Los conquistadores de Gor (11 page)

Telima estaba despierta pero, por supuesto, yacía donde yo la había colocado la noche anterior. La desaté y, sin decir una sola palabra, se desperezó dolorida y frotó sus muñecas y tobillos. Comimos en silencio lo que nos quedaba. Limpió las últimas migas de la tarta de rence de su boca con el dorso de la mano.

—Sólo te quedan nueve flechas —dijo.

—Creo que ya no importa —respondí.

Me miró intrigada.

—Llévame hasta las naves —dije.

Desató la balsa y lentamente sacó la pértiga del lodo. Impulsó la balsa hasta las proximidades de los barcos. Bajo la protección de las matas y los juncos giramos alrededor de las seis naves. Esperé más o menos un ahn antes de ordenar que se aproximara a la sexta nave. Tensé el arco y ajusté las nueve flechas al cinto de la túnica, así como la espada con la que había luchado durante el sitio de Ar.

Muy lentamente nos acercamos, casi deslizándonos, hasta la popa de la sexta nave. Permanecimos durante varios ehns bajo ella, al cabo de los cuales, por señas, ordené a Telima arañar ligeramente el costado de la nave con la pértiga. Lo hizo, pero no hubo respuesta alguna.

Saqué el casco sin insignia de entre mis propiedades y lo alcé hasta rebasar la borda. Nada ocurrió. Nada oímos. Ordené a Telima que se alejara un poco de la nave y permanecí durante algunos ehns con el arco y una flecha listo para disparar. Luego, en silencio, le ordené que me llevara hasta la proa de la nave. Allí estaba la chica desnuda aún atada a la proa, pero tal y como estaba colocada no podía girarse para vernos; además, creo que ni siquiera era consciente de nuestra presencia.

Dejé el arco sobre los juncos de la balsa y desprendí las flechas del cinto, pero no cogí el escudo puesto que al subir al barco me hubiera restado movilidad. Sin embargo coloqué sobre mi cabeza el casco con la “Y” descansando sobre mi nariz: el casco del guerrero de Gor.

Lentamente y sin hacer ruido alguno icé la cabeza hasta la altura de los ojos para mirar por encima de la borda, para luego escudándome del quinto barco tras la proa del sexto saltar a su interior. Miré a mi alrededor. Era dueño de la nave.

—No hagas ruido —susurré a la chica atada a la proa.

Estuvo a punto de dejar escapar un grito de terror e intentó girar la cabeza para ver quién estaba tras ella, pero le fue imposible debido a las ligaduras. Guardó silencio.

Los esclavos, aún atados a sus bancos, me miraban con ojos y rostros desfigurados por el terror.

—No hagáis ruido —ordené.

Sólo se oyó una cadena moverse.

Los cultivadores de rence, que estaban atados de pies y manos entre los bancos de los remeros como si fueran pescados, tenían el rostro vuelto hacia la popa y no podían verme.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó uno de ellos.

—¡Cállate! —ordené de nuevo.

Miré por encima de la borda a Telima e indiqué por señas que me diera el escudo, lo cual hizo con cierta dificultad. De nuevo miré a mi alrededor y por fin dejé el escudo apoyado sobre el costado del barco y extendí la mano solicitando el arco y las nueve flechas. Telima me entregó lo que pedía. Le hice señas para que subiera al barco, lo cual hizo después de amarrar la balsa a un pequeño hierro al pie de la proa.

Ya estaba a mi lado sobre el puente de la sexta nave.

—El barquichuelo ha desaparecido —me dijo.

No respondí puesto que ya había observado que no estaba allí, de lo contrario no hubiera venido tan apresuradamente a las naves. Entregué el gran arco y las flechas a Telima.

—Sígueme —ordené.

Sabía que no podía tensar el arco, pero también sabía que en caso de lograrlo a aquella distancia la flecha me atravesaría. La miré fijamente durante un rato, pero ella mantuvo la mirada sin bajar la cabeza. Por fin me giré.

No había hombres de Puerto Kar en la nave, pero al saltar desde la popa del sexto barco a la proa de la quinta nave vi varios de ellos muertos. Algunos tenían clavadas flechas de mi arco. Sin embargo, la mayoría habían muerto a causa de heridas producidas por lanzas o espadas. Muchos de aquellos hombres, en la oscuridad y la confusión producida la noche anterior, habían sido lanzados al pantano.

—Recoge las fechas —dije a Telima señalando a los muertos.

Había usado flechas con una sola púa, de manera que era posible retirarlas del cuerpo. Las flechas de una sola púa ofrecen mayor penetración. Si hubiera usado flechas de púa ancha y flechas tuchuks acabadas en garfios, para extraerlas se necesitaría empujarlas a través del cuerpo, en cuyo caso es más fácil perder la púa o garfio en él.

Telima iba recogiendo las flechas y juntándolas a las que ya tenía en su poder.

Y así, con el escudo, la espada y el casco, seguido por Telima portando el arco y las flechas, algunas de las cuales ahora estaban manchadas con la sangre de los hombres de Puerto Kar, recorrí una nave tras otra. En ninguna de ellas hallé hombres de Puerto Kar vivos.

Los que no habían muerto habían huido en el barquichuelo. Posiblemente en la oscuridad y entre gritos y lucha habían asaltado la barcaza, o acaso fuera más tarde después de un aterrador silencio y en espera de un nuevo ataque, remando desesperadamente para salvar sus vidas. También era posible que hubieran comprendido que nunca existió tal abordaje, o que de haberlo habido los asaltantes habían ya abandonado las naves, pero no querían permanecer atrapados en el pantano para morir de sed o por las flechas del gran arco amarillo. Supuse que en el barquichuelo no habían podido escapar más de ocho o diez hombres, pero no me importaba cómo habían sido elegidos los pasajeros dignos de escapar y era de esperar que algunos de los muertos eran aquellos a los que se negó tal privilegio.

Ahora volvíamos a encontrarnos sobre el puente de la sexta nave.

—Todos han muerto. Todos han muerto —repitió Telima con voz quebrada por el sollozo.

—Ve al puente del timonel —dije.

Se dirigió al lugar indicado llevando con ella el arco y las flechas.

Permanecí sobre el puente de mando recorriendo el pantano con la vista. A mi espalda, atada a la curva de la proa, estaba la esbelta morena de largas piernas a quien tan bien recordaba, pero también recordaba que de modo similar yo había sido atado al poste y ella había bailado ante mí con desprecio en sus bellos ojos.

—¿Quién eres, por favor? —inquirió tratando de girar la cabeza.

No respondí. Giré y abandoné el puente de mando pasando por entre las dos filas de esclavos encadenados a los bancos. Los esclavos permanecieron inmóviles mientras avanzaba entre ellos. Ascendí los escalones que me separaban del puente del timonel y una vez allí bajé la mirada hasta clavarla en los ojos de Telima. Me miró. Su rostro reflejaba admiración.

—Gracias, guerrero —musitó.

—Tráeme fibras para atar —ordené.

Me miró desconcertada.

Señalé un rollo de fibra situado al pie de la barandilla justo a la izquierda del puente del timonel. Dejó el arco y las flechas sobre el puente y fue a buscar el rollo de fibra que había pedido.

Corté tres tiras.

—Gírate y cruza las muñecas —dije.

Con la primera tira até sus muñecas a la espalda; luego la llevé hasta el segundo escalón que conducía al puente del timonel, o sea, dos peldaños más abajo del asiento del esclavo que llevaba el ritmo de los remeros, y la obligué a arrodillarse a la izquierda de dicho asiento, donde até sus tobillos. Con el otro pedazo de fibra sujeté su garganta a modo de rienda o correa a una de las anillas de hierro que servían para amarrar, situada a unos cinco metros de la popa. A continuación me senté sobre el puente del timonel con las piernas cruzadas. Conté las flechas. Ahora tenía veinticinco. Varios de los guerreros a los que había matado con mis flechas habían caído al agua y otros debían haber sido lanzados por la borda por sus camaradas. De las veinticinco que había recuperado, dieciocho eran pesadas y las otras siete ligeras. Coloqué el arco a mi lado y extendí las flechas ante mí.

Me levanté y recorrí las naves hasta llegar a la sexta. Los esclavos atados a los bancos continuaban inmóviles mientras pasaba por entre las filas.

—Dame agua —susurró uno de los cultivadores de rence.

Continué mi camino. Mientras pasaba de una a otra nave me cruzaba con la chica desnuda atada al mascarón del barco. En la segunda proa, a pocos centímetros del puente del timonel de la primera nave, reconocí a la muchacha alta de ojos grises que bailara tan lentamente ante mí cuando estaba atado al poste; en el tercer navío estaba la morena que llevara una red sobre su hombro izquierdo. Recordé que también ella había bailado ante mí y que, al igual que las demás, había escupido a mi rostro.

Tal como habían sido atadas, las chicas sólo podían mirar al cielo, y consecuentemente, sólo podían oír mis pasos cuando pasaba a sus pies, y acaso también oyeran el ligero tintineo de mi espada goreana dentro de su vaina. Mientras retrocedía de una a otra nave también pasé por entre los atados cultivadores de rence arracimados como pescados entre los bancos de los esclavos, pero como llevaba puesto el casco goreano que ocultaba mis facciones ninguno de ellos me reconoció. El casco carecía de insignias y el lugar donde debía aparecer el escudo de armas permanecía vacío. Ni uno solo de ellos habló. Ahora ni una sola cadena se movía. Únicamente resonaban mis pasos sobre la cubierta y el tintineo de la espada dentro de la vaina. Al alcanzar el puente del timonel de la sexta nave, miré hacia atrás contemplando la hilera de barcos. Ahora todas aquellas naves me pertenecían. Hasta mis oídos llegó el llanto de una criatura.

Seguí avanzando hasta llegar al puente de mando donde desaté la balsa que Telima había confeccionado y saltando por la borda me dejé caer en ella. Saqué la pértiga del lodo y con ella hice avanzar la balsa hasta la primera nave. Los esclavos, los encadenados a los bancos y los atados y amontonados, permanecían callados. Até la balsa a la primera de las naves y luego subí a bordo, regresando al puente del timonel del sexto navío donde ocupé el asiento del esclavo que llevaba el ritmo de los remeros.

Telima, atada de pies y manos arrodillada sobre el segundo escalón, me miró.

—Odio a todos los cultivadores de rence —dije mirándola.

—¿Por eso los salvaste de los hombres de Puerto Kar? —preguntó.

Mis ojos expresaban ira al mirarla.

—Hubo un niño que fue cariñoso conmigo en una ocasión.

—¿Hiciste todo esto porque en una ocasión un niño fue cariñoso contigo?

—Así es —respondí.

—Y, no obstante, ahora eres cruel con otra criatura que está atada y tiene hambre y sed.

Tenía razón. Aún podía oírse el llanto de la criatura. El llanto procedía del segundo de los barcos. Me levanté enojado.

—Los barcos y todos los esclavos sois míos. Si quiero, puedo ir a Puerto Kar a venderos. Soy el único hombre fuerte y armado entre muchos encadenados y atados. ¡Soy el amo de todo esto!

—También la criatura está atada —dijo Telima—, y es posible que sienta dolor además de hambre y sed.

Me giré y encaminé mis pasos a la segunda nave. Encontré a la criatura, un niño de unos cinco años de ojos azules, atado como todos los demás. Lo liberé y lo tomé en mis brazos. Busqué a la madre y la hallé. También la liberé y ordené que alimentara al niño y le diera agua. Cuando lo hubo hecho ordené que vinieran conmigo al puente del timonel del primer barco, y los coloqué en la cubierta donde podía verlos, evitando así que desataran a los demás prisioneros.

—Gracias —dijo Telima.

No me digné responder.

Mi corazón albergaba gran odio hacia los cultivadores de rence porque ellos me habían hecho esclavo. Más aún, habían sido maestros en mostrarme, con toda crueldad, lo que no hubiera querido conocer de mí mismo. Me habían arrebatado el concepto que de mí tenía forjado; habían roto aquella imagen reluciente, aquella preciada y atesorada ilusión, aquel supuesto espejismo de lo que quería ser y que había pensado era mi verdadera identidad. Habían conseguido separarme de mí mismo. Había escogido la esclavitud antes que la muerte, por horrorosa que ésta fuera: En los pantanos del delta del río Vosk había perdido a Tarl Cabot. Mi propio corazón había comprendido que era digno de ser uno de los hombres de Puerto Kar.

Desenvainé la espada goreana y la coloqué sobre mis rodillas.

—Aquí soy un Ubar —dije.

—Sí, aquí eres un Ubar —dijo Telima.

Miré al esclavo que estaba sentado en el costado derecho de la nave, lo cual significaba que era el primer remero. Ocupando el sitio del esclavo que llevaba el ritmo de los remeros, miraba hacia la proa del navío mientras que él, en los bancos de los remeros, miraba hacia la popa y hacia el pequeño asiento que se había convertido en mi trono de Ubar en aquel mundo de madera en los pantanos del delta.

Nos miramos.

Tenía los tobillos encadenados a una viga que, paralela al costado de la nave, terminaba sujeta por un perno al puente. Las cadenas pasaban a través de un agujero por la viga en cuyo interior había un tubo de hierro. Los esclavos colocados tras él eran sujetos a sus asientos de la misma forma cuando la viga pasaba por debajo de sus bancos. Los remeros del lado de babor eran sujetos a sus bancos en idénticas condiciones.

Aquel hombre estaba descalzo y unos harapos cubrían su cuerpo. El enmarañado y sucio cabello había sido trasquilado en la base de la nuca. Un collar de hierro rodeaba su cuello.

—Amo —dijo.

La miré durante largo rato.

—¿Cuánto tiempo hace que eres esclavo? —pregunté por fin.

—Seis años —respondió desconcertado.

—¿Qué eras antes?

—Pescador de angulas.

—¿En qué ciudad?

—La isla de Cos.

Miré a otro de los hombres.

—¿A qué casta perteneces?

—Era labrador —respondió con orgullo. Era un hombre de hombros anchos y gran altura, de cabello rubio y crespo. También tenía la base de la nuca trasquilada y otro collar de hierro circundaba su cuello.

—¿A qué ciudad pertenecías? —pregunté.

—No pertenecía a ciudad alguna. Era libre —respondió también con orgullo.

—¿Tenías Piedra del Hogar?

—Era mía y la tenía en mi choza.

—¿Cerca de qué ciudad tenías tu tierra?

—Cerca de Ar —contestó.

—He estado en Ar —dije.

Miré hacia el pantano y luego volví a posar mi mirada en el pescador de angulas que era el primer remero.

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