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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Las pruebas (24 page)

La súbita repetición intimidó a Thomas, como si alguien estuviera controlando su habla.

Brenda le estaba apretando la mano tan fuerte que le dolía. Su aliento era fresco contra el sudor de su nuca.

En el exterior, pies arrastrándose y el sonido del roce de la ropa. ¿Se estaban yendo?

Los ruidos disminuyeron claramente el volumen cuando entraron en el pasillo, el túnel o lo que fuera aquello. Los demás raros de su grupo parecía que ya se habían ido. No tardó en reinar el silencio otra vez. Thomas tan sólo oía los débiles sonidos de su respiración y la de Brenda.

Esperaron en la oscuridad, tumbados sobre el duro suelo, de cara a la pequeña entrada. Pegados, sudando. El silencio se extendió y volvió a ser un zumbido por la ausencia de ruido. Thomas siguió escuchando, pues sabía que tenían que asegurarse del todo. A pesar de lo mucho que quería abandonar aquel pequeño compartimento, por lo incómodo que era, tenían que esperar.

Pasaron varios minutos. Varios más. No había nada más que silencio y oscuridad.

—Creo que se han ido —susurró finalmente Brenda, y encendió la linterna.

—¡Hola, narices! —gritó una horrible voz desde la habitación.

Entonces una mano ensangrentada se metió por la abertura y agarró a Thomas por la camisa.

Capítulo 33

Thomas chilló e intentó quitarse de encima la mano con cicatrices y moratones. Los ojos aún se le estaban adaptando al resplandor de la linterna de Brenda y los entrecerró para ver lo fuerte que le agarraba el hombre por la camisa. El raro tiró y golpeó el cuerpo de Thomas contra la pared. Su cara se aplastó en el duro cemento y un estallido de dolor explotó alrededor de su nariz. Notó que la sangre caía.

El hombre le empujó unos centímetros y volvió a tirar de él. Empujaba y volvía a tirar. Y cada vez estrellaba de nuevo la cara de Thomas contra la pared. El chico no se podía creer la fuerza de aquel raro, parecía imposible por el aspecto que tenía. Débil y terriblemente herido.

Brenda había sacado su cuchillo y trataba de arrastrarse hasta él para apuñalarle la mano.

—¡Cuidado! —gritó Thomas.

Aquel cuchillo estaba demasiado cerca. Cogió al hombre de la muñeca y la retorció para intentar desprenderse del férreo agarre. Nada funcionaba y el hombre seguía tirando y empujando, aporreando el cuerpo de Thomas cada vez que tocaba la pared.

Brenda gritó y fue a por él. Pasó por encima de Thomas y su hoja brilló al clavarse en el antebrazo del raro. El hombre dejó escapar un alarido demoníaco y soltó la camisa de Thomas. Su mano desapareció por la abertura y dejó un rastro de sangre en el suelo. Los gritos de dolor continuaron, ecos altos y persistentes.

—¡No podemos dejar que se marche! —chilló Brenda—. ¡Rápido, sal de aquí!

Thomas, con dolores por todo el cuerpo, sabía que tenía razón y ya estaba colocándose para salir. Si el hombre alcanzaba a los otros raros, volverían todos. Tal vez incluso hubieran oído el alboroto y ya estuvieran de vuelta.

Por fin logró sacar los brazos y la cabeza del agujero; después fue más fácil. Usó la pared como palanca y se impulsó para sacar el resto del cuerpo, con los ojos clavados en el raro, que esperaba otro ataque. El hombre estaba a tan sólo unos pasos, sosteniéndose el brazo herido contra el pecho. Se miraron a los ojos, el raro gruñó como un animal herido y lanzó una dentellada al aire.

Thomas empezó a levantarse, pero se golpeó la cabeza con la parte baja de la mesa.

—¡Foder! —gritó, y salió apresuradamente de debajo de la vieja tabla de madera. Brenda estaba justo detrás de él y pronto estuvieron ambos sobre el raro, que yacía en el suelo en posición fetal, gimoteando. La sangre que brotaba de la herida caía al suelo y ya se había formado un charco.

Brenda sostenía la linterna con una mano y el cuchillo con la otra, con el que apuntó al raro.

—Debería haberse ido con sus amigos psicópatas, viejo, en vez de meterse con nosotros.

El hombre no respondió, sino que de repente giró sobre su hombro y dio una patada con la pierna buena a una velocidad sorprendente y con mucha fuerza. Primero le dio a Brenda, la arrojó contra Thomas y ambos cayeron al suelo. Thomas oyó el cuchillo y la linterna repiquetear sobre el cemento. Las sombras danzaron por las paredes.

El raro se puso de pie tambaleándose y corrió a coger el cuchillo, que había ido a parar junto a la puerta del pasillo. Thomas se levantó y se abalanzó sobre la parte trasera de las rodillas del hombre para tirarle al suelo. El hombre giró al tiempo que movía un codo, con el que le dio a Thomas en la mandíbula. El joven sintió otra explosión de dolor mientras caía e instintivamente se llevó la mano a la cara.

Entonces apareció Brenda. Saltó sobre el raro, le golpeó dos veces en la cara y pareció dejarle atónito. Se aprovechó de aquel breve instante y, de algún modo, volvió a tumbar al hombre en el suelo, sobre su estómago. Le agarró los brazos y se los inmovilizó a la espalda, empujándole de una forma que parecía muy dolorosa. El raro se retorció para intentar soltarse, pero Brenda le tenía inmovilizado también con las piernas. Empezó a gritar, un desgarrador alarido espantoso de puro terror.

—¡Tenemos que matarle! —gritó la chica por encima.

Thomas se había puesto de rodillas y se quedó con la vista clavada, paralizado.

—¿Qué? —preguntó, drogado por el agotamiento, demasiado pasmado para procesar sus palabras.

—¡Coge el cuchillo! ¡Tenemos que matarle!

El raro seguía gritando, un sonido que hacía que Thomas quisiera correr lo más lejos posible de allí. No era natural. Ni humano.

—¡Thomas! —exclamó Brenda.

Thomas se arrastró hasta el cuchillo, lo cogió y miró el pringue carmesí que manchaba la hoja afilada. Se volvió hacia Brenda.

—¡Date prisa! —dijo ella, con los ojos iluminados por el enfado. Algo le decía que aquella furia ya no estaba dirigida sólo al raro: estaba enfadada con él por tardar tanto.

Pero ¿podía hacerlo? ¿Podría matar a un hombre? ¿Incluso a un lunático demente que lo quería muerto? ¿Que quería su fuca nariz, porque gritaba muy alto?

Volvió arrastrando los pies, sujetando el cuchillo como si tuviera veneno en la punta. Como si tan sólo por cogerlo pudiera contagiarse de cien enfermedades y padecer una muerte lenta y angustiosa.

El raro, con los brazos hacia atrás, inmovilizado en el suelo, continuó gritando. Brenda atrajo la mirada de Thomas y le habló con determinación:

—Voy a darle la vuelta. ¡Tienes que clavárselo en el corazón!

Thomas empezó a negar con la cabeza y luego paró. No le quedaba otra opción; tenía que hacerlo. Así que asintió.

Brenda soltó un grito de esfuerzo y cayó al costado derecho del raro, utilizando su cuerpo y sus brazos para girar al hombre a un lado. Por imposible que parezca, los alaridos se hicieron aún más fuertes. Ahora tenía el pecho al descubierto, arqueado, levantado hacia Thomas, a tan sólo unos centímetros delante de él.

—¡Ahora! —gritó Brenda.

Thomas agarró el cuchillo con más fuerza. Después, lo cogió con la otra mano para tener más apoyo y los diez dedos apretaron bien el mango, con la hoja apuntando al suelo. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo.

—¡Ahora! —repitió Brenda.

El raro gritaba.

El sudor caía a chorros por la cara de Thomas. Su corazón bombeaba, latía con fuerza, golpeaba. Tenía los ojos empapados en sudor; le dolía todo el cuerpo. Aquellos terribles gritos inhumanos…

—¡Ahora!

Thomas usó todas sus fuerzas y hundió el cuchillo en el pecho del raro.

Capítulo 34

Los siguientes treinta segundos fueron horribles para Thomas.

El raro forcejeó, tuvo espasmos, se ahogó y escupió. Brenda le sujetó mientras Thomas retorcía el cuchillo y lo hundía más. La vida se tomó su tiempo para salir del hombre mientras la luz de sus ojos enloquecidos se apagaba, mientras los gruñidos y el esfuerzo físico por resistirse poco a poco se calmaban y cesaban.

Pero, al final, el hombre infectado con el Destello murió, y Thomas cayó hacia atrás, con todo el cuerpo tenso como un rollo de cable oxidado. Tomó aire y luchó contra la fuerte oleada escalofriante de su pecho. Acababa de matar a un hombre. Le había arrebatado la vida a otra persona. Notaba las entrañas llenas de veneno.

—Tenemos que irnos —dijo Brenda, que se puso de pie de un salto—. Seguro que han oído todo el jaleo. Vamos.

Thomas no podía creer lo poco afectada que estaba, lo rápido que había superado lo que habían hecho. Pero tampoco les quedaba más remedio. La primera señal del resto de raros retumbó por el pasillo, como los sonidos de unas hienas rebotando por un cañón.

Thomas se obligó a levantarse y se despojó de la culpa que amenazaba con consumirle.

—Muy bien, pero ya basta.

Primero fueron las bolas plateadas que comían cabezas y ahora luchar con raros en la oscuridad.

—¿A qué te refieres?

Ya estaba harto de tanto túnel negro. Harto de que durara como toda una vida.

—Quiero ver la luz del día. No me importa lo que cueste. Quiero la luz del día. Ya.

• • •

Brenda no discutió. Le guió por varios giros y pronto encontraron una larga escalera de hierro que llevaba al cielo, fuera de Abajo. Los desagradables ruidos de los raros persistían en la distancia. Carcajadas, gritos y risitas. Algún que otro alarido ocasional.

Les costó bastante mover la tapa de la boca de alcantarilla, pero al final cedió y salieron. Se encontraron en un gris atardecer, rodeados por edificios altísimos en todas las direcciones. Ventanas rotas, basura esparcida por las calles. Varios cadáveres yacían por allí. Olor a podrido y polvo. Calor. Pero no había gente. Al menos, viva. Thomas sintió un instante de alarma al pensar que algunos de los muertos podían ser sus amigos, pero no era el caso. Los cuerpos desperdigados eran hombres y mujeres mayores, que habían empezado a descomponerse.

Brenda se dio despacio la vuelta mientras se orientaba.

—Vale, las montañas deberían de estar bajando esa calle.

Señaló, pero era imposible saberlo con certeza porque no se veía bien y los edificios ocultaban el sol poniente.

—¿Estás segura? —preguntó Thomas.

—Sí, vamos.

Mientras avanzaban por la larga y solitaria calle, Thomas mantuvo los ojos atentos y examinó todas las ventanas rotas, los callejones y las puertas desmoronadas. Tenía la esperanza de ver alguna señal de Minho y los clarianos. Y de no ver a ningún raro.

• • •

Viajaron hasta que se hizo de noche, evitando el contacto con nadie. Oyeron algunos gritos ocasionales a lo lejos o, de vez en cuando, cosas que hacían ruido dentro de un edificio. En una ocasión, Thomas vio a un grupo de gente correteando por una calle varias manzanas más allá, pero no parecieron advertir su presencia.

Justo antes de que desapareciera el sol por completo, doblaron una esquina y se toparon de frente con los límites de la ciudad, a tan sólo un par de kilómetros. Los edificios terminaban de repente y detrás de ellos las montañas se elevaban con gran majestuosidad. Eran mucho mayores de lo que Thomas hubiera imaginado la primera vez que las vio días atrás, y eran áridas y rocosas. No había maravillas coronadas de nieve —un vago recuerdo del pasado— en aquella parte del mundo.

—¿Deberíamos recorrer lo que nos queda de camino? —preguntó Thomas.

Brenda estaba ocupada buscando un lugar donde esconderse.

—Tentador, pero no. Primero, porque tenemos que salir de aquí, es demasiado peligroso estar en esta zona de noche. Segundo, porque aunque lo consiguiéramos, no tendríamos con qué cubrirnos a menos que recorriéramos todo el camino hasta las montañas, y no creo que podamos.

A pesar de lo mucho que le horrorizaba a Thomas pasar otra noche en aquella espantosa ciudad, estuvo de acuerdo. Pero la frustración y la preocupación por los clarianos le consumían por dentro.

—Vale ¿Adónde vamos, entonces? —contestó con voz débil.

—Sígueme.

• • •

Se metieron en un callejón que terminaba en una gran pared de ladrillos. Al principio Thomas pensó que era una idea terrible dormir en un sitio que tan sólo tenía una salida, pero Brenda le convenció de lo contrario. Los raros no tendrían motivos para entrar en el callejón, puesto que no llevaba a ninguna parte. Además, señaló, había varios camiones grandes y oxidados en los que podían esconderse.

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