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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (10 page)

Ranec, el hombre oscuro, no se avergonzaba. De qué modo la miraba, con sus dientes blancos y sus ojos chispeantes, riendo, bromeando, instándola. Al pensar en ello, Jondalar tenía que contener el impulso de golpearle. Cada vez que lo recordaba se renovaba el impulso. La amaba tanto que no soportaba tan siquiera la posibilidad de que ella pudiera desear a otro, quizá a alguien que no se avergonzara de ella. La amaba como nunca había creído que fuera posible amar. Pero ¿cómo podía avergonzarse de la mujer a quien amaba?

Jondalar volvió a besarla con más fuerza, estrechándola hasta hacerle daño. Luego, con un ardor casi frenético, la besó en el cuello.

–¿Sabes lo que se siente cuando nunca se ha amado a una mujer y se sabe, por fin, que es posible enamorarse? Ayla, ¿no sientes lo mucho que te amo?

Era tan sincero y ferviente que Ayla experimentó una punzada de miedo, no por sí misma, sino por él. Le amaba más de lo que habría podido expresar, pero el amor que él sentía por ella no era lo mismo. No porque fuera más fuerte, sino porque era más insistente, más lleno de exigencia. Como si él temiera perder lo que, por fin, había conseguido. El tótem de cada uno, sobre todo si era poderoso, tendía a saber y a poner a prueba tales miedos. Ella buscó la manera de desviar aquel torrente de fuertes emociones.

–Noto que estás bien preparado –dijo sonriente.

Pero él no respondió con una actitud más frívola, como ella esperaba. Por el contrario, volvió a besarla con fiereza, ciñéndola hasta hacerle temer por sus costillas. Un momento después hurgaba por debajo de la pelliza, buscándole los pechos mientras intentaba desatar el cordón de sus pantalones.

Ella no le había conocido nunca así, tan necesitado, tan ansioso, tan implorante en sus anhelos. Solía mostrarse más tierno, más considerado para con los requerimientos femeninos. Conocía el cuerpo de Ayla mejor que ella misma y disfrutaba con su propia habilidad. Pero aquella vez sus impulsos eran más poderosos. Ella, reconociendo la situación, se entregó a él, perdiéndose en aquella fuerte expresión de amor. Estaba tan dispuesta como él. Dejó caer la prenda que le cubría las piernas y le ayudó a hacer otro tanto.

Sin apenas darse cuenta se encontró tendida de espaldas, en el duro suelo de la ribera. Antes de cerrar los ojos tuvo una vaga visión de estrellas borrosas. Jondalar estaba encima de ella, besándola ansiosamente. Su lengua horadaba, exploraba como si esperara encontrar así lo que tan ardientemente buscaba su miembro rígido. Se abrió a él, guiándole hacia sus profundidades húmedas e invitantes.

Incluso en su frenesí, él se maravilló de lo perfectamente que coincidían sus cuerpos. Por un momento se esforzó en contenerse, trató de ejercer sobre sí el dominio al que estaba acostumbrado, pero al fin se dejó ir. Cuando sintió la cumbre de lo maravilloso, con un inexpresable estremecimiento, gritó el nombre de ella.

–¡Ayla! Oh, Ayla mía, ¡te amo!

–Jondalar, Jondalar...

Él ejecutó unos pocos movimientos más y, con un gemido, sepultó la cara en el cuello de la mujer, inmóvil, cansado. Ayla sintió que una piedra se le clavaba en la espalda, pero no le prestó atención.

Al cabo de un rato él se incorporó para mirarla, frunciendo el ceño a causa de la preocupación que le embargaba.

–Lo siento –dijo.

–¿Por qué?

–Ha sido demasiado rápido. No te he preparado, no te he dado Placeres.

–Ya estaba dispuesta, Jondalar, y tuve Placeres. ¿Acaso no te lo había pedido? Tu Placer me da Placer. Me da Placer tu amor.

–Pero no lo sentiste al mismo tiempo que yo.

–No lo necesitaba. Tuve sentimientos diferentes, Placeres diferentes. ¿Es siempre necesario?

–No, supongo que no –reconoció él, frunciendo el ceño. Luego volvió a besarla, lentamente–. Además, la noche no ha terminado. Vamos, levántate, que hace frío. Busquemos una cama abrigada. Deegie y Branag ya han cerrado sus cortinas. No volverán a verse hasta el verano próximo y se sienten ávidos de Placeres.

Ayla sonrió.

–Pero no tanto como lo estabas tú –aunque no podía verle, le pareció que él se ruborizaba–. Te amo, Jondalar. Amo todo lo que haces. Hasta tu ansioso... –sacudió la cabeza–. No, eso no está bien, no es la palabra.

–Lo que quieres decir es «ansia», me parece.

–Amo hasta tus ansias. Sí, eso. Al menos conozco tus palabras mejor que las Mamutoi –hizo una pausa–. Frebec dijo que yo no hablaba bien. ¿Alguna vez aprenderé a hablar bien, Jondalar?

–Tampoco yo hablo el mamutoi muy bien. No es el idioma con el que crecí. Pero Frebec sólo busca pendencias –dijo Jondalar, mientras la ayudaba a levantarse–. ¿Por qué será que en todas las cuevas, en todos los campamentos, en todos los grupos hay siempre un camorrista? No le prestes atención: nadie se la presta. Hablas muy bien; me asombra tu facilidad para aprender idiomas. Antes de que pase mucho tiempo hablarás el mamutoi mejor que yo.

–Tengo que aprender a hablar con palabras. Ahora tengo otra cosa –dijo ella, con suavidad–. No conozco a nadie que hable el lenguaje con el que crecí.

Y cerró los ojos por un momento, asaltada por una sensación de vacío. La rechazó y empezó a ponerse los pantalones. De pronto se detuvo y volvió a quitárselos.

–Espera. Hace mucho tiempo, cuando me hice mujer, Iza me dijo todo lo que una mujer del Clan necesita saber sobre los hombres y las mujeres, aunque parecía difícil que yo encontrara compañero y me hiciese falta saberlo. Los Otros pueden no pensar igual; ni siquiera las señales de los hombres y mujeres son las mismas. Pero voy a pasar una primera noche en un sitio de los Otros y siento que debo purificarme después de nuestros Placeres.

–¿Qué quieres decir?

–Voy a lavarme en el río.

–¡Hace frío, Ayla! Y está oscuro. Podría ser peligroso.

–No iré lejos, sólo aquí, en la orilla.

Dejó caer la pelliza y se quitó por la cabeza la túnica interior.

El agua estaba fría. Jondalar la observaba desde la orilla, mojándose sólo lo suficiente para apreciar lo helada que estaba. La idea de Ayla le hizo recordar los actos purificadores de los Primeros Ritos, y decidió que tampoco le vendría mal un poco de limpieza. Cuando ella salió estaba temblando. La envolvió en sus brazos para calentarla, secándola con la piel de bisonte de su propia pelliza; después la ayudó a ponerse la ropa.

Ayla, vivificada, estremecida y fresca, caminó con él hacia el albergue. Cuando entraron, casi todos se estaban acomodando para dormir. Los fuegos habían quedado reducidos a brasas y las voces eran suaves. El primer hogar estaba vacío, aunque todavía quedaban restos del asado. Mientras recorrían silenciosamente el pasillo central, Nezzie salió y les paró.

–Sólo quería darte las gracias, Ayla –dijo, echando un vistazo a una de las camas alineadas contra la pared.

Ayla siguió la dirección de su mirada y vio tres formas pequeñas en una cama grande. Latie y Rugie la compartían con Rydag. Danug ocupaba otra. Talut, estirado en toda su estatura, se incorporó sobre un codo, esperando a Nezzie en la tercera. Ayla le devolvió la sonrisa, sin saber cuál era la respuesta adecuada.

Mientras Nezzie trepaba a la cama, junto al gigantesco pelirrojo, Jondalar y su compañera trataron de seguir su camino silenciosamente, para no molestar a nadie, pero Ayla notó que alguien la observaba y miró hacia la pared. Dos ojos brillantes y una sonrisa les contemplaban desde la cavidad oscura. Ella sintió que los hombros de Jondalar se tensaban y se apresuró a apartar la vista. Creyó oír una risa sofocada, pero pensó que podían ser ronquidos provenientes de la cama opuesta.

En el cuarto hogar, una de las camas estaba oculta tras una pesada cortina de cuero que la separaba del pasillo, aunque detrás se percibían ruidos y movimientos. Ayla se fijó en que casi todas las camas de la casa larga tenían cortinas similares atadas a las vigas, hechas con huesos de mamut, o a los postes laterales, aunque no todas estaban corridas. La cama de Mamut, en la pared opuesta a la de ellos, estaba abierta. Aunque el anciano se había tendido allí, Ayla adivinó que no dormía.

Jondalar encendió una astilla con una brasa del hogar y, protegiéndola con la mano, se acercó a un nicho abierto sobre la plataforma donde dormirían. Allí había una piedra gruesa y bastante plana, con una depresión en forma de platillo, medio llena de grasa. Encendió una mecha de juncos retorcidos para iluminar la pequeña estatuilla de la Madre, instalada tras la lámpara de piedra. Luego desató los cordones que sostenían la cortina subida y, en cuanto ésta cayó, llamó a Ayla por señas.

Ella subió a la plataforma, donde se amontonaban las pieles suaves. Sentada en medio, oculta por la cortina y a la luz de la llama parpadeante, se sentía protegida y en la intimidad, como si aquel rincón fuera sólo para ambos. Recordó la pequeña cueva que había encontrado cuando era niña, adonde solía ir cuando deseaba estar sola.

–Son muy inteligentes, Jondalar. A mí no se me habría ocurrido una cosa así.

Jondalar se tendió junto a ella, complacido por su admiración.

–¿Te gusta la cortina cerrada?

–Oh, sí. Hace que una se sienta sola, aun sabiéndose rodeada de gente. Sí, me gusta –su sonrisa era radiante.

Él hizo que se acostara a su lado y la besó ligeramente.

–Qué hermosa eres cuando sonríes, Ayla.

Ella le miró a la cara, encendida de amor; miró sus ojos irresistibles, violáceos a la luz del fuego, y su pelo amarillo, largo, desordenado sobre las pieles; su mentón fuerte y su frente alta, tan distintos de la mandíbula plana y la frente aplastada de los hombres del Clan.

–¿Por qué te afeitas la barba? –preguntó, pasándole los dedos por el mentón.

–No sé. Estoy habituado. En verano es más fresco y pica menos. Pero suelo dejarla crecer en el invierno. Mantiene la cara caliente cuando uno está a la intemperie. ¿No te gusta afeitada?

Ella arrugó el ceño, desconcertada.

–No me corresponde a mí decirlo. La barba es cosa del hombre, puede cortársela o no, como guste. Sólo te lo he preguntado porque nunca antes había visto a un hombre con la barba rasurada. ¿Por qué preguntas si me gusta o no?

–Porque quiero complacerte. Si te gusta la barba, la dejaré crecer.

–No importa. Tu barba no tiene importancia. Tú sí. Me das place..., Placeres..., me complaces –se corrigió.

Él sonrió a la vista de sus esfuerzos.

–También a mí me gustaría darte Placeres.

La atrajo hacia sí y volvió a besarla. Ella se acurrucó a su lado. Jondalar se incorporó para mirarla.

–Como la primera vez –dijo–. Hasta con una donii que nos custodia.

Y levantó la vista hacia la hornacina, donde el fuego iluminaba la talla en marfil de la maternal figura.

–Es la primera vez... en un sitio de los Otros –dijo ella, cerrando los ojos, llena de expectativa y solemnidad.

Él tomó su cara entre las manos para besarla en los párpados. Después la contempló unos instantes; sin duda era la mujer más hermosa de cuantas había conocido. Había en ella algo exótico; sus pómulos eran más altos que los de las mujeres zelandonii; sus ojos, más espaciados, enmarcados por tupidas pestañas, más oscuras que la espléndida cabellera, del color del pasto en otoño. Su mandíbula era firme, con el mentón levemente afilado.

En el hueco de su garganta tenía una leve cicatriz. Depositó allí un beso que la hizo estremecerse de placer. Se irguió un poco y la contempló de nuevo antes de besarla en la punta de la nariz recta, en las comisuras de aquella boca de labios carnosos en los que se dibujaba un amago de sonrisa.

La sentía absolutamente tensa. Como un pájaro, inmóvil pero vibrante, tenía los párpados cerrados y permanecía expectante sin moverse. Él la miraba mientras saboreaba el momento. Finalmente aplicó los labios a su boca, solicitó la entrada y se sintió bien recibido. Esta vez no había empleado la fuerza, sino sólo la ternura.

Vio que abría los ojos, que le sonreía. Se desprendió de su túnica y ayudó a Ayla a que se quitara la suya. Delicadamente la empujó hacia atrás y empezó a acariciarla con los labios, comenzando por la punta de sus senos. Ella ahogó un grito y se preguntó cómo la boca de Jondalar podía despertar semejantes sensaciones en determinados puntos de su cuerpo que él no había tocado aún.

Al poco su respiración se hizo entrecortada. Gemía de placer mientras él la acariciaba por todo el cuerpo. Empezó a experimentar escalofríos cada vez más violentos. Jondalar desató la cinta que sujetaba sus polainas mientras sus labios y su lengua se aventuraban cada vez más lejos; sintió cómo vibraba su cuerpo. Cuando se detuvo en su avance, ella dejó escapar un ligero grito de decepción.

Jondalar, a su vez, se despojó de sus polainas, circunstancia que aprovechó ella para acariciarle. No podía dejar de sorprenderse al verla tan familiarizada con su virilidad, mientras que tantas otras mujeres se habían asustado. Al mismo tiempo se sentía feliz de poder controlarse.

–Ayla, esta vez quiero darte Placeres –dijo, apartándola un poco.

Ella le miró con ojos dilatados, oscuros y luminosos. Apartó la cabeza. Él la obligó a echarse sobre las pieles y volvió a besarla en los labios, en la garganta, en los senos..., después más abajo, cada vez más abajo... Todo su cuerpo se estremeció, se levantó un poco y lanzó un grito. A Jondalar le encantaba complacerla, sentir el modo como ella respondía a su habilidad. Era como elaborar una delgada lámina partiendo de un bloque de sílex. Le causaba un júbilo especial saber que había sido el primero en darle Placeres. Ayla sólo había conocido la violencia y el dolor hasta que él despertara en ella el Don del Placer, que la Gran Madre Tierra había dado a Sus hijos.

La exploró tiernamente con la lengua, con los labios. Comenzó a moverse contra él, con gritos, con movimientos convulsivos de la cadera, hasta que él comprobó que estaba dispuesta. Se tendió hacia él.

–Jondalar..., ah..., Jondalar...

Ayla estaba fuera de sí; para ella no existía nada en el mundo más que Jondalar. Ella le deseaba, le guiaba, ansiaba sentirse penetrada...

Cuando estuvo dentro de ella, le hubiera gustado prolongar aquel momento, pero cada uno de sus movimientos les llevaba al borde del paroxismo. Sus cuerpos relucían de sudor a la luz vacilante de la lámpara. El ritmo de vida se precipitaba. Un espasmo incontrolado, casi inesperado, les condujo al orgasmo. Durante un instante se quedaron como suspendidos, como si intentasen convertirse en un solo cuerpo, antes de derrumbarse, exhaustos.

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