Las señoritas de escasos medios (11 page)

El coche de la directora se detuvo ante el club justo cuando las chicas llegaban al piso de abajo. La directora conducía su coche como habría conducido a un marido en caso de haberlo tenido. Entró, gris, en su despacho, y poco después se les unió en el comedor dando golpes con el tenedor en la jarra de agua para pedir silencio, como hacía siempre que quería decir algo. Les anunció que una invitada estadounidense, la señora de G. Felix Dobell, impartiría una charla en el club el viernes por la tarde sobre el tema de «La misión de la mujer occidental». La señora Dobell era una socia destacada del gremio de los Guardianes de la Ética, y acababa de llegar al país para reunirse con su marido, que trabajaba en el servicio de inteligencia de Estados Unidos en Londres.

Al acabar de cenar, a Jane le entró la vaga impresión de haber traicionado a la editorial Throvis-Mew y al propio George, que era, al fin y al cabo, quien le pagaba el sueldo por su conspiración empresarial conjunta. Le tenía cariño al viejo George, a cuyas amables cualidades dedicó unos minutos de reflexión. Sin la menor intención de abandonar su conspiración, esta vez con Nicholas, miró la carta que había escrito y se planteó sus posibilidades. Decidió llamar a Tilly, la esposa de George, y mantener con ella una inocua charla.

Al oírla, Tilly se quedó encantada. Era una pelirroja diminuta de inteligencia despierta y escasa formación a quien su marido, experimentado en el manejo de sus esposas, mantenía totalmente apartada del mundo de los libros. A Tilly, consciente del triste aislamiento a que la sometía su marido, le encantaba mantenerse en contacto, a través de Jane, con el negocio de la edición. Le entusiasmaba, por ejemplo, que Jane le dijera: «En fin, Tilly, para un autor escribir es su
raison d'être».
George toleraba esta amistad para afianzar su relación laboral con Jane. Se fiaba mucho de Jane, que le entendía como nadie lo había hecho antes.

Jane se solía aburrir con Tilly, quien, sin haber sido lo que se dice una cabaretera, siempre aprovechaba la oportunidad para aportar al mundo de los libros su espíritu de bailarina de cancán, cosa que ponía nerviosa a Jane, recién enterada de la trascendencia de la literatura en general. En su opinión, Tilly no solo se tomaba con demasiada frivolidad todo lo relativo a la edición y la escritura, sino que encima no era consciente de ello. Pero su traicionero corazón estaba súbitamente embargado de afecto por Tilly, a quien llamó para invitarla a cenar el viernes siguiente. Jane ya tenía pensado que, si aquello acababa resultando un aburrimiento absoluto, siempre podrían aprovechar el tiempo para ir a la charla de la señora de G. Felix Dobell. El club tenía bastante interés en ver a la señora Dobell, por lo mucho que habían visto a su marido en compañía de Selina, su amante, al parecer.

—El viernes tenemos una charla de una señora estadounidense de la Liga de las Mujeres Occidentales, pero no vamos a ir porque será un rollo —dijo Jane, contradiciendo su resolución en su efusiva pretensión de sacrificarse para contentar a la esposa de George, pues todo era poco después de la traición y sabiendo que estaba a punto de mentir al propio George.

—Me encanta el May of Teck —dijo Tilly—. Es como volver al colegio.

Siempre decía eso, y era desquiciante.

Nicholas llegó temprano con su grabadora, y se metió con Joanna en la sala de juegos hasta que las chicas acabaron de cenar. Mirándola, le pareció una espléndida mujer nórdica, la última descendiente de una larga saga.

—¿Llevas mucho viviendo aquí? —dijo Nicholas con voz soñolienta, admirando en silencio sus grandes huesos.

El sueño se debía a que había pasado casi toda la noche con Selina en la azotea.

—Como un año —dijo ella—. Supongo que me moriré aquí —añadió con el típico desdén de las socias por el club.

—Te acabarás casando —dijo él.

—No, no… —protestó ella en tono suave, como si estuviera regañando a un niño empeñado en echar mermelada en un estofado.

Una aguda carcajada colectiva llegó del piso de arriba. Mirando al techo se dieron cuenta de que las chicas del dormitorio estaban intercambiando sus típicas anécdotas sobre novios pilotos, que precisaban un público desternillado de pura ebriedad, o simplemente por su extrema juventud.

En ese instante apareció Greggie, que se acercó a ellos con los ojos alzados hacia las risotadas del techo.

—Cuanto antes se casen las de ese dormitorio y se vayan del club, mejor —les dijo—. En todos los años que llevo aquí no había visto un grupo tan dado al barullo. No daría ni un penique por la inteligencia de esas chicas.

Entró Collie, que se sentó junto a Nicholas.

—Decía que ojalá las chicas esas del dormitorio se casen pronto y se larguen —le contó Greggie para ponerla al tanto.

Collie, a decir verdad, pensaba lo mismo, aunque siempre procuraba llevarle la contraria a Greggie, por principio, y más aún si había gente delante, porque la contradicción animaba la conversación.

—¿Y para qué van a casarse? Que disfruten de la juventud mientras puedan.

—Tienen que casarse para disfrutar como es debido —dijo Nicholas, añadiendo—: Por motivos sexuales…

Joanna se puso roja, pero Nicholas siguió hablando como si nada:

—Sexo a raudales. El primer mes todas las noches, el mes siguiente un día sí y uno no, luego tres días por semana hasta acabar el año. A partir de entonces, un día a la semana.

Al principio nadie le respondió, de modo que Nicholas siguió preparando la grabadora y toqueteando los botones.

—Si pretendes escandalizarnos, jovencito, has de saber que somos inmunes al escándalo —dijo Greggie.

La anciana remachó sus palabras con una mirada entusiasta a las cuatro paredes de la sala de juegos, que, como lugar público que era, tenía poca experiencia en ese tipo de conversaciones.

—Pues yo no soy inmune —dijo Joanna, mirando a Nicholas con gesto compungido.

En cuanto a Collie, no parecía saber qué actitud adoptar. Abrió el gancho metálico de su bolso y lo volvió a cerrar, tamborileando con los dedos en los abultados laterales de cuero descolorido.

—No quiere escandalizarnos —dijo finalmente—. Se trata de una opinión muy realista. Cuando una persona avanza espiritualmente, cuando está ya casi en estado de gracia, es capaz de entenderlo todo, desde el realismo hasta el sexo, o lo que sea.

En respuesta, Nicholas le dedicó una mirada cariñosa.

Animada por el éxito que le había reportado su franqueza, Collie soltó algo a medio camino entre una tosecilla y una risita. Imbuida de su nueva modernidad, añadió emocionada:

—Si no lo has tenido, no lo podrás echar de menos, por supuesto.

Greggie esbozó una mueca de perplejidad, como si no entendiera lo que Collie acababa de decir. Tras treinta años de hostil amistad con ella, sabía perfectamente que Collie tenía por costumbre saltarse etapas en la secuencia de su lógica, lo que la llevaba a decir cosas aparentemente inconexas, sobre todo si hablaba de un tema desconocido o si tenía un hombre delante.

—Pero ¿qué dices? —exclamó Greggie—. ¿Qué es lo que no podrás echar de menos si no lo has tenido?

—El sexo, obviamente… —dijo Collie, alzando la voz más de lo normal por el esfuerzo que estaba haciendo—. Estamos hablando de sexo y matrimonio.

Yo opino que sobre el matrimonio se pueden decir muchas cosas, por supuesto, pero si no lo has tenido, no lo podrás echar de menos.

Joanna miraba a las dos exaltadas mujeres con un apacible gesto de compasión. A Nicholas esa mansedumbre le pareció un indicio de fortaleza ante la falta de restricción que suscitaba la rivalidad en las dos damas.

—¿Y eso qué quiere decir, Collie? —preguntó Greggie—. No tienes ninguna razón. Sí que se echa de menos el sexo. El cuerpo tiene vida propia. Tú y yo sí que echamos de menos lo que no hemos tenido. Es una cuestión puramente biológica. Pregúntaselo a Sigmund Freud. Está todo en nuestros sueños. El roce de una piel cálida por la noche, la ausencia de…

—Un minuto —dijo Nicholas, alzando la mano para pedir silencio con la excusa de que estaba ajustan— do su grabadora vacía.

Era evidente que las dos señoras, si se disparaban, eran capaces de cualquier cosa.

—Abran la puerta, por favor.

La voz de la directora se oyó desde el pasillo, acompañada del tintineo de la bandeja del café. Nicholas se levantó de un salto, dispuesto a ayudarla, pero ella se le adelantó y entró en la habitación haciendo equilibrios, pero con el aire de una eficaz doncella.

—A mí esa visión beatífica tuya no me parece una compensación suficiente para lo que nos estamos perdiendo —dijo Greggie a modo de conclusión, aprovechando para lanzar una andanada a la religiosidad de Collie.

Mientras servían el café, con las demás chicas entró Jane, que venía de hablar con Tilly por teléfono y que, aliviada en parte de su culpa, le entregó a Nicholas la falsa carta de Charles Morgan. Mientras él la leía, alguien le dio una taza de café y, sin querer, la derramó sobre la carta.

—¡Ay, ya la has destrozado! —dijo Jane—. Ahora la voy a tener que repetir.

—Así parece mucho más auténtica —dijo Nicho— las—. Es evidente que si Charles Morgan me manda una carta diciéndome que soy un genio, me dedicaré a leerla una y otra vez, lo más probable es que acabe un poco sucia. Dime, ¿estás segura de que George se va a quedar impresionado al ver el nombre de Morgan?

—Mucho —contestó Jane.

—¿Me estás diciendo que estás muy segura, o que a George le va a impresionar mucho?

—Las dos cosas.

—Pues si yo fuera George, me pasaría lo contrario.

Iba a comenzar el recital del «Naufragio del
Deutschland
». Joanna ya estaba en pie con el libro en la mano.

—No quiero oír ni un suspiro —dijo la directora—. Parece ser que el aparato este del señor Farringdon es capaz de detectar hasta la caída de un alfiler.

Una de las chicas del dormitorio, que se estaba cosiendo una media, hizo como que se le caía la aguja al suelo y se agachó a recogerla. Otra chica del dormitorio, que lo había visto todo, resopló al contenerse la risa. Por lo demás, la sala estaba en silencio, salvo el zumbido casi imperceptible de la grabadora, que aguardaba las palabras de Joanna.

¡Oh, maestro mío!

Dios que me da el aliento y el pan

vereda del mundo, vaivén del mar.

Señor de la vida y la muerte,

huesos y venas me das, con piel me arropas,

para casi abatirme al final…

Capítulo 8

P
recisamente cuando Jane entraba por la puerta, un grito de pánico llegó del piso superior y pareció atravesar todas las paredes del club. Era la tarde del viernes 27 de julio. Jane había salido pronto de la oficina para poder recibir a Tilly en el club. Al oír el grito no le dio demasiada importancia. Cuando subía el último tramo de las escaleras escuchó otro grito aún más agudo, seguido de un coro de voces. Pero en el club un grito de pánico podía tener que ver perfectamente con una media rota o incluso con un chiste más gracioso de lo habitual.

Ya en el último rellano, Jane vio que el barullo venía del cuarto de baño. Anne y Selina, acompañadas de dos chicas del dormitorio, se afanaban en bajar del ventanuco a otra chica que evidentemente tenía intención de salir y se había quedado atascada. Alentada por las instrucciones que le daban las otras dos, la chica se retorcía y pataleaba sin éxito. Contraviniendo las cabales advertencias recibidas, de cuando en cuando la cautiva soltaba un grito. Para llevar a cabo su intentona se había desnudado y embadurnado el cuerpo de una sustancia grasienta; al verla, Jane pensó que ojalá el potingue no hubiera salido del tarro de crema hidratante que ella tenía encima de su tocador.

—¿Quién es? —dijo Jane.

—Es Tilly, por desgracia.

—¡Tilly!

—Te estaba esperando abajo y nos la hemos subido para tenerla entretenida. Como dice que el club le recuerda a su colegio, Selina le ha enseñado el ventanuco. Lo malo es que le sobran un par de centímetros. ¿Qué tal si le dices que se esté calladita?

Acercándose, Jane habló con Tilly en voz baja.

—Cada vez que gritas lo único que consigues es hincharte más —le dijo—. Tranquilízate, que intentaremos sacarte con jabón.

Tilly dejó de gritar y pasaron diez minutos mientras le untaban el cuerpo de jabón, pero aún seguía encajada por la cadera. Se la oía llorar.

—Avisad a George —dijo al fin—. Llamadle por teléfono.

Ninguna de ellas se atrevía a avisar a George. Tendría que subir al último piso del club, y los únicos hombres que usaban esas escaleras eran los médicos, siempre acompañados por alguien de la plantilla.

—Bueno, pues ya veré a quién consigo traer —dijo Jane.

Se le había ocurrido decírselo a Nicholas, que tenía acceso al tejado desde la oficina del Departamento de Inteligencia. Un buen empujón desde la azotea tal vez lograse desalojar a Tilly de su prisión. En cualquier caso, Nicholas tenía pensado ir al club después de cenar, para oír la charla y para ver de cerca, en una curiosa mezcla de celos y curiosidad, a la esposa del anterior amante de Selina. El propio Felix, por su parte, también estaría presente.

Jane decidió llamar por teléfono a Nicholas para rogarle que acudiera cuanto antes a ayudarla a sacar a Tilly. Además, luego podía quedarse a cenar en el club, aunque recordó de pronto que sería la segunda vez esa semana. Era posible que Nicholas ya hubiera llegado a su casa, porque salía de trabajar sobre las seis.

—¿Qué hora es? —dijo Jane.

Aún se oía llorar a Tilly, cuyos gimoteos amenazaban con convertirse en gritos.

—Las seis menos algo —dijo Anne.

Mirando su reloj para comprobar si era cierto, Selina se encaminó hacia su habitación.

—No la dejéis sola —dijo Jane—. Voy a llamar a alguien.

Pese a la advertencia, Selina se marchó a su cuarto, así que fue Anne quien se quedó con Tilly, a quien tenía sujeta por los tobillos. Cuando Jane ya estaba en el siguiente rellano, oyó la voz de Selina.

La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad…

Jane soltó una risita nerviosa y siguió escaleras abajo, llegando a las cabinas telefónicas justo cuando el reloj del vestíbulo daba las seis.

Eran las seis en punto de la tarde de aquel 27 de julio. Nicholas acababa de llegar a su habitación. Cuando supo del aprieto en que estaba Tilly, juró por lo más sagrado que saldría de inmediato hacia la oficina del servicio de inteligencia para intentar alcanzar la azotea desde allí.

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