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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (14 page)

—¡Todo por la electricidad!... —exclamó Brandok—. ¡Cuántos cambios en estos cien años! ¡Todo se hace a lo grande!

—Si así no ocurriera, ¿cómo se alimentaría la humanidad? La pesca hoy se ha cuadruplicado y agradecemos a la Providencia que haya poblado tanto los océanos.

Se habían sentado ante una mesa muy bien puesta por la mujer y las hijas del pescador. En ella humeaba un enorme trozo de reno asado, que fue declarado exquisito.

Devoraron después una abundante sopa de pescado, vaciaron algunas tazas de leche de reno y después, habiendo calmado el viento, hicieron una excursión por los alrededores de la bahía con la esperanza de ver llegar a la nave aérea que debía conducirlos a Europa.

Recién a las primeras horas del día siguiente fueron advertidos por el pescador de que la nave aérea había aparecido en el horizonte.

Saborearon una taza de té y, llevando grandes abrigos de piel de oso, se precipitaron en dirección a la bahía para disfrutar del espectáculo de la llegada.

La nave voladora ya era visible y surcaba el espacio majestuosamente, manteniéndose a ciento cincuenta metros de los bancos de hielo que se extendían sobre el océano.

Se parecía a los ómnibus voladores que ya Brandok y Toby habían visto en Nueva York, pero más grande, con la plataforma más ancha, diez alas y cuatro hélices descomunales y timones dobles. Sobre ella se extendía una galería de vidrio, reservada a los pasajeros, rematada por un poste con una antena; probablemente algún aparato eléctrico para la transmisión de telegramas aéreos.

El navío, que avanzaba a gran velocidad, estuvo muy pronto sobre la bahía. Describió, a pesar del fuerte viento, una amplia curva, y fue a posarse suavemente dentro de un recinto construido en una colinita que se levantaba a cien metros de la estación veraniega.

—Subamos enseguida —dijo Brandok, que los había seguido junto con el pescador que llevaba las valijas—. El Centauro no se detiene más de un cuarto de hora, apenas el tiempo suficiente para entregar el correo y desembarcar los víveres y el tabaco para los pescadores y los guardianes.

Subieron a la colina, entraron al recinto y se embarcaron, después de haber comprado el pasaje.

A bordo de la nave aérea no había más que siete hombres: el comandante, dos maquinistas, dos timoneles, un steward y un médico.

El interior de la galería estaba dividido en cuatro compartimientos. Uno reservado a las máquinas y al equipaje; un cuarto de dormir subdividido en pequeños camarotes hechos con ligeras láminas de aluminio o de un metal similar; el tercero, salón comedor; el cuarto, biblioteca y sala de estar, con un órgano eléctrico para divertir a los pasajeros.

—¡Hermosísimo! —había exclamado Brandok observando los valiosos muebles que adornaban las salas—. ¡Maravilloso!

—Y lo que más cuenta: es tan seguro como las naves que surcan los océanos —señaló Holker.

—¿Cuándo llegaremos a Londres? —preguntó Toby.

—No antes de cuarenta y seis horas —dijo el comandante de la nave—. Primero debemos dirigirnos a las costas de Irlanda para dejar en la ciudad submarina a un peligroso delincuente que nos ha sido entregado por las autoridades noruegas de Bergen y que es súbdito inglés.

—He aquí una buena ocasión para visitar esa ciudad —dijo Holker— y también los grandes molinos del Gulf Stream. No creí que tendríamos tanta suerte.

—¿Tienen algo más para embarcar? —preguntó el capitán.

—Nada más, señor —respondió Brandok.

—Entonces partamos en seguida: está por desencadenarse un nuevo ciclón y no quiero detenerme aquí o tener que refugiarme en los fiordos de Noruega. Ya llevamos un retraso de dos días a causa de los huracanes.

El Centauro, a una orden del comandante, había puesto en movimiento las dos poderosas máquinas y se había elevado doscientos metros, saludando a la población de la estación con silbidos agudos.

Dio dos vueltas a la bahía y después se lanzó hacia el sudoeste con una rapidez fantástica.

Delante de la bahía se extendían inmensos bancos de hielo, surcados por canales más o menos anchos que emitían un resplandor intenso, casi cegador, debido al reflejo de toda aquella masa transparente. En la lejanía aparecía la espesa tinta azul del mar que indicaba las aguas libres del océano Atlántico.

Brandok, Toby y Holker, bien cubiertos por sus abrigos de piel, se habían sentado fuera de la galería, en los bancos de la proa, para gozar mejor del espectáculo.

La nave voladora, a pesar de su mole, se comportaba maravillosamente bien, compitiendo con las ágiles gaviotas y con los grandes albatros que la seguían o precedían. Mantenía una línea rigurosamente recta, orientada por la brújula, sin disminuir su altura ni siquiera un metro.

No era un globo, era una verdadera nave que obedecía a los movimientos de los dos timones que funcionaban como las colas de las aves.

—Un descubrimiento asombroso —repetía Brandok, que respiraba a pleno pulmón el aire helado y sin embargo vivificante del océano—. ¿Quién hubiera dicho que el hombre conseguiría compartir con los pájaros el imperio del espacio? ¿Qué son los famosos cóndores en comparación con estas naves voladoras?

—¿Estas naves superan en velocidad a los pájaros? —preguntó Toby.

—Los dejan atrás sin esfuerzo —respondió Holker.

—¿También a las águilas de mar?

—Esos son los únicos pájaros que la superan, pudiendo volar a ciento sesenta kilómetros por hora.

—¿Y los albatros? —preguntó Brandok.

—Aunque tienen una amplitud de alas que promediando va de cuatro a cuatro metros y medio, no pueden competir con las águilas de mar.

—¿Entonces estas naves voladoras recorren?...

—Ciento cincuenta kilómetros por hora —respondió Holker.

—¡Y pensar que en nuestros tiempos estábamos orgullosos de nuestros torpederos que conseguían andar a veinticuatro o veinticinco millas por hora! —observó Toby—. ¡Qué progresos! ¡Qué progresos!

—Dígame, señor Holker —intervino Brandok—. ¿Qué velocidad alcanzan las naves modernas?

—Cincuenta y aun sesenta millas —respondió el interrogado.

—¿Qué máquinas emplean?

—Movidas por la electricidad.

—¿Y su forma es la misma que tenían en nuestra época?

—Juzguen ustedes mismos. Allí abajo hay una nave que probablemente viene de la isla de los Osos. ¿Les parece que se asemeja a las que recorrían los océanos hace cien años?

Brandok y Toby se habían levantado con vivacidad mirando en la dirección indicada por Holker, y vieron delinearse en el horizonte una especie de huso larguísimo que navegaba sobre las olas con extrema rapidez, sin dejar señal alguna de humo.

—Es el Tangaroff —dijo Holker—. Viene del mar Blanco y se dirige a Irlanda. Una hermosa nave, se los digo yo, que anda como un tiburón. Su proa no les tiene miedo a los hielos.

—En efecto, ese barco no se parece a los que en nuestra época surcaban los mares —dijo Brandok cuando el capitán se alejó—. ¿Los han modificado los constructores del 2000?

—En gran parte, para obtener una mayor velocidad y menos balanceo y cabeceo —dijo Holker—. Le han dado al casco una forma de cigarro muy afilado hacia la proa, y la cubierta casi desapareció, y sólo hay lugar para una torre destinada a los timoneles. Como pueden ver, las naves modernas están casi totalmente sumergidas y cerradas en la cubierta de modo que en las tempestades las olas pueden golpearla sin producir ningún inconveniente.

—¿Saben a qué me recuerda la forma de estas naves? A los buques submarinos que comenzaban a usarse en nuestros tiempos.

—Sí, es verdad —confirmó Toby—. ¿Y cómo avanzan? ¿Tienen hélices?

—Sí, y ruedas también. Bajo el casco y dentro de lugares adecuados tienen ocho, diez e incluso doce, que a veces ayudan poderosamente a la hélice de popa —dijo Holker—. Con este doble sistema, que recuerda un poco al de los antiguos piróscafos, nuestros ingenieros navales han podido dar a nuestras naves una velocidad de cincuenta y a veces sesenta millas por hora.

—¿Y usted me había dicho que no se balancean ni cabecean?

—El mareo ahora es casi desconocido en los piróscafos modernos y ni siquiera las más formidables olas consiguen sacudirlos.

—¿Y por qué? —preguntó Toby.

—Porque sus costados están cubiertos por una pintura grasa que, al desplazarse lentamente sobre el agua, produce el mismo efecto que el aceite usado por los balleneros en las tempestades.

—¡Qué cosas han inventado estos hombres del 2000! —exclamó Brandok.

—Muchas cosas, y utilísimas —respondió Holker sonriendo.

—¿Y hay barcos de vela aún? —preguntó Toby.

—Desde hace setenta años no se ve ninguno. Miren aquella nave y díganme si no vale mucho más que aquellas en las que navegaban hace cien años.

XII
NAVES VOLADORAS Y MARÍTIMAS

El Tangaroff en ese momento se cruzaba con el navío volador, pasándole a babor. Era un huso enorme todo de acero, de más de ciento cincuenta metros de largo, con la proa agudísima, y con una anchura en el medio de unos quince metros.

Estaba cubierto por completo, con un gran número de ventanas en la cubierta, protegidas por vidrios que debían tener un gran espesor.

En medio se erguía una torre también de metal, de cuatro metros de alto, en cuya plataforma estaban sentados, cerca de la rueda, dos timoneles. Detrás se levantaba un poste para la telegrafía aérea.

Andaba velozmente, casi sin producir ruido alguno, dejando detrás de sí una estela blanquísima que parecía aceitosa.

Más que una nave parecía un cachalote nadando a toda velocidad.

En el momento en que pasaba por debajo del Centauro, el aparato eléctrico de esta nave dejó oír un ligero tintineo y registró un despacho expedido por los timoneles del Tangaroff.

Era un cordial "buen viaje que enviaban a los navegantes del aire, junto con la noticia de que los hielos habían interrumpido la navegación por el mar Blanco.

—¡Hermosa! ¡Espléndida! —exclamó Brandok, que seguía con la mirada al veloz piróscafo.

—¿Cuándo llegará a Islandia?

—Mañana por la noche —respondió Holker.

—¿A pesar de los hielos?

—Nuestros barcos se ríen de los hielos. Los atacan a gol

pes de espolón y los disgregan sin importar el espesor que tengan. Son verdaderos arietes, de una potencia inaudita.

—Sobrino mío —dijo Toby—, ¿qué ha sido de los barcos submarinos que en nuestro tiempo daban tanto que hablar?

—Desde que las guerras son imposibles, casi han desaparecido. Todavía hay algunos que sirven para las exploraciones submarinas y para recuperar las riquezas perdidas en el fondo de los mares.

—¿Y el canal de Panamá? —preguntó Brandok.

—Fue concluido hace ochenta y cinco años, mi querido señor.

—¿Aquella gran empresa fue llevada a término?

—Y por nuestros compatriotas; y se han realizado otras para acortar el viaje de las naves. El istmo de Corinto, que unía Morea con Grecia, también fue cortado; el de la península de Malaca también, y ahora se está realizando otra gran obra.

—¿Cuál?

—El gran desierto del Sahara está por transformarse en un mar accesible incluso por las más grandes naves. Trabajan allí desde hace cinco años y dentro de cinco o seis meses también esa obra estará concluida.

—;Qué queda por hacer ahora? —preguntó Brandok.

—Mantener el mundo en equilibrio, ya se los dije —respondió Holker—, y esperemos que nuestros científicos lo consigan. La campana nos llama para desayunar; este aire marino me ha abierto un apetito de lobo. Imítenme, amigos; después se sentirán mejor.

Mientras pasaban al salón comedor, la nave voladora continuaba su carrera hacia el sudoeste, devorando el espacio a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora.

El océano seguía cubierto de grandes bancos de hielo y también de enormes icebergs que proyectaban reflejos enceguecedores.

Aquí y allá se divisaban canales, dentro de los cuales se veía alguna rarísima foca, una de las pocas que habían conseguido huir de la destrucción de los pescadores noruegos y rusos.

Los tres amigos estaban por terminar su desayuno, simple pero abundante, cuando oyeron la sirena proveniente del aparato eléctrico, y poco después vieron aparecer al capitán con el ceño fruncido.

—¿Ha recibido alguna mala noticia, comandante? —preguntó Holker.

—Me telegrafiaron de la estación escocesa del cabo de York diciéndome que desde hace dos días, cerca de las islas Británicas, se ha desencadenado un furioso huracán —respondió el capitán—. Se anuncia un pésimo invierno este año.

—¿Estará obligado a refugiarse nuevamente en las costas noruegas?

—No quiero perder más tiempo; desafiaré al ciclón.

—¿Resistirá su nave? —preguntó Brandok.

—No se inquieten, señores; mi Centauro ha sido construido con acero de primera calidad.

No habían transcurrido tres horas cuando ya el huracán anunciado por la estación escocesa se hacía sentir en los parajes por donde marchaba el navío aéreo.

El cielo se había oscurecido y vientos impetuosos, verdaderas ráfagas marinas que venían del sur, embestían poderosamente las alas y las hélices del Centauro.

El océano se rompía en olas que se volvían rápidamente en gigantes, y que disgregaban con mil estrépitos los bancos de hielo que venían de la isla jan Mayen. El comandante había dado la orden a sus maquinistas de aumentar la velocidad, esperando poder evitar así los ataques del ciclón, y a los timoneles, de que se dirigieran hacia el oeste para evitar el centro del huracán. Sin embargo el Centauro sufría sobresaltos imprevistos y a veces era impotente para resistir las ráfagas. Más de una vez había sido arrastrado por algún trecho hacia el norte, a pesar de los esfuerzos de las alas y las inmensas hélices.

—¿Caeremos al mar? —preguntó Brandok, que se había colocado detrás de los vidrios del compartimiento de proa.

—Aunque eso sucediera, nos haríamos poco daño —respondió Holker.

—¿No nos hundiremos?

—En absoluto, mi querido señor. Nuestros ingenieros pensaron en semejantes desgracias y les han puesto remedio.

—¿De qué modo?

—¿No observaron que la parte inferior de la plataforma es casi esférica como los de los botes y los barcos, y que también tiene una quilla? En el interior hay cajas de aire que impedirían que el Centauro se sumergiera.

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