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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (30 page)

La pequeña comunidad de Carranque era lo mejor que le había pasado nunca. Ahora tenía ocupaciones y tareas que atender, de modo que cada día se sentía parte de algo. Algo importante. Hablaba con unos y con otros, y sentía que el flujo de afecto circulaba en los dos sentidos. Siguió además los sencillos consejos de Aranda para superar sus recuerdos y su falta de autoestima: cuidar de sí misma como nunca lo había hecho, empezando por cosas sencillas, físicas, tangibles, de resultados inmediatos. Ella optó por sus manos. Se las cuidaba con esforzada dedicación, hidratándolas con cremas, puliendo los padrastros, moldeando las uñas primorosamente con ayuda de una lima pequeña. Cuando las miraba, y observaba el hermoso trabajo que había hecho, se sentía fortalecida, y sabía en ese instante que podía seguir con el resto de su cuerpo; primero por fuera, luego por dentro. Así, cada mañana daba la bienvenida al nuevo día con renovadas energías, y los espectros que se arremolinaban tras las rejas le importaban cada vez menos.

Aquella mañana bajó a los sótanos, conforme al plan de tareas de aquel día. Su jornada comenzaba limpiando las salas inferiores a golpe de fregona. No tenían agua que malgastar, pero empleaban fregasuelos no jabonoso y abundante lejía, productos con los que contaban en cantidades industriales. Era una zona de mucho trasiego últimamente, desde que se dedicaban a vigilar las alcantarillas por si aparecía aquel loco extravagante que había acabado con los amigos de Moses e Isabel, así que había que limpiar al menos dos veces a la semana. Esa parte no le gustaba demasiado, principalmente porque era una actividad solitaria, pero después le tocaba cocina, y allí siempre se charlaba de casi todo, además de ser la Central del Cotilleo de la comunidad.

Cuando había limpiado ya media sala, Alan apareció en la habitación. Venía de la cámara de al lado, donde estaba uno de los accesos al alcantarillado. Cargaba uno de los rifles con los que estaba tan familiarizado el Escuadrón de la Muerte.

—¡Buenos días! —saludó Sandra.

—Hey, chica —dijo Alan sin mucha energía.

—¿Qué tal te ha ido?

—Joder... estoy roto. Toda la noche metido en esa cloaca, en la oscuridad. Es muy jodido...

—Me lo imagino...

—Tuve que darme de hostias para no quedarme dormido. Te juro que nos va a dar algo malo si seguimos respirando toda la mierda que hay ahí abajo. Ojalá hayan cazado a ese cabrón lunático de los cojones y podamos dejar esto.

—Ya veremos —dijo Sandra—. ¿Quién te reemplaza?

—Creo que Iván... ¿Le has visto?

—No, no lo he visto.

—Joooodeeeeer —dijo despacio, arrastrando mucho las sílabas—. Como se haya quedado dormido le voy a machacar el nabo con dos piedras.

Sandra dejó escapar una pequeña carcajada.

—Pues yo no puedo más... te lo juro. Me caigo de sueño... —dijo Alan. Sandra constató que parecía realmente abatido.

—Vete si quieres... cuando venga Iván ya le digo yo que te has tenido que ir.

—No sé...

—Al fin y al cabo, el que se retrasa es él, ¿no?

—Eso es verdad. ¡Qué coño!

—Pues venga... —dijo Sandra, sonriente—, a dormir, campeón.

—¡Pues sí! Me voy... ea... Nos vemos luego.

Alan desapareció por el corredor y Sandra se detuvo unos instantes para verlo alejarse, hasta que desapareció escaleras arriba. Pensó que Alan le gustaba, un poco al menos, pero no deseaba enredarse con historias y relaciones complicadas. Se sentía fantásticamente bien. Cogió la fregona con ambas manos y se concentró en la tarea, silbando la primera tonadilla que le saltó a la mente.

Casi había terminado cuando un pequeño ruido metálico la sobresaltó. Provenía del otro lado del corredor, donde estaba situado el acceso a las cloacas. Por un momento, su mente conjuró viejos miedos en forma de escenas de muertos vivientes irrumpiendo en tropel por el pasillo, pero su nuevo enfoque optimista de la vida apartó todo pensamiento lúgubre de la cabeza, y rápidamente divergió hacia Iván. Tenía que ser Iván, trasteando para zambullirse en el túnel, a vigilar.

—¿Iván?

No hubo respuesta.

Probó de nuevo, a un volumen de voz mayor, pero otra vez se encontró sumida en el silencio. Por unos segundos, la fría garra del miedo la atenazó; notaba el bloqueo en la base del cerebro, paralizando sus piernas y oprimiéndole el pecho. Le trajo recuerdos oscuros de tiempos remotos, cuando cabalgaba a lomos del Quinto Jinete. Pero al poco tiempo se sintió estúpida, y se esforzó por superar su estado.

Se dirigió resuelta hacia la sala donde estaba el acceso a las cloacas. Habían instalado una barra metálica alrededor para permitir bajar y subir cómodamente, pero la tapa estaba quitada, arrumbada en un lado como un gigantesco y descolorido botón. El agujero, sin embargo, era otra cosa: un ojo negro profundo y extraño que la miraba amenazante.

—¿Iván? —preguntó.

Entonces algo tiró de su pelo hacia abajo, forzándola a combarse dolorosamente sobre su espalda. Quiso chillar, pero descubrió que no podía; de repente le picaba el cuello, una especie de quemazón intensa y dolorosa que iba in crescendo. Inmediatamente, tuvo una sensación extraña, cálida, como si alguien hubiese derramado un cuenco de sopa caliente sobre su pecho. Las piernas le fallaron, y se derrumbó en el suelo como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Sandra vivía la escena como si se hubiese proyectado una película en su mente; una película que empezaba a perder el color y a volverse borrosa, en la que una bruma negra empezaba a emborronar los márgenes de su visión.

Cayó a un lado contra el suelo con un golpe sordo. Tenía delante suya la imagen desdibujada de su propia mano. Pensaba a cámara lenta, como si le costase componer las palabras correctamente, y respirar era cada vez más difícil. Tuvo la sensación asfixiante de tener algo atravesado en la garganta, pero aunque quería toser, su cuerpo ya no respondía. Quiso mover los dedos, pero tampoco consiguió nada. Bizqueó, tratando de enfocar su mano, y descubrió que estaba cubierta de sangre. “Qué mierda”, pensó con cierta incoherencia. “Voy a tardar una eternidad en quitar toda esa porquería... mis uñafs... los padrastofs... miff mffnof...”.

Sandra murió mirándose la mano.

XXXIII

El Escuadrón volvió a casa a eso de las ocho y media pasadas, pero no entraron por la sala donde Sandra se deshacía en un espeso charco de sangre, sino por otra entrada que les quedaba más cercana, situada al norte.

—¿Ha habido suerte? —preguntó el vigía al verlos llegar.

—No, chico. El hijo de puta no ha venido.

Fueron directamente a informar a Aranda, quien les esperaba en la oficina principal. Desde allí se llevaba el control de la Comunidad, así que había grandes pliegos con horarios, listas y planes colgados por las paredes. Habían dispuesto varias mesas, donde a menudo se encontraban otros miembros de la comunidad entregados a tareas de administración. Sin embargo, aquella mañana Aranda se encontraba solo, sorbiendo una taza de café descafeinado de sobre.

Nada más entrar, Aranda supo por sus caras que la cacería no había tenido éxito.

—Nada... ¿no? —preguntó, más para iniciar la conversación que para confirmar lo que ya sabía.

—No. No ha venido.

—Aun así, es posible que lo haga en las próximas horas... quizá se haya levantado hace un rato y se haya fijado en esa enorme columna de humo. He visto el rastro no hace ni diez minutos, desde la azotea. Aún humea bastante.

—Sí, desde luego —dijo Susana.

—¿Por qué habéis vuelto, entonces?

—La noche nos ha desgastado más de lo que habíamos imaginado. Si hubiera aparecido ahora, por la mañana, no estamos convencidos de haber podido actuar con la misma seguridad que en otras condiciones.

Aranda chascó la lengua.

—Entiendo —dijo—. Entonces habéis hecho bien en regresar.

Se levantó de la mesa y fue despacio hacia la ventana. Allí cruzó ambas manos tras la espalda y miró afuera con ojos ausentes. José, desabrochándose el chaleco antibalas, se dejó caer pesadamente en una de las sillas vacías. Se le veía abatido y cansado.

—Es prioritario que encontremos cuanto antes a ese sacerdote —dijo Aranda en voz baja. Había un deje de tristeza en su tono de voz que, sin embargo, sólo fue evidente para Susana—. Vigilar las alcantarillas no es suficiente: hay mil maneras en las que ese demente podría acercarse en silencio. Anoche tuve un sueño, un sueño horrible. Es el primero que he tenido desde que todo esto empezó, así que para mí es significativo.

Se volvió, buscando la mirada inteligente de Susana.

—Sugiero que vayáis a dormir —continuó—. Lo que necesitéis para estar en forma otra vez; tenemos que movernos. Me reuniré con el Comité dentro de un rato, para exponer la situación y estudiar qué otras acciones podemos emprender. Pero cuando despertéis, me gustaría que volváis allí, a ver qué se cuece. Máxima prudencia, sin disparos; sólo observar, reconocer, espiar... ¿entendéis?

—Claro —dijo José. Estaba pasándose un dedo por el entrecejo, como si acusara un repentino dolor de cabeza—. Aunque hubiese preferido que Dozer no se hubiese jodido la puta costilla.

—Lo sé, pero...

—Es lo que hay —le cortó José—, ya lo sé. Aranda asintió suavemente.

—Por lo demás —dijo—, he incluido observación con prismáticos en la lista de tareas para hoy. De todas las zonas cercanas al fuego que puedan verse desde aquí; para el resto del día. En el caso improbable de que ese lunático decida bajar andando por la calle desde aquella zona, lo veremos antes que él a nosotros.

—No creo que lo pillemos así —dijo Susana.

—Yo tampoco. Pero no se me ocurre otra cosa, al menos por el momento.

—¿Qué hay de los zombis que conseguimos para el doctor? —preguntó Uriguen. Había estado jugueteando con una pelota de tenis que alguien había dejado en una de las mesas.

—La cosa no va mal —explicó Aranda—. Rodríguez ha hecho algunos... avances. Más de lo que yo esperaba, en realidad, teniendo en cuenta el rudimentario material con el que está trabajando. Ojalá hubiéramos tomado esa decisión mucho antes, quién sabe lo que habríamos descubierto. Pero ahora es como si el tiempo jugase en nuestra contra: Dozer está impedido, y la amenaza del sacerdote se cierne sobre nosotros. Si conseguimos controlar un poco la situación, quiero que ayudemos a Rodríguez a volver al hospital. Allí hay equipo que podrá usar para descubrir más cosas sobre la infección. Quién sabe.

—¿Al hospital? —preguntó José, que había estado escuchando con una expresión de incredulidad en el rostro—. Vamos, no me jodas.

Aranda levantó las manos, conciliador.

—Ya hablaremos de eso —dijo con una sonrisa—. Será más adelante, cuando Dozer se recupere. Lo planearemos bien, y todo saldrá de puta madre.

—¿No sale siempre todo de puta madre? —preguntó Uriguen, lanzando la pelota al aire para volverla a coger.

—De puta madre el sueño que te has echao mientras nosotros vigilábamos, mamón —dijo José, con una risa socarrona.

—Será envidioso, el pecholobo este... —rió Uriguen, haciendo un amago de arrojarle la pelota de tenis.

Unos minutos más tarde, salían de la oficina dándose empujones y haciendo bromas sobre quién tenía el miembro más gordo. Susana, antes de cerrar la puerta tras de sí, le dedicó una última mirada que parecía decir: “Por eso volvemos cada vez, ¿sabes? Por eso son tan buenos, porque nunca han mirado a los ojos del abismo”.

Y Aranda, que volvió a sorber su café, ahora ya tibio y amargo, no pudo estar más de acuerdo.

Mientras tanto, a apenas doscientos metros del lugar donde Uriguen y José bromeaban sobre el tamaño de sus genitales, un sudoroso y despeinado Iván despertaba abruptamente de un pesado sueño. Había soñado con la casa donde vivía con sus padres cuando era niño, en Cristo de la Epidemia. En el sueño, caminaba descalzo hacia la cocina y descubría, con un horror infinito, que la puerta de la calle estaba abierta de par en par, y por lo tanto, todos los viejos y amados rincones conocidos de la casa se volvían de pronto hostiles y desconocidos. Era un sueño recurrente, que creía ya superado y que había expuesto a su psicólogo en numerosas ocasiones, pero no se había repetido en años. Su psicólogo lo llamaba un sueño nepente, como la planta que atrae a las moscas con su aroma y ya no las deja salir, ya que siempre que lo tenía dormía más de la cuenta, como si le costara abandonarlo: ni su reloj biológico ni los despertadores más enervantes conseguían arrancarlo del mundo onírico.

Iván miró la hora en su reloj de muñeca, y se sobresaltó al ver que eran prácticamente las nueve de la mañana. Se suponía que tenía que haber relevado al turno de noche en las alcantarillas a las ocho. Se incorporó de un salto, como si le hubieran pinchado el trasero, y dado que no había tiempo para un chapuzón en la piscina, se secó el sudor con una camiseta, se vistió, y se colgó el fusil al hombro.

Tardó unos minutos en llegar a las escaleras que bajaban a los sótanos. Mientras recorría esa distancia, trotando a media carrera, pasó por un corredor cuyo techo era una estructura de barras metálicas; las paredes eran un solo ventanal gigantesco a través del cual se descubría un cielo oscuro que amenazaba tormenta. Agradeció no encontrarse con nadie; esperaba que su pequeño retraso no trascendiera demasiado.

Bajó al sótano pensando ya cómo explicarle a quien fuera que estuviese de guardia por qué llegaba una hora tarde. Sabía que las noches en la alcantarilla eran lo suficientemente duras como para encima tener que aguantar todo ese tiempo extra.

Pero al llegar a la sala de acceso, resbaló aparatosamente y se encontró cayendo de espaldas contra el suelo. Después de la confusión inicial, rápidamente notó que estaba tumbado de espaldas sobre un charco. Se miró la mano, asqueado, y descubrió que se trataba de un líquido espeso, negruzco, que resbalaba despacio por la palma de su mano. Se incorporó con toda la rapidez que pudo, sintiendo unas repentinas arcadas por el fuerte olor que desprendía el charco. Los bordes eran menos densos, y allí el color era manifiestamente rojizo. De pronto se vio desbordado por un brote de pánico; empezaba a considerar que todo aquel líquido podía ser sangre.

—Dios... oh, Dios...

Además del rastro inequívoco del resbalón, había rastros de pisadas en el charco. Huellas pequeñas, que danzaban por toda la sala en todas direcciones, en confusa aglomeración, y luego desaparecían por el pasillo. Se maldijo a sí mismo por no haber visto antes aquellas marcas sanguinolentas en el suelo de cemento.

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