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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (19 page)

—¿Qué importancia reviste el éxito de esta empresa, señora? —preguntó en tanto insistía en darle el tratamiento oficial que los distanciaba. Shavas apretó los labios, molesta por el desaire.

—Me temo que no comprendo tu pregunta —dijo tras una breve pausa, a la vez que sacudía la cabeza y arqueaba las delicadas cejas en un gesto interrogante.

—Es muy simple, Gran Consejera —dijo Raistlin, acercándose aún más a ella de manera inconsciente—. ¿Qué significa para vos que se lleve a buen fin este cometido?

—Significaría la salvación de la ciudad, del mundo entero; por consiguiente, lo considero de vital importancia. A menos que triunféis, no quedará más que oscuridad y desesperación. —Shavas hablaba con serena indiferencia, sin que su voz denotara nerviosismo o inquietud. Incluso esbozaba una leve sonrisa, como si un posible futuro de tinieblas y desesperanza fuese una situación a la que fuera capaz de hacerle frente con facilidad—. ¿Qué esperabas que dijese? ¿Que tu éxito tendría por recompensa todas las riquezas de la ciudad? ¿Que podrías tomar cuanto desearas, gran maestro? —La mujer dedicó a Raistlin una insinuante mirada seductora.

Él sintió la reacción de su cuerpo ante la cercana presencia femenina. Furioso consigo mismo, levantó de inmediato sus defensas.

—No soy un maestro. Todavía no he alcanzado tan altos niveles —replicó burlón, con fingida modestia—. Os pido me disculpéis; mi pregunta la dictaba una cuestión de principios. Lamento haberos ofendido —añadió, a la vez que se cubría la cabeza con la capucha.

La Gran Consejera dio un paso atrás y se apartó del mago.

—Entonces, ¿aceptas nuestras condiciones?

—Oh, no, en absoluto. No es eso lo que dije. Me tomará algún tiempo decidirlo. Antes he de reflexionar. —La voz susurrante del hechicero salía de los pliegues más recónditos de la túnica roja.

—¿Me lo dirás mañana? —inquirió Shavas, con un timbre de impaciencia apenas disimulado.

—Tal vez. —Raistlin, que se había acercado a la chimenea, se dio media vuelta y recibió una sorpresa al encontrarse con que la mujer lo había seguido y estaba tan próxima a él que casi lo rozaba—. ¿Ocurre algo, Gran Consejera? —inquirió con aspereza, escudado tras la impasibilidad de la máscara dorada del rostro.

—No, no. Sólo que nunca había estado tan cerca de un mago. —La dignataria dio un paso hacia atrás y posó los dedos sobre la joya que colgaba de su cuello.

—¿No hay iniciados en Mereklar? —El tono, algo más alto de lo habitual en Raistlin, denunció su extrañeza.

—Así es, en efecto. Hacía mucho tiempo que ningún mago cruzaba las puertas de la ciudad.

—¿Puedo preguntaros el porqué?

—No lo sé. Hubo un hechicero que vivía en las montañas, pero murió hace mucho tiempo. Conforme a los rumores, sucumbió a... a una fuerza maligna —agregó Shavas después de encoger los esbeltos hombros y reflexionar durante unos momentos.

—Fantasmas —apostilló Raistlin, con una sonrisa contenida.

—¿Cómo? —Ella parecía desconcertada.

—Nada, olvidadlo, son necedades de mi hermano. ¿Qué clase de fuerza lo mató?

—No estoy segura. Se trata de una leyenda surgida mucho antes de mi nacimiento. Lo que has dicho sobre «fantasmas», sin embargo, no anda muy desencaminado. Según se cuenta, fueron entes de ultratumba los que acabaron con él. ¿Os ocurren a menudo estos accidentes?

—Ese tipo de magia no entra en el ámbito de las materias que domino, Gran Consejera. Yo no soy un nigromante.

Shavas se adelantó un paso.

—¿Alguna vez te has planteado la posibilidad de llegar a serlo?

Raistlin la miró con fijeza. Estaban tan cerca el uno del otro que casi se tocaban.

—¿Por qué lo preguntáis, Gran Consejera? ¿Me ofrecéis iniciarme en esa oscura disciplina?

La mujer prorrumpió en carcajadas.

—¡Qué mordaz y burlón, amigo mío! ¡Como si pudiera enseñarte algo! Ignoro todo que se refiere a la magia y a los hechiceros.

«Sí, hermosa dama, eso es lo que afirmas; pero entonces ¿a qué viene semejante pregunta? ¿Y por qué posees una biblioteca repleta de volúmenes mágicos si no los lees?», se preguntó Raistlin, si bien se abstuvo de expresar sus sospechas en voz alta.

La dignataria y el mago se sumieron en un breve silencio. Él recorrió con lentitud la estancia y observó las estanterías a medida que pasaba frente a ellas. Shavas permaneció en el mismo lugar, con la cabeza algo ladeada para seguir los movimientos del hechicero. La gruesa trenza de cabello castaño brillaba con destellos rojizos a la luz de la lumbre. El fulgor de las llamas no iluminaba su rostro; no obstante, las pupilas de un verde profundo centellearon como esmeraldas.

—¿Hacia dónde te dirigías antes de venir a Mereklar? —rompió el silencio la mujer.

Raistlin pasó los dedos por los volúmenes a la vez que leía los títulos y los nombres de los autores.

—Poseéis una colección excelente de libros, Gran Consejera —dijo después de contemplar un manuscrito particularmente interesante:
Compendio de las nuevas filosofías.

—Gracias, pero no me has respondido.

Raistlin colocó el volumen en su sitio y se volvió para mirar cara a cara a su anfitriona.

—Mis compañeros y yo pensábamos cruzar el Nuevo Mar por asuntos privados. —El mago habló con frialdad, con un tono casi insultante.

—Ahora soy yo quien se disculpa si mi pregunta te ha ofendido —dijo la dignataria, mientras regresaba hasta su silla y tomaba asiento.

Raistlin aprovechó la oportunidad para mojarse las yemas de los dedos en el licor de la copa que había dejado en una mesita cercana. Cuando tuvo la certeza de que la mujer no lo estaba mirando, se llevó los dedos a los ojos y enseguida se le llenaron de lágrimas a causa del alcohol. Escudriñó con rapidez la estancia, el techo y las paredes.

La línea —la corriente arcana de poder inmensurable— no apareció. ¿Dónde estaba? Su curso recorría la calle de la Puerta del Sur y llegaba hasta allí. ¡Tenía que pasar por la casa!

El mago se aproximó a una de las ventanas para enfocar el sendero que subía desde la cancela hasta la entrada del edificio, con la esperanza de vislumbrar en él la línea, pero los cristales de la vidriera eran opacos.

—¿Te ocurre algo, Raistlin? —se interesó Shavas con expresión preocupada.

—Me ha entrado un poco de ceniza en los ojos, nada más —pretextó él, en tanto se los frotaba con el dorso de la mano.

Justo en aquel momento, su mente captó con claridad diáfana lo que lo había importunado durante toda la velada; la revelación resultó una sacudida demoledora.

Los relojes de arena de sus pupilas percibían el efecto devastador del paso del tiempo en todo objeto o ser viviente sobre el que posaba la mirada. Los archimagos de la torre lo habían «dotado» de tan singular visión que pesaba sobre él como una maldición, con el propósito de que jamás olvidara que todos los hombres son iguales, seres mortales, con el mismo destino final. Al dirigir la mirada a los libros alineados en las estanterías, veía cómo se pudrían poco a poco, el cuero de la encuadernación se rajaba y perdía color. Percibía que el brillo lacado de los muebles perdía lustre, que la madera se ajaba, que se hacía astillas y se desmoronaba en montones de polvo. Sin embargo, cuando sus pupilas contemplaban a Shavas, vislumbraban una juventud y una belleza inmutables.

«¡No es posible!», se rebeló y perdió los estribos. Se frotó de nuevo los ojos y al abrir los párpados sintió las frías garras del terror que le atenazaban las entrañas. El antes seductor cuerpo de la Gran Consejera no era más que un cadáver descompuesto por la acción del transcurso de eones incontables, una abominación, un simulacro aberrante de vida, algo indescriptible, perverso, antinatural, un engendro al que había que destruir.

«¿Qué nueva jugarreta han inventado los archimagos para torturarme?», demandó Raistlin en silencio. Se llevó las manos a los ojos y los restregó con saña en un intento desesperado de borrar la espantosa imagen registrada por sus malditas pupilas.

—¿Qué ocurre, te encuentras mal? —preguntó Shavas mientras se levantaba de la silla y se acercaba al mago.

La mujer posó las manos en la piel dorada y Raistlin sintió el roce femenino, el suave cosquilleo de una sensación que jamás imaginó se despertaría en él.

—Repito que me encuentro bien —replicó lacónico, a la vez que apartaba de un brusco tirón el brazo que sujetaba la dignataria.

Ella lo miró con una expresión dolida que le recordó a Caramon.

El mago suspiró de forma entrecortada. Su mano buscó de manera inconsciente el bastón, pero estaba apoyado contra la librería, fuera de su alcance.

—Os ruego me disculpéis, Gran Consejera. No estoy acostumbrado a que otros... me toquen. Perdonad mi brusquedad.

—No es preciso que te disculpes, Raistlin. Lo comprendo. Te han herido, te han maltratado, y no dudas en levantar unas defensas tras las que escudarte. —La mano de Shavas se posó una vez más en el brazo del hechicero—. No necesitas esas defensas conmigo —susurró, y llegó tan cerca de él que la fragancia de su cabello impregnó las fosas nasales del mago.

Raistlin contuvo el aliento, asaltado por una sensación de ahogo. Pero, a diferencia de la angustia causada por su enfermedad, esta sensación era placentera. Ella era hermosa a sus ojos, lo único bello que contemplaba desde hacía mucho, mucho tiempo. Su brazo se deslizó en torno al esbelto cuerpo y lo atrajo hacia sí.

12

A medida que Caramon recorría un pasillo tras otro de la mansión, el nerviosismo se apoderaba de él, si bien no comprendía la razón de su inquietud. Lo más amenazador que había visto eran las armaduras alineadas en la biblioteca. Se frotó los músculos de la pierna derecha, donde se le había formado un tenue nematoma azulado en la piel.

—¿Cómo demonios me lo he hecho? —se preguntó—. No recuerdo haber tropezado con nada.

El corredor lo llevó desde el vestíbulo hasta el centro del edificio. En aquel punto, el pasillo dimanaba una extraña luz mortecina de un color entre púrpura y lavanda. Unas lamparillas de bronce instaladas en la misma pared a intervalos regulares proporcionaban apenas un débil resplandor ya que el cristal deslustrado cubría las mechas y difuminaba las llamas hasta el punto de hacerlas casi inapreciables.

—¿Por qué demonios esta parte de la casa está tan poco alumbrada? —rezongó el guerrero, en tanto se preguntaba en cuál de las muchas puertas que jalonaban el corredor se habría metido el kender—. ¡Earwig! ¡Earwig! ¿Dónde estás?

Deambuló por la casa llamándole de tanto en tanto, ansioso por escuchar alguna respuesta, hasta que por fin, tras lo que le parecieron horas interminables de vagar sin rumbo fijo, oyó algo.

—¿Caramon? ¿Eres tú?

—¡Claro que soy yo! ¿Dónde te escondes?

—¡Aquí!

El guerrero dio unos pasos hacia la puerta situada a la derecha de donde procedía la voz del hombrecillo. Giró el picaporte y cruzó el umbral, pero al alzar la vista se quedó inmóvil, en suspenso.

—El dormitorio de Shavas —musitó.

Sabía que debería marcharse, que incurría en una inadmisible falta de educación y decoro, pero no podía remediarlo. La belleza, la fascinación misteriosa de la habitación, lo invitaban, lo atraían de una manera irremediable hacia el interior. Por otro lado, se dijo, había escuchado la voz de Earwig, y a su hermosa anfitriona no le haría gracia que los dedos ágiles de un kender curioso revolvieran sus objetos personales.

—Entraré sólo un momento en busca de Earwig —susurró el guerrero, a la vez que penetraba en el cuarto. Sin plena conciencia de lo que hacía y por qué, cerró la puerta a su espalda.

El dormitorio de la Gran Consejera estaba bien iluminado, bastante más que el sombrío pasillo que había dejado atrás. Un buen número de velas ardía en unos candelabros que presentaban todos un diseño diferente de figuras de animales: grifos, dragones y otras muchas criaturas fabulosas o grotescas. La cera derretida exhalaba un perfume tenue que le evocó a la mujer. Un estremecimiento de deseo recorrió su ser cuando se encontró, sin saber cómo, de pie junto al lecho de la dignataria.

La cabecera era de bronce, decorada con las mismas criaturas extrañas que servían de soporte a las velas, y ocupaba un lugar prominente de la pared posterior del cuarto. Cortinajes y doseles de seda gris colgaban del techo y de barras metálicas. Repartidos por la estancia, se veían tocadores, cómodas y cajoneras, lacados en negro, rojo y naranja, con intrincados diseños de pájaros exóticos, árboles retorcidos y flores raras. Contó seis sillas, todas iguales. Sobre las tres mesas distribuidas por la espaciosa habitación se amontonaba un sinnúmero de cajitas de oro, plata y otros metales preciosos, cuya textura y complejidad de elaboración denunciaban su antigüedad. Aun sin ser un experto en la artesanía del metal, el guerrero comprendió que habían sido las manos de un maestro orfebre sus creadoras.

El suelo estaba cubierto con ricas alfombras de elaborados dibujos con los mismos colores que predominaban en el dormitorio. Varios espejos colgaban de las paredes y otro más, de cuerpo entero y enmarcado en oro, se erguía en una de las esquinas. Caramon se reflejó en él. Al guerrero lo sorprendió el hecho de que la imagen del espejo se encontrase a una distancia mucho mayor de la que en realidad se hallaba.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? —se preguntó en voz alta.

Parpadeó desconcertado, al romperse con el sonido de su voz el hechizo fascinante, lascivo, de la habitación.

—¿Dónde está Earwig?

El hombretón miró a su alrededor con nerviosismo, pero no vislumbró a nadie. Ni rastro del kender.

—Debo marcharme —musitó, y se recostó sobre la tersa madera negra de una mesa, taraceada con flores naranjas y hojas verdes.

El tacto del mueble bajo la palma de su mano era muy cálido. Sin plena conciencia de lo que hacía, el guerrero asió una prenda de tela, dejada al parecer por descuido sobre el tablero de la mesa, y la acarició con gesto ausente. Se acercó despacio a la cama y se sentó en ella, sin advertir que sostenía la prenda y que estrujaba entre los dedos la tela suave, fría.

—Shavas es la mujer más cautivadora que he visto en toda mi vida —murmuró. El tejido cobró calor entre sus manos—. Quisiera conocerla mejor —agregó con suavidad.

El hombretón se puso de pie y regresó de nuevo frente al espejo; estudió los rasgos de su rostro: unas facciones consideradas atractivas por muchas mujeres. Su cuerpo, marcado por cicatrices de numerosas batallas, poseía una fortaleza poco común. Respiró hondo y observó cómo se dilataba el amplio torso, enmarcado por los hombros anchos y los brazos musculosos.

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