepúsculo inundó el estudio de Lazarus y tendió una red de reflejos dorados entre ellos. Lazarus y Simone se observaron en silencio.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, Lazarus?

—Por supuesto.

—¿Por qué razón se convirtió en un fabricante de juguetes? Mi difunto esposo era ingeniero, y de cierto talento. Pero su trabajo evidencia un talento revolucionario. Y no exagero; usted lo sabe mejor que yo. ¿Por qué juguetes?

Lazarus sonrió en silencio.

—No tiene por qué contestarme —añadió Simone.

Él se incorporó y caminó lentamente hasta el umbral de la ventana. La luz de oro tiñó su silueta.

—Es una larga historia —empezó—. Cuando apenas era un niño, mi familia vivía en el antiguo distrito de Les Gobelins, en París. Probablemente usted conoce el área, un barrio pobre y plagado de viejos edificios oscuros e insalubres. Una ciudadela fantasmal y gris, de calles angostas y miserables. En aquellos días, si cabe, la situación estaba incluso mucho más deteriorada de lo que usted pueda recordar. Nosotros ocupábamos un diminuto piso en un viejo inmueble de la rue des Gobelins. Parte de la fachada estaba apuntalada ante la amenaza de desprendimientos, pero ninguna de las familias que lo ocupaban estaba en condiciones de mudarse a otra zona más deseable del barrio. Cómo conseguíamos meternos allí mis otros tres hermanos y yo, mis padres y el tío Luc aún me parece un misterio. Pero me estoy desviando del tema…

»Yo era un muchacho solitario. Siempre lo fui. La mayoría de los chicos de la calle parecían interesados en cosas que a mí me aburrían y, en cambio, las cosas que a mí me interesaban no despertaban el interés de nadie a quien conociese. Yo había aprendido a leer: un milagro; y la mayoría de mis amigos eran libros. Esto hubiese constituido motivo de preocupación para mi madre de no ser porque había otros problemas más acuciantes en casa. Mi madre siempre creyó que la idea de una infancia saludable era la de corretear por las calles aprendiendo a imitar los usos y juicios de cuantos nos rodeaban.

»Mi padre se limitaba a esperar que mis hermanos y yo cumpliésemos la edad suficiente para que pudiésemos aportar un sueldo a la familia.

»Otros no eran tan afortunados. En nuestra escalera vivía un muchacho de mi edad llamado Jean Neville. Jean y su madre, viuda, estaban recluidos en un mínimo apartamento en la planta baja, junto al vestíbulo. El padre del muchacho había muerto años atrás a consecuencia de una enfermedad química contraída en la fábrica de azulejos donde había trabajado toda la vida. Algo común, al parecer. Supe todo esto porque, con el tiempo, yo fui el único amigo que el pequeño Jean tuvo en el barrio. Su madre, Anne, no lo dejaba salir del edificio o del patio interior. Su casa era su cárcel.

»Ocho años atrás, Anne Neville había dado a luz dos niños mellizos en el viejo hospital de Saint Christian, en Montparnasse. Jean y Joseph. Joseph nació muerto. Durante los restantes ocho años de su vida, Jean aprendió a crecer en la oscuridad de la culpa por haber matado a su hermano al nacer. O eso creía. Anne se encargó de recordarle cada uno de los días de su existencia que su hermano había nacido sin vida por su culpa; que, si no fuese por él, un muchacho maravilloso ocuparía ahora su lugar. Nada de cuanto hacía o decía conseguía ganar el afecto de su madre.

»Anne Neville, por supuesto, dispensaba a su hijo las muestras de cariño habituales en público. Pero en la soledad de aquel apartamento, la realidad era otra. Anne se lo recordaba día a día: Jean era un vago. Un holgazán. Sus resultados en la escuela eran lamentables. Sus cualidades, más que dudosas. Sus movimientos, torpes. Su existencia, en resumen, una maldición. Joseph, por su parte, hubiese sido un muchacho adorable, estudioso, cariñoso…, todo aquello que él nunca podría ser.

»El pequeño Jean no tardó en comprender que era él quien debería haber muerto en aquella tenebrosa habitación de hospital ocho años atrás. Estaba ocupando el lugar de otro… Todos los juguetes que Anne había estado guardando durante años para su futuro hijo fueron a parar al fuego de las calderas a la semana siguiente de volver del hospital. Jean jamás tuvo un juguete. Estaban prohibidos para él. No los merecía.

»Una noche en que el muchacho se despertó gritando en sueños, su madre acudió a su lecho y le preguntó qué le sucedía. Jean, aterrorizado, confesó que había soñado que una sombra, un espíritu maligno lo perseguía a lo largo de un túnel interminable. La respuesta de Anne fue clara. Aquel signo era una señal. La sombra con la que había estado soñando era el reflejo de su hermano muerto, que clamaba venganza. Debía hacer un nuevo esfuerzo por ser un mejor hijo, por obedecer en todo a su madre, por no cuestionar ni una sola de sus palabras o acciones. De lo contrario, la sombra cobraría vida y acudiría para llevarlo a los infiernos. Con estas palabras, Anne cogió a su hijo y lo llevó al sótano de la casa, donde lo dejó a solas en la oscuridad durante doce horas para que meditase sobre lo que le había contado. Ése fue el primero de sus encierros.

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