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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (8 page)

—Pero si sigue teniendo alumnos —observó Nastia—, además, tampoco usted la olvida.

—No exageremos la nobleza de mi actitud, Nástenka. Cuando vengo a ver a Reguina, no vengo a ver a una profesora a la que estaré eternamente agradecido, sino a un genio de la música. Si quiere, subamos a mi habitación, y le enseñaré a qué me refiero.

—Es muy tarde —protestó débilmente Nastia.

Damir dio un paso hacia la farola, se arremangó la chaqueta y miró el reloj.

—Las dos y veinte. Un poco tarde, en efecto. Nastia, ¿por qué no podemos llamar a las cosas por su nombre? Yo siempre he sido partidario de la rectitud y sencillez. ¿Qué me dice?

—Adelante —sólo un hilo de voz escapó de los labios de Nastia, de repente entumecidos.

Sintió náuseas.

—Primero, le propongo que nos tuteemos. ¿Vale?

Nastia asintió odiándose a sí misma con toda el alma.

—Segundo, le declaro, quiero decir, te declaro oficialmente que no sólo me gustas sino que me gustas mucho, estoy al borde del enamoramiento y, ni que decir tiene, me encantaría que ahora subiésemos a mi habitación. Pero se hará lo que tú quieras. Si consideras que hoy es demasiado pronto, estoy dispuesto a esperar a mañana, a pasado mañana, a cualquier otro día de esta semana, antes de que me marche de vuelta a Novosibirsk. Lo único que pido es que no confundamos las cosas. He traído mi equipo, he venido aquí adrede para pedirle consejo a Reguina. He venido a trabajar.

Si te invito a mi habitación para mostrarte mi trabajo no te invito para ninguna otra cosa. Nastia, no soy un chaval que lleva a una niña al desván a escuchar música, y luego la niña lo denuncia por violación. Tengo casi cuarenta años. No necesito de trucos baratos para llevar a la cama a la mujer que me guste.

Esto, seguro. No sólo te las llevas a la cama sino al suelo, a las mesas y a donde se tercie. ¡Qué lástima, Dios mío, qué lástima! Eres perfecto en todo, Damir, en todo menos en una cosa: eres un mentiroso. Y esto a mí no me gusta.

Capítulo 4. El quinto día

Zhenia Shajnóvich despertó a Alferov y Dobrynin aunque para el desayuno faltaba mucho tiempo todavía.

—Venga, arriba, hagamos el balance —declaró—. Empiezo yo, confieso que he pinchado. Así que ahora sois más ricos, tenéis cincuenta sacos más cada uno. ¿Tú qué cuentas, Pasha?

Con una sonrisa de satisfacción, Dobrynin informó en detalle sobre sus andanzas de la noche anterior. Había pasado en compañía de la dama que le había tocado en suerte algunas horas más que las seis, ya que le dirigió la primera palabra justo antes de comer y se despidieron casi al amanecer, aprovechando que la señora ocupaba una habitación sencilla. Shajnóvich le obligó a relatarle con todo detalle sus conversaciones, lo cual Pável hizo sin ocultar su enojo.

—Enhorabuena. Pável se lleva sus doscientos sacos, que ha ganado honradamente. ¿Nikolai?

Indeciso, Alferov se encogió de hombros.

—Esa chica es… no es como debe ser. Yo qué sé… Ni siquiera deja que le hablen. Me dijo que tenía que repararme la azotea.

—¿Que te dijo qué? —se pasmó Dobrynin.

—Que fuera a ver a un psiquiatra, esto fue lo que me dijo. No me gusta nada esta historia, tíos. Con esto de colocarles el rollazo, no sé, parecemos tontos del culo.

—Primero, de «parecemos» nada, lo parecerás tú —rebatió Pasha—. A mí personalmente me va de perlas y nadie me cree tonto. Segundo, te da rabia haber pringado. ¿Qué te apuestas a que yo a esa pelos de estopa me la trabajo en seis segundos?

—Os recuerdo que la segunda puesta es de doscientos —le indicó Zhenia—. ¿Qué te parece, Pasha, podrás con la habitación quinientos trece?

—¡Quien no se moja no descorcha champán! —Dobrynin sonrió de oreja a oreja.

Hay algo en esa Kaménskaya que no es como debe ser, se repetía Shajnóvich mientras recorría los edificios del balneario El Valle cumpliendo con las solicitudes de reparación de instalaciones eléctricas o de cualquier otro aparato que funcionaba con electricidad, fuese un teléfono o un televisor. Primero, corrían rumores, sin que nadie conociera su procedencia, de que trabajaba en el MI, aunque el propio Zhenia sabía de buena tinta que ni tan siquiera habían querido proporcionarle una habitación sencilla. Elena
la Feroz
, como llamaban a la recepcionista a sus espaldas los empleados jóvenes, había recurrido, como era su costumbre, a sus malas artes para cobrarle el peaje, de manera que Kaménskaya no había venido aquí por intercesión del MI. ¿De dónde, pues, habían salido los rumores? Zhenia sabía de algunos que, en su deseo de pasar inadvertidos y mantenerse a salvo de preguntas, se hacían los misteriosos y daban a entender que trabajaban en la policía o en la seguridad del Estado. Antes, al menos, esto solía darse con frecuencia. ¿Sería posible que fuera la propia Kaménskaya la que había mencionado a alguien que trabajaba en el «aparato» para que la dejasen en paz? Puesto que no le cabía duda de que eso era lo que la mujer quería, que la dejasen en paz, ¿por qué? Le gustaría saberlo. Anastasia Kaménskaya de la habitación 513 era la primera persona de todas cuantas había encontrado en los últimos cuatro meses cuya conducta Zhenia Shajnóvich no conseguía explicarse. Lo cual le llevaba a pensar que por fin había dado con ese hilo que le iba a conducir hacia la solución del problema que era la causa por la que, en cumplimiento de una orden de su jefe, llevaba allí ya cuatro meses haciendo de «chico para todo».

—Se nos ha presentado una complicación. Uno de nuestros clientes se empeña en reclamar a una señorita ajena a nuestra cantera. Se ha encaprichado de una paciente del balneario. No hay modo de disuadirlo. Además, sería tonto esperar que se dejase, conocéis muy bien la clase de clientes que tenemos. Una clase que no incluye y no puede incluir a nadie que goce de salud mental.

—¿Qué vamos a hacer?

—Es urgente que le busquéis un sucedáneo. Tal vez logremos engañarlo. La ha visto desde una distancia considerable, no habrá podido distinguir bien los rasgos de la cara. No es que haya gran cosa que distinguir, tiene una cara de lo más inexpresivo. No entiendo qué habrá visto en la mujer. Mide uno setenta y cinco o setenta y siete; peso aproximado, entre sesenta y seis y sesenta y ocho; el pecho, ochenta; la cintura, sesenta y cuatro; las caderas, cien. Color del pelo, rubio claro tirando a ceniza; longitud, a media espalda, lo justo para cubrir los omóplatos. Éstos son los parámetros, más o menos. Los ojos, claros. Carece de señas particulares. Os la mostraré, luego habrá que hacerle una foto para preparar el maquillaje. Tenéis que actuar muy de prisa, antes de que el cliente se huela la tostada.

—¿No podríamos hablar con ella, convencerla?

—De ningún modo.

—¿Por qué?

—Se trata de un pedido de categoría B. Ya sabes con qué cuidado seleccionamos a las chicas para esta categoría. Es preciso que no tenga a nadie que pueda buscarla luego.

—Entendido. ¿Cómo van los demás pedidos? ¿Es que también hay dificultades?

—Pues… Uno de los clientes ha planteado demandas adicionales, bastante difíciles de satisfacer, pero sé cómo hacerlo. Necesito dos o tres días más, y se podrá empezar el rodaje. Con el tercer cliente no hay ningún problema, como siempre. Ha hecho dos pedidos, uno de categoría B y otro de la C. Podemos iniciar el rodaje hoy mismo.

—¿Los guiones?

—Listos los cuatro.

—¿Los decorados, el vestuario?

—A punto.

—¿El sonido?

—La banda sonora está terminada; lo demás, al concluir el rodaje.

—Estupendo. ¿Qué me dices sobre los horarios de trabajo?

—Empezamos mañana, hacemos los dos pedidos de Assánov, uno tras otro. Entretanto, solucionamos el problema de Mártsev, espero que nos dé tiempo. El pedido del uzbeko lo dejamos para el final. En realidad, la textura que hace falta es de lo más corriente; imposible que en cuatro días no encontremos a nadie parecido. Nuestra base de datos cuenta con decenas de mujeres…

—No olvides de qué categoría se trata.

—Lo tengo presente.

—Estamos trabajando en condiciones complicadas, tenemos problemas con dos clientes al mismo tiempo. Si lo llevamos todo a buen término sin retrasos, propongo darle un premio a Semión. ¿Quién está a favor? Votación unánime. Podéis marcharos todos excepto el Gatito.

El masajista Kostia, rollizo y risueño, más conocido como «el Gatito», se trasladó de la silla donde había estado sentado durante la reunión al mullido sofá, dobló las rodillas y se hizo un ovillo. Decía que acurrucarse así le ayudaba a pensar, y en los momentos más decisivos de la vida adoptaba la postura de gato dormido, lo que le había merecido su apodo.

—¿Qué has sacado en claro sobre Kaménskaya?

—Nada. Sólo lo más importante, que ella misma no pretende sacar en claro nada sobre nadie. Está siguiendo el tratamiento, traduce su novela policíaca. Se mantiene aparte, no quiere tratos con nadie. Me recuerda un fox-terrier adiestrado.

—Aclárame esto.

—Es asequible, amable pero los ojos los tiene muertos. Y cuando se tira, se tira a la yugular.

—En cuanto a los ojos, estoy de acuerdo. ¿Pero por qué dices que se tira a la yugular? ¿En qué lo has notado?

—En nada. Lo siento, eso es todo.

—Gatito, yo aprecio tu olfato y te pago por él mucho dinero. Sin embargo, hoy ruego a Dios que estés equivocado. Ten presente una cosa: nadie, ni Damir ni Semión, debe enterarse de lo que tú y yo sabemos de Kaménskaya. Si no, sentirán pánico y harán algún desaguisado. Damir es artista por naturaleza, tiene sentimientos delicados y, como todos los creativos, está como un cencerro, por lo que su reacción puede resultar inadecuada. En cuanto a Semión, ni qué decir tiene. Es un organizador brillante, nada que objetar, pero no olvides que contra él hay una orden de busca y captura por crimen grave desde hace casi diez años, y que vive con papeles falsos. Esto significa diez años de tensión diaria, constante. Es probable que se haya acostumbrado y no la note pero se va acumulando, y en cuanto se presente una situación amenazante puede desbordarse, y entonces Semión sí que podría armarla. ¿Puedes garantizarme que sabrá comportarse si se entera de que tenemos a alguien del MI aquí mismo, a nuestro lado?

—Tienes toda la razón. No puedo.

—Tampoco puedo yo. Y sin embargo, Gatito, pregúntale a tu olfato, ¿qué hace aquí Kaménskaya? ¿Ha venido a por nosotros?

—Parece ser que sí.

—Bueno, pues, sea como sea, no podrá con nosotros. Qué va a poder…

Ya eran casi las diez pero Nastia Kaménskaya seguía en la cama. A lo mejor, pensaba, el día de ayer no había pasado en balde, pero en cualquier caso preferiría haberlo vivido de otro modo. El paseo nocturno con Ismaílov le había dejado un mal sabor de boca, y Nastia trataba de comprender por qué. Los supuestos eran patentes: él no había llegado el día anterior, no había ido pitando, nada más bajar del avión, las flores y los regalos bajo el brazo, a ver a su vieja profesora de música. Había llegado mucho antes, como mínimo llevaba allí dos días ya, haciendo manitas con Katia, la instructora de gimnasia, detrás de la puerta cerrada de un despacho, enseñándole la original pulsera de su reloj. «Me recuerda los hierros forjados de Kaslin», había dicho Katia. Anoche, durante el paseo, Nastia vio esa pulsera cuando Damir miraba la hora debajo de la farola. Una nimiedad, se diría, pero de esta nimiedad brotaron en seguida nuevas preguntas, a cuál más desagradable.

Si Damir Ismaílov compadecía a su profesora porque era una mujer sola y desdichada, resultaba comprensible que por nada del mundo reconociera que lo primero que había hecho al llegar al balneario fuera ir a ver a su querida, relegando el turno de la anciana hasta el día siguiente, y encima, a última hora. Este guión se desglosaba así: Damir era un mujeriego barato; la anciana, víctima confiada de sus engaños. El papel que le correspondía en este guión a la propia Nastia se dejaba definir con facilidad: compasión para Reguina Arkádievna y al carajo con Damir.

Sin embargo, mientras estaban paseando, Damir le habló de Reguina Arkádievna con entusiasmo, dijo que era un genio, que le mostraba todos sus trabajos, que la consultaba, que valoraba su opinión. Probablemente, en esto no le había mentido. Nastia recordaba bien las palabras de la anciana que sin querer había oído desde el balcón y su tono, de una dureza inesperada. No era el tono de un profesor. Más bien, el de un examinador, del patrón. Pero si Damir y Reguina Arkádievna mantenían unas relaciones de negocios, ajenas a todo sentimentalismo, ¿qué sentido tenía engañarla? ¿No daba igual, si éste era el caso, que hubiera llegado al balneario un día antes o un día más tarde, que lo primero que hiciera fuera llevarle a escape flores y regalos o que previamente se hubiera revolcado en dos o tres camas?

Arropada por la gruesa manta, entregada a sus cavilaciones, Nastia no prestó atención a la desagradable sensación de frío que una y otra vez se le metió en el estómago, indicio cierto de que había advertido algo importante que se merecía una reflexión detenida. La sensación de frío no se manifestaba únicamente cuando repasaba los sucesos de la noche anterior. Algo más había ocurrido mientras aún era de día. Bastante antes de la aparición de Damir. No, se dijo Nastia, no he venido aquí a trabajar, estoy de vacaciones. Simplemente me he metido tan dentro de la novela policíaca que estoy viendo maleantes por todas partes. No tengo el menor motivo para preocuparme. Que Damir siga liando a la vieja, esto no me concierne. Que se cepille a todo el personal de El Valle, esto tampoco me concierne. Es verdad, me gustó durante tres horas largas. Durante tres horas estuve casi enamorada, y dado mi carácter, es todo un récord en cien metros lisos. Pues bien, me he equivocado, ¿y qué? Sigamos viviendo.

Sin embargo, la moral estaba por los suelos, y Nastia decidió prescindir ese día no sólo de tratamientos sino también de la piscina, en lugar de esto se fue a ver la Ciudad. La Ciudad le gustó. Más que limpia era acogedora, estaba impoluta, y no parecía del todo rusa: faltaban los muros desportillados, socavones en las calzadas, vendedores del Cáucaso al otro lado de los escaparates de los tenderetes comerciales. Es decir, sí había tenderetes pero los vendedores eran chavales rusos de dieciséis o diecisiete años. Se están ganando su dinero de bolsillo, aprobó Nastia, no hay nada malo en esto. De paso aprenden la tabla de multiplicar y a decir «gracias» y «por favor».

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