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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (7 page)

—¡Oh, papá! —protestó Scarlett, disgustada—. ¡Hablas como un irlandés!

—Nunca me he avergonzado de serlo; por el contrario, estoy orgulloso de ello. ¡No olvides que tú también eres medio irlandesa, señorita! Y para cualquiera que tenga en sus venas una gota de sangre irlandesa la tierra en que vive es como su madre. De ti sí que estoy avergonzado ahora. Te ofrezco la tierra más hermosa del mundo, exceptuando el condado de Meath, en el Viejo Continente, ¿y tú, qué haces? ¡La desprecias!

Gerald había empezado a excitarse, gritando de rabia, cuando algo en el desconsolado rostro de su hija le hizo interrumpirse.

—Bueno, eres joven aún. Ya sentirás después ese amor a la tierra. No podrás escapar de él, si tienes sangre irlandesa. Eres sencillamente una niña, preocupada por tus adoradores. Cuando seas vieja, ya verás lo que es eso. Y ahora, ¿quieres decidirte por Cade o por los gemelos o por uno de los chicos de Evan Munroe? ¡Ya verás el pago que te doy!

—¡Oh, papá!

En aquel momento estaba ya Gerald completamente harto de la conversación y aburridísimo de encontrarse aquel problema sobre sus hombros. Se sentía ofendido, además, al ver que Scarlett seguía estando desconsolada aun después de haberle ofrecido los mejores partidos del condado y Tara por añadidura. A Gerald le gustaba que sus regalos fuesen recibidos con palmitas y besos.

—¡Vaya! ¡No haga usted pucheros, señorita! No me importa con quién te cases con tal que piense como tú y sea un caballero, un hombre del Sur, y arrogante. Porque el amor de la mujer llega después del matrimonio.

—¡Por Dios, papá! ¡Ésa sí que es una teoría del Viejo Continente!

—Y una magnífica teoría. Todos los americanos tratan afanosos de casarse por amor, como los criados, como los yanquis. Los mejores matrimonios son aquellos que escogen los padres. ¿Cómo va a saber una chiquilla tonta, como tú, distinguir a un hombre bueno de un canalla? Fíjate, si no, en los Wilkes. ¿Qué es lo que les hace conservarse dignos y fuertes a través de todas las generaciones? Pues sencillamente el casarse con sus afines; entre primos, como quiere su familia que lo hagan.

—¡Dios mío! —gimió Scarlett, sintiendo renovado su dolor con las palabras de Gerald, que trajeron de nuevo a su mente la inevitable verdad. Su padre la miró y bajando la
cabeza
anduvo unos pasos indeciso.

—¿No estarás llorando? —le preguntó, acariciándole torpemente la barbilla e intentando levantarle là cabeza, compasivo.

—¡No! —exclamó ella con vehemencia, dando un respingo.

—Mintiendo es lo que estás, y me enorgullezco de ello. Me alegro de que seas orgullosa, gatita. Y deseo verte orgullosa mañana, en la barbacoa. No quiero que todo el condado cotillee y se ría de ti mañana porque hayas entregado tu corazón a un hombre que no ha pensado en ti más que como amiga de la familia.

«Sí que ha pensado —se dijo Scarlett, dolida—. ¡Ya lo creo que ha pensado! Estoy segura de que si hubiera tenido un poco más de tiempo se lo hubiera hecho confesar... ¡Ay, si no fuese porque los Wilkes se creen siempre obligados a casarse con sus primas!»

Gerald enlazó su brazo al de su hija.

—Y, ahora, entremos a cenar; que todo esto quede entre nosotros, para que tu madre no se preocupe y yo tampoco. Suénate, hija mía.

Scarlett se sonó con su arrugado pañuelito, y ambos echaron a andar por el sendero, cogidos del brazo, mientras el caballo los seguía lentamente. Al llegar a la casa, Scarlett se disponía a hablar de nuevo, cuando vio a su madre salir de la densa sombra del porche. Tenía puestos la toca, el chai y los mitones, y detrás de ella iba Mamita con cara de pocos amigos, asiendo el maletín de cuero negro en que Ellen O'Hara llevaba siempre los vendajes y medicinas que utilizaba en las curas de los esclavos. Mamita tenía una boca grande, de labios gruesos y colgantes que, cuando la negra se enfadaba, pendían más que de costumbre. En aquellos momentos los labios de Mamita tenían una longitud desmesurada, y Scarlett comprendió que Mamita estaba furiosa por algo que no aprobaba.

—Señor O'Hara —llamó Ellen, al ver a la pareja que avanzaba por el camino (Ellen pertenecía a una generación formalista, aun después de diecisiete años de matrimonio y de haber tenido seis hijos)—. Señor O'Hara, ha ocurrido una desgracia en casa de los Slattery. El hijo de Emmie ha nacido, se está muriendo y hay que bautizarlo. Voy allá con Mamita a ver qué puedo hacer.

Su voz se alzaba interrogante como si estuviera pendiente de la aprobación de su marido, mera formalidad, pero muy grata al corazón de Gerald.

—¡Por Dios santo! —gritó O'Hara—. ¿Cómo se atreven esos indecentes blancos a hacerte salir de casa precisamente cuando vas a cenar y cuando estoy deseando contarte todo lo que en Atlanta se dice de la guerra? Vete, señora O'Hara; no podrías dormir tranquila esta noche si supieras que ha ocurrido una desgracia y no has acudido a aliviarla.

—No podría dormir nunca tranquila si no hubiese ido antes a cuidar a los negros y a esos pelmas de los blancos, que bien podrían cuidarse a sí mismos —gruñó Mamita como rezando, mientras bajaba las escaleras dirigiéndose al coche que esperaba al borde del camino.

—Ocupa mi lugar en la mesa, querida —dijo Ellen a Scarlett, acariciándole la mejilla con su enguantada mano.

A pesar de sus lágrimas, Scarlett se estremeció al contacto realmente mágico de la mano de su madre y con la débil fragancia de verbena que exhalaba la crujiente seda de su traje. Para Scarlett había algo portentoso en Ellen O'Hara; era una maravilla que vivía en la casa con ella, a la que temía, pero que la hechizaba y la calmaba al mismo tiempo.

Gerald ayudó a su mujer a subir al coche y ordenó al cochero que condujese con cuidado. Toby, que manejaba los caballos de Tara desde hacía veinte años, hizo un gesto de muda indignación al oír que le daban consejos sobre la manera de efectuar su propia tarea. Al marchar con Mamita sentada a su lado era cada uno la perfecta imagen del africano ceñudo y gruñón.

—A mí tendrían que pagarme por lo mucho que hago en favor de esos inútiles de los Slattery —dijo Gerald, malhumorado—. Ya podían acceder a venderme sus escasos acres de mísero pantano y el condado se vería libre de ellos.

Luego añadió, satisfecho por anticipado con una de sus bromas habituales:

—Ven, hija mía, vamos a decirle a Pork que en vez de comprar a Dilcey le he vendido a él a John Wilkes.

Echando las riendas a un negrito que estaba por allí, subió rápidamente las escaleras. Se había olvidado ya del sufrimiento de Scarlett y sólo pensaba en mortificar a su criado. Scarlett le siguió lentamente, pues se sentía cansada. Pensó que, después de todo, una boda entre ella y Ashley no sería más rara que la de su padre con Ellen Robillard. Se preguntó, una vez más, cómo se las habría arreglado su áspero y estridente padre para casarse con una mujer como su madre, pues no hubo nunca dos personas tan opuestas en nacimiento, educación, costumbres y opiniones.

3

Ellen O'Hara tenía treinta y dos años y, para la mentalidad de la época era una mujer madura; tuvo seis hijos, tres de los cuales se le habían muerto. Era alta (su pequeño y fogoso marido no le llegaba más arriba de los hombros), pero se movía con una gracia tan reposada en su ondeante saya de volantes, que su estatura no llamaba la atención. Su cuello, surgiendo del ceñido corpino de tafetán negro, era redondo y fino, de piel blanquísima, y parecía doblarse ligeramente hacia atrás por el peso de su espléndida cabellera, recogida en una redecilla sobre la nuca.

Había heredado los ojos oscuros, algo oblicuos, sombreados por largas pestañas, y el negro cabello de su madre, una francesa cuyos padres se habían refugiado en Haití durante la Revolución de 1791; de su padre, soldado de Napoleón, procedían su larga nariz recta y las mandíbulas cuadradas que rectificaba la curva suave de las mejillas. Sólo el transcurrir de la vida había podido dar al rostro de Ellen aquella expresión de orgullo sin altanería, su gracia, su melancolía y su carencia absoluta de sentido del humor.

Hubiera sido una mujer de notable belleza de haber tenido más brillo en sus ojos, más color en su sonrisa, más espontaneidad en su voz que sonaba como dulce melodía en los oídos de sus familiares y de sus sirvientes. Hablaba con el suave acento de los georgianos de la costa, líquido en las vocales y dulce en las consonantes con un lejano vestigio del acento francés. Era una voz que no se alzaba jamás para dar órdenes a un criado o para reprochar la travesura de un niño; sin embargo, todos la obedecían en Tara, mientras que los gritos de su marido eran silenciosamente desacatados.

Hasta donde Scarlett podía recordar, su madre siempre había sido la misma; su voz suave y dulce, tanto para reprochar como para alabar; sus modales tranquilos y dignos a pesar de las cotidianas necesidades del turbulento dueño de la casa, su carácter siempre sereno y su temple firme, aun cuando había perdido tres de sus hijos.

Scarlett no había visto jamás a su madre apoyarse en el respaldo de la silla ni sentarse sin una labor de costura entre sus manos, a excepción de las horas de las comidas, cuando asistía a los enfermos o se ocupaba de la contabilidad de la plantación. Si había visitas se enfrascaba en un bordado delicado; otras veces, sus manos se ocupaban de las camisas plisadas de Gerald, de los vestidos de los niños o de la ropa de los esclavos. Scarlett no acertaba a imaginarse las manos de su madre sin el dedal de oro ni su figura altiva sin la compañía de la negrita, que no tenía otra ocupación en su vida que la de poner o quitar la mesa y llevar de aposento en aposento la caja encarnada de las labores, cuando Ellen se ajetreaba de acá para allá en la casa, vigilando la cocina, la limpieza y los trabajos de costura para los trajes de los plantadores.

Jamás había visto a su madre abandonar su austera placidez o faltar a ninguna de sus obligaciones, tanto si era de día como de noche. Cuando Ellen se vestía para asistir a un baile, para recibir a los invitados o bien para ir a cualquiera de las reuniones en Jonesboro, tenía frecuentemente necesidad de disponer de dos horas, de dos criadas y de Mamita para sentirse completamente satisfecha; aunque, en casos necesarios, sus rápidos tocados eran asombrosos.

Scarlett, cuya habitación se hallaba situada frente a la de su madre, al otro lado del vestíbulo, conocía desde su infancia el sordo rozar de los pies descalzos de los negros que correteaban por el pavimento de madera desde el alba; las urgentes llamadas en la puerta de su madre y las voces aterradas y roncas de los negros que gemían enfermos, de los que nacían y morían en la hilera de cabanas blanqueadas de sus alojamientos.

De niña, se deslizaba hasta la puerta y, atisbando a través de las rendijas, había visto a Ellen salir a oscuras de su habitación (donde los ronquidos de Gerald proseguían rítmicos e ininterrumpidos) a la tenue luz de una vela sostenida en alto, con la caja de las medicinas bajo el brazo, los cabellos pulcramente alisados y ni un solo botón de su vestido desabrochado.

Era siempre muy grato para Scarlett oír a su madre murmurar compasivamente, pero con firmeza, mientras atravesaba el vestíbulo de puntillas: «Chist..., chist..., no tan fuerte. Despertaréis al señor O'Hara. No están tan mal como para morirse.»

Sí, era grato volver al lecho y saber que Ellen estaba fuera, en la noche, y que todo marchaba bien.

Por las mañanas, después de las sesiones siempre nocturnas de natalicios o de muertes, cuando el viejo doctor Fontaine y su joven hijo, también doctor, se disponían a hacer sus visitas y no podían ir a ayudarla, Ellen presidía la mesa en el desayuno, como siempre, con sus ojos negros ojerosos, pero sin que su voz ni sus gestos revelasen el menor cansancio.

Bajo su firme dulzura había una tenacidad de acero que inspiraba respeto a la casa entera, lo mismo a Gerald que a sus hijas, aunque él hubiera preferido morir antes que admitirlo.

A veces, cuando iba por la noche de puntillas a besar las mejillas de su madre, Scarlett miraba su boca, de labios tiernos y delicados, una boca demasiado vulnerable ante el mundo, y se preguntaba si ésta se habría arqueado alguna vez con las risas inocentes de la infancia o si habría murmurado secretos a las amigas íntimas durante las largas noches estivales. Pero no, no era posible. Su madre había sido siempre así, una columna de fortaleza, una fuente de sabiduría, la única persona que tenía respuestas para todo.

No obstante, Scarlett no tenía razón, porque algunos años antes Ellen Robillard, de Savannah, había reído en la linda ciudad costera, del mismo modo inexplicable que se ríe a los quince años, y cuchicheado con sus amigas durante largas noches, cambiando confidencias y contando todos sus secretos, menos uno. Era el año en el cual Gerald O'Hara, que le llevaba veintiocho años, había entrado en su vida..., el año en que aquel primo suyo de ojos negros, Philippe Robillard, había partido. Y cuando éste, con sus ojos ardientes y sus maneras fogosas, abandonó Savannah para siempre, se llevó consigo el ardor que había en el corazón de Ellen, dejando para el pequeño irlandés de piernas cortas que se había casado con ella sólo una graciosa concha vacía.

Pero esto bastaba a Gerald, oprimido por la increíble felicidad de hacerla realmente su esposa. Y, si algo faltaba en ella, no lo echaba nunca de menos. Perspicaz como era, se daba cuenta de que era un milagro que un irlandés, sin bienes de fortuna y sin parentela, conquistase a la hija de una de las más ricas y altivas familias de la costa. Gerald era un hombre que se lo debía todo a sí mismo.

Gerald había llegado a Estados Unidos desde Irlanda a los veinte años. Vino precipitadamente, como vinieron antes o después tantos otros irlandeses mejores o peores que él, y sólo traía la ropa puesta, dos chelines, además del importe del pasaje y su cabeza puesta a un precio que le parecía mayor de lo que su delito merecía. En efecto, no existía un orangista
[3]
que valiese cien libras esterlinas para el Gobierno inglés o para el demonio en persona; pero el Gobierno tomó tan en serio la muerte de un inglés, administrador de un hacendado, que Gerald vio que había llegado el momento de partir, y de partir a toda prisa. Verdad era que al mencionado agente le había llamado «bastardo orangista», pero esto, según la manera de pensar de Gerald, no daba derecho a aquel hombre a insultarle silbando los primeros compases de la canción
El agua del Boyne
[4]
.

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