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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (28 page)

—¿Y por qué tiene tanta importancia? Quiero decir, ¿por qué es tan importante si te mintió o no? ¿Qué diablos importa?

Era una pregunta razonable, aunque su formulación resultaba irritante. ¿Por qué le importaba? ¿Acaso deseaba que sus peores presentimientos sobre la calle Spector fueran falsos? Que aquella urbanización fuera sucia, no tuviera esperanza, fuera un estercolero donde se ocultaba a la vista del público a los indeseables y a los pobres, todo eso era una tri vialidad liberal, y la aceptaba como una realidad social desagradable. Pero la historia del asesinato y la mutilación del anciano era algo distinto. Una imagen de muerte violenta que se negaba a abandonarla.

Muy a su pesar se dio cuenta de que aquella confusión se le reflejaba en la cara, y que Trevor la miraba desde el otro lado de la mesa con expresión reprobatoria.

—Si tanto te molesta —le dijo—, ¿por que no vuelves al barrio y preguntas por ahí, en vez de jugar al me lo creo o no me lo creo durante la cena?

No pudo evitar enfadarse.

—Creí que te gustaban los acertijos —le espeto.

Él le lanzó una mirada hosca.

—Has vuelto a equivocarte.

No era mala sugerencia eso de que investigara, aunque no cabía duda de que tenía motivos ocultos. A medida que pasaba el tiempo veía a Trevor cada vez menos caritativo. Lo que en otra época había considerado como un furibundo compromiso con el debate le parecía ahora un despliegue de fuerzas con fines coercitivos. Discutía, no por la emoción de la dialéctica, sino porque era patológicamente competitivo. Lo había visto en muchísimas ocasiones adoptar posturas que sabía a ciencia cierta que no compartía. simplemente por el gusto de provocar al contrario. Lamentablemente, no era el único que practicaba aquel deporte. El mundo académico era una de las ultimas plazas fuertes de quienes malgastaban profesionalmente el tiempo. En ocasiones, el círculo de sus amistades parecía dominado totalmente por idiotas educados, perdidos en un erial de retórica gastada y compromisos vacíos.

Volvió a la calle Spector al día siguiente, armada del flash, el trípode y película sensible. Soplaba viento del Artico; su furia aumentaba al quedar atrapado en la maraña de pasillos y patios. Se dirigió al número 14 y se pasó la siguiente hora en sus sucios confines, fotografiando meticulosamente las paredes del dormitorio y de la sala. En el fondo había abrigado la esperanza de que el hecho de haberla visto hiciera que la cabeza del dormitorio perdiese parte de su impacto, pero no fue así. Aunque se esforzó por captarla en detalle lo mejor que pudo, sabía que las fotos no serían más que un pálido reflejo de aquel grito perpetuo.

Gran parte de su poder residía en el contexto. Que uno pudiera toparse con semejante imagen en un medio tan deslustrado y monótono, tan carente de misterio, era como encontrar un icono en una pila de basura, un símbolo reluciente de trascendencia en un mundo de afanes y ruinas que se proyectaba en un reino mas oscuro, más tremendo. Fue dolorosamente consciente de que la intensidad de su reacción desafiaba su forma de articularla. Su vocabulario era analítico, repleto de palabras altisonantes y de terminología académica, pero abrumadoramente empobrecido cuando se trataba de evocar alguna cosa. Las fotos, por pálidas que fueran, al menos darían una idea de la potencia del dibujo, aunque no lograsen reflejar la forma en que helaba la sangre.

Cuando salió del chalet el viento era más tremendo que nunca, pero el niño que esperaba fuera —el mismo que la había guiado el día anterior— iba vestido de primavera. Hizo muecas para mantener a raya los temblores.

—Hola —lo saludó Helen.

—Esperaba —anunció el chico.

—¿Esperabas?

—Anne Marie dijo que volverías.

—No pensaba hacerlo hasta finales de esta semana —comentó Helen—. Podrías haber esperado mucho tiempo.

La mueca del niño se relajó un poco y dijo:

—Es igual. No tengo nada que hacer.

—¿Y la escuela qué?

—No me gusta —repuso el niño, como si no se sintiera obligado a ser educado si la cosa no era de su gusto.

—Ya entiendo —dijo Helen, y comenzó a caminar por el costado del cuadrilátero.

El chico la siguió. En el parche de césped del centro del cuadrilátero habían apilado varias sillas y dos o tres arbolitos.

—¿Y esto? —inquirió a media voz.

—Para la noche de las hogueras —le informó el niño—. Es la semana que viene.

—Ah, sí.

—¿Vas a visitar a Anne—Marie? —le preguntó.

—Sí.

—No está en casa.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Bueno, tal vez puedas ayudarme… —Se detuvo y se dio la vuelta para mirar al niño de frente.. tenía ojeras de cansancio—. Me he enterado de que asesinaron a un anciano por aquí cerca. El verano pasado. ¿Sabes algo de eso?

—No.

—¿Nada de nada? ¿No recuerdas haber oído que habían matado a alguien?

—No —repuso otra vez el niño, en un notable tono conclusivo—. No me acuerdo.

—Bueno, gracias de todos modos.

Esta vez, cuando volvió sobre sus pasos rumbo al coche, el chico no la siguió. Pero cuando dobló la esquina para alejarse del cuadrilátero, miró atrás y vio que seguía de pie donde lo había dejado, mirándola como si fuera una loca.

Para cuando hubo llegado al coche y guardado el equipo fotográfico en el maletero, en el viento había gotas de lluvia, y se sintió muy tentada de olvidar que había oído la historia de Anne—Marie y volver a su casa, donde hallaría café caliente aunque la bienvenida fuera fría. Pero necesitaba una respuesta a la pregunta que le formulara Trevor la noche anterior. «¿Te lo crees?», le había preguntado cuando le contó la historia. Entonces no había sabido contestarle, y seguía sin saberlo. Tal vez (¿por qué lo presentía así?) en este caso la terminología de la verdad verificable sería redundante, tal vez la respuesta definitiva a esta pregunta no fuera una respuesta, sino otra pregunta. En ese caso, daba igual. Ella lo averiguaría.

Ruskin Court era tan solitario como sus compañeros, si no más. Ni siquiera lucía una hoguera. En el balcón del tercer piso, una mujer entraba la colada antes de que se pusiera a llover. En el césped del centro del cuadrilátero dos perros se apareaban con aire ausente; la perra miraba fijamente hacia el cielo vacío. Mientras avanzaba por la acera desierta, contrajo la cara con determinación; una mirada llena de carácter, le había dicho una vez Bernadette, un ataque refrenado. Cuando vio a las dos mujeres hablando en el extremo opuesto de la plazoleta, se acercó a ellas rápidamente, agradecida por su presencia.

—Disculpen.

Las mujeres de mediana edad interrumpieron su animada conversación y la miraron de arriba abajo.

—¿Podrían ayudarme?

Sintió cómo la sopesaban y olió su desconfianza; no intentaron ocultarlo. Una de las dos, la de cara rubicunda, inquirió sin rodeos:

—¿Qué quiere?

De repente, Helen sintió que había perdido la habilidad de caer bien. ¿Qué podía decirles a aquellas dos mujeres que no consideraran truculento?

—Me comentaron… —empezó a decir, y se detuvo, consciente de que ninguna de las dos la ayudaría—. Me comentaron que por aquí cerca hubo un asesinato. ¿Es cierto?

La rubicunda enarcó las cejas, tan depiladas que apenas se veían.

—¿Un asesinato? —inquirió.

—¿Es usted de algún diario? —preguntó la otra mujer.

Los años le habían amargado las facciones de tal modo que ya no había quien las endulzara. La boca pequeña estaba surcada de profundas arrugas, el pelo, teñido de moreno, presentaba medio centímetro de raíces grises.

—No, no soy de ningún diario —repuso Helen—. Soy amiga de Anne—Marie, de Butts' Court.

Hacerse pasar por amiga de Anne Marie era estirar mucho la verdad, pero aquello ablandó un poco a las mujeres.

—¿Está usted de visita? —preguntó la mujer rubicunda.

—En cierto modo…

—Se ha perdido los días cálidos que tuvimos…

—Anne—Marie me comentó que habían asesinado a alguien por aquí cerca, el verano pasado. Y sentí curiosidad.

—¿No me diga?

—¿Sabe usted algo?

—Por aquí pasan muchas cosas —comentó la segunda mujer—. Y no nos enteramos ni de la mitad.

—Entonces es cierto —dijo Helen.

—Tuvieron que clausurar los baños —terció la primera mujer.

—Sí, eso hicieron —dijo la otra.

—¿Los baños? —inquirió Helen.

¿Qué tenía eso que ver con la muerte del anciano?

—Fue terrible —dijo la primera—. Maureen, ¿fue tu Frank quien te lo contó?

—No, no fue Frank. Frank sigue embarcado. Fue la señora Tyzack.

Una vez establecida la identidad de la testigo, Maureen dejó que su amiga continuara con la historia y se dedicó a mirar a Helen. De sus ojos aún no se había borrado la sospecha.

—Eso fue hace dos meses —dijo Josie—. Más o menos a finales de agosto. Era agosto, ¿no? —Miró a la otra mujer en busca de una verificación—. Maureen, a ti se te dan bien las fechas.

Maureen se mostró incómoda, claramente renuente a prestar testimonio.

—No me acuerdo.

—Me gustaría saberlo —dijo Helen.

A pesar de la renuencia de su amiga, Josie estaba ansiosa por darle gusto.

—Hay unos lavabos justo delante de las tiendas…, ya sabe, lavabos públicos. No estoy muy segura de cómo ocurrió todo, pero había un chico…, bueno, no era exactamente un chico, sería un muchacho de veinte años o más, pero era… —Buceó para encontrar la palabra correcta—. Retrasado mental, supongo que se dice. Su madre tenía que llevárselo a todas partes como si tuviera cuatro años. En fin, que lo dejó ir al lavabo mientras ella entraba en el supermercado aquel, ¿cómo se llama?

Se volvió hacia Maureen para que se lo dijera, pero ésta le devolvió la mirada sin ocultar su desaprobación. Sin embargo, Josie no quiso disciplinarse.

—Ocurrió en pleno día —le dijo a Helen—. En fin, que el chico fue al lavabo, mientras la madre estaba en el supermercado. Al cabo de un rato, ya sabe cómo son las cosas, la mujer está entretenida comprando y se olvida del chico, y de repente se da cuenta de que hace rato que el chico ha salido al lavabo…

En ese punto, Maureen no logró evitar meterse en la conversacion; la precisión de la historia venció su cautela.

—Se puso a discutir —corrigió a Josie—. Discutió con el encargado del supermercado, porque le habían vendido tocino en mal estado. Por eso tardó tanto…

—Ya entiendo —dijo Helen.

—De todos modos, terminó con las compras —prosiguió Josie—, y cuando salió, su hijo todavía no había vuelto…

—Entonces le preguntó a alguien del supermercado… —comenzó a decir Maureen.

Pero Josie no iba a permitir que le arrebataran la narración en ese punto vital.

—Le pidió a uno de los hombres del supermercado —repitió, cubriendo la intervención de Maureen— que fuera a los lavabos a buscarlo.

—Fue terrible —comentó Maureen, representando en su imaginación la atrocidad.

—Estaba tirado en el suelo en medio de un charco de sangre.

—¿Asesinado?

Josie negó con la cabeza y repuso:

—Hubiera sido mejor que estuviera muerto. Lo habían atacado con una navaja… —Dejó que este dato hiciera su efecto antes de asestar el golpe de gracia—. Y le habían cortado las partes. Se las cortaron, las arrojaron al retrete y tiraron de la cadena. No tenían ningún motivo para hacer semejante cosa.

—Dios mío.

—Estaría mejor muerto —repitió Josie—. Algo así no se arregla tan fácilmente, ¿verdad?

La delirante historia parecía aún mas delirante por la sangre fría de la narradora, y por la repeticion casual de «Estaría mejor muerto».

—¿Logró el chico describir a sus atacantes? —inquirió Helen.

—No —respondió Josie—. Es prácticamente un imbécil. No sabe decir más de dos palabras seguidas.

—¿Y nadie vio entrar o salir de los lavabos a alguna persona?

—La gente entra y sale todo el rato —comentó Maureen.

Aunque parecía una explicación adecuada, en la experiencia de Helen no había ocurrido así. En el cuadrilátero y los pasillos no había visto nunca gran actividad, más bien todo lo contrario. Tal vez la zona comercial fuera más concurrida, reflexionó, y podría ofrecer una tapadera adecuada para semejante crimen.

—Entonces no encontraron al culpable —dijo.

—No —repuso Josie.

El fervor fue desapareciendo de sus ojos. El crimen y sus consecuencias inmediatas eran el quid de la historia; tenía muy poco o ningún interés en el culpable o su captura.

—No estamos seguros ni siquiera en nuestras propias camas —observó Maureen—. Pregúnteselo a cualquiera.

— Anne—Marie me comentó lo mismo —repuso Helen—. Fue así como me contó lo del anciano. Dijo que lo asesinaron el verano pasado, aquí, en Ruskin Court.

—Creo recordar algo —dijo Josie—. Oí algún comentario. Un viejo y su perro. Lo mataron a palos y el perro acabó… No lo sé. Pero desde luego no ocurrió aquí. Debió de ser en alguna otra urbanización.

—¿Está segura?

La mujer se ofendió ante aquella calumnia contra su memoria.

—Claro que sí. Si hubiera ocurrido aquí, nos habríamos enterado, ¿no?

Helen agradeció a las dos mujeres la ayuda prestada y decidió dar un paseo por el cuadrilátero, para averiguar cuántos chalets estaban desocupados. Al igual que en Butts' Court, gran parte de las cortinas estaban echadas y todas las puertas cerradas. De hecho, si la calle Spector se encontraba bajo el asedio de un maniaco capaz de los asesinatos y mutilaciones que le habían descrito, no le sorprendía que los residentes se encerraran en sus casas y no salieran. No había mucho que ver en la plazoleta. Todos los chalets y apartamentos deshabitados acababan de ser tapiados, a juzgar por el montón de clavos abandonados en el escalón de una puerta por los obreros del Ayuntamiento. Sin embargo, hubo una cosa que le llamó la atención. Garrapateada en los adoquines sobre los que caminaba —y apenas borrada por la lluvia y las pisadas— vio la misma frase que había en el dormitorio del número 14:
Dulces para los dulces
. Las palabras eran tan benignas… ¿Por qué, entonces, presentía que ocultaban una amenaza? ¿Sería tal vez su exceso, la superabundancia de azúcar sobre azúcar, de miel sobre miel?

Siguió andando, a pesar de la lluvia, y su vagabundeo la alejó gradualmente de los cuadriláteros hacia una tierra de nadie de cemento, por la que no había pasado antes. Era —o había sido— el área de esparcimiento de la urbanización. Allí estaban los juegos de los niños, con sus toboganes y columpios metálicos volcados, la caja de arena llena de excrementos de perro, el estanque vacío. También estaban las tiendas. Varias de ellas habían sido tapiadas, y las que no, eran poco atrayentes y sucias, y tenían los escaparates cubiertos por una pesada malla de alambre.

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