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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (6 page)

Pero entonces vio a papá y se detuvo. No como si hubiera tropezado con un muro o algo por el estilo, sino que dudó, y su sonrisa se desvaneció, sustituida por una expresión que no pude interpretar. Papá no era como los que solían matar el tiempo en aquel bar y supongo que Ed se preguntaba qué extraño error en el mapa lo habría llevado hasta allí. Papá se dio la vuelta para mirarle y asintió. Ed le devolvió el gesto.

Me dieron ganas de terminar ahí mismo con todo aquello.

—Mi padre —dije.

Ed volvió a asentir y así fue como una nueva y gran interacción social masculina llegó a su fin.

Pedí dos cervezas. Mientras esperaba contemplé a mi padre avanzando hacia la mesa de billar. De niño me acostumbré a que la gente se le acercara en los grandes almacenes, por ejemplo, y le hablara dando por hecho que era el gerente o la única persona que podía aclarar cualquier duda que tuvieran y que para ellos se complicaba hasta el límite mismo del psicodrama. Su capacidad para mostrarse igualmente a sus anchas en un tugurio asqueroso tenía mérito, y sentí un destello de respeto por él. Era un tipo de consideración muy específico y limitado, el que se le concede a alguien que demuestra una cualidad a la que uno cree que podrá aspirar algún día, pero de todos modos estaba ahí.

Me reuní con él en la mesa de billar y, luego, la sesión de afectos familiares se desintegró rápidamente. Gané las tres partidas. Fueron partidas largas, lentas. No es que él fuera muy malo, pero todos sus tiros llevaban una desviación del cinco por ciento, y yo le tenía tomadas las medidas a la mesa. No hablamos demasiado, solo nos inclinábamos, hacíamos nuestra tirada y apechugábamos con nuestros errores. Cuando la segunda partida llegó fatigosamente a su conclusión, fue y se pidió otra cerveza mientras yo recolocaba las bolas. En cierto modo, esperaba que se plantara después de la primera copa, así que la mía estaba aún casi entera. Luego jugamos la última partida, que fue un poco mejor, pero igual de martirizante. Cuando terminó, papá puso de nuevo el taco en el estante.

—¿Eso es todo? —pregunté queriendo parecer indiferente.

Estaba tan aliviado que asumí el riesgo de mostrar otra moneda de veinticinco centavos. Él negó con la cabeza.

—No soy competencia para ti.

—Entonces... ¿no vas a decir «Vaya, chaval, eres bueno», o algo así?

—No —dijo conteniéndose un poco—. Porque no lo eres.

Lo miré dolido como un chiquillo de cinco años.

—Vaya, muy bien —logré decir al fin—. Gracias por subirme la autoestima.

—Es un juego —gruñó—. Lo que me molesta no es que no seas bueno, sino que no te importe.

—¿Qué? —exclamé con incredulidad—. ¿Lo has leído en algún manual de motivación empresarial? Suelta un comentario mordaz en el momento oportuno y tu hijo terminará en el consejo directivo.

Conteniéndose:

—Ward, no seas gilipollas.

—Tú eres el gilipollas —rugí—. Diste por hecho que yo no sería bueno y que podrías venir aquí conmigo y ganarme, aunque no tengas ni idea de jugar.

Se detuvo un momento, con las manos en los bolsillos de sus chinos y mirándome. Su mirada era extraña, fría y evaluadora, pero no carente de amor. Luego sonrió.

—Da igual —dijo. Y se fue. Supongo que volvió caminando a casa.

Me volví hacia la mesa, cogí la cerveza y me bebí lo que quedaba de un solo trago. Luego intenté meter una de sus bolas en el agujero del fondo y fallé por un kilómetro. En aquel momento le odiaba de veras, de veras.

Me acerqué intempestivamente a la barra y descubrí que Ed ya me tenía lista una cerveza. Eché mano al bolsillo pero Ed negó con la cabeza. Jamás lo había hecho antes. Me senté en un taburete y permanecí en silencio durante unos minutos.

Poco a poco, nos pusimos a hablar de otras cosas: la opinión que le merecían a Ed los políticos locales y el feminismo —más bien críticas en ambos casos—, y unas propiedades que se proponía juntar ahí en el bosque. Yo no veía a Ed capaz de convencer a nadie en cuanto a las dos primeras materias, ni de juntar nada en el bosque, pero le escuchaba de todos modos. Cuando Dave hizo su aparición, pude fingir más o menos que todo iba como siempre.

La noche estuvo bien. Hablamos, bebimos, mentimos. Jugamos no demasiado bien al billar. Al final caminé hacia el coche y me detuve cuando vi que había una nota debajo del limpiaparabrisas. Era la caligrafía de mi padre, pero mucho más pequeña de lo habitual.

«Si no puedes leer este mensaje a la primera —decía—, será mejor que alguien te lleve. Te acompañaré hasta aquí mañana para recoger el coche.» Arrugué la nota y la arrojé lejos, aunque conduje hasta casa con mucho cuidado. Cuando llegué, mamá ya se había acostado. Había luz en el estudio de mi padre, pero la puerta estaba cerrada, así que me limité a subir a mi cuarto.

Me levanté una vez, a última hora de la mañana, y me hice una taza de café instantáneo. Aparte de eso, estuve sentado hasta media tarde, hasta que el sol atravesó el cielo y comenzó a incidir directamente por la ventana en mis ojos. Aquello rompió el hechizo que me tenía preso y me levanté de la silla sabiendo que nunca más volvería a sentarme allí. Para empezar no era cómoda. El tapizado estaba gastado y lleno de bultos, y después de dos horas enteras sentado en ella, me dolía el culo. Regresé a la cocina, enjuagué la taza y la dejé boca abajo en el escurridor. Luego cambié de opinión, la sequé y la volví a dejar en el armario.

Permanecí indeciso en el vestíbulo, preguntándome qué debía hacer a continuación. Una parte de mí consideraba que lo filial habría sido dejar el hotel y pasar la noche allí. El resto de mí mismo no quería hacerlo. En realidad no quería. Tenía ganas de ver luces brillantes y comerme una hamburguesa, de tomar una cerveza y de que alguien me hablara de algún tema que no tuviera que ver con la muerte.

De repente triste e irritable, regresé desafiante al salón para recoger mi teléfono de la mesa de centro. Me dolía el final de la espalda, probablemente por culpa de haber estado sentado en aquella silla asquerosa.

La silla. Quizá fuera porque la luz era diferente; el sol se había desplazado por el patio durante la mañana formando nuevas sombras. O tal vez, y eso era lo más probable, llorar durante unas horas me había aclarado un poco la mente. En cualquier caso, ahora que lo miraba, el tapizado de la silla tenía un aspecto un poco raro. Poco a poco, dejando que mi Nokia se deslizara en el bolsillo, fruncí el ceño y me dirigí hacia la silla. Sin duda el tapizado, que era parte integral de la silla, tenía un bulto en el centro. Para probar, alargué la mano y lo apreté. Era un poco duro.

Tal vez la hubieran tapizado de nuevo, o rellenado con algo. Piedras, quizá. Me enderecé dispuesto a olvidarlo y a salir. Mi resaca empezaba a manifestar sus primeros efectos. Entonces otro detalle captó mi atención.

Existe una forma armoniosa de situar los objetos unos respectó a otros, en especial cuando son grandes. Hay gente que no lo ve. Pone los muebles de cualquier forma, o todos contra la pared, o en ángulos rectos, o de tal modo que todo el mundo pueda ver la televisión. Mi padre siempre se aseguraba de que las cosas quedaran correctamente, y se irritaba si alguien las movía. La silla de mi padre no estaba en su sitio. No estaba muy descolocada, y no creo que nadie más se hubiera dado cuenta. Demasiado ladeada respecto a los otros muebles, demasiado a su aire. Sencillamente, no encajaba.

Me puse en cuclillas frente a la silla, y examiné la línea por donde el tapizado estaba enganchado al cuerpo del mueble. Una puntilla cubría la juntura. Estaba un poco gastada y deshilachada. La tomé por un extremo y estiré. Salió con facilidad, revelando una abertura que en su momento había estado cosida.

Deslicé la mano al interior. Mis dedos se escurrieron entre cierto material seco y resbaladizo, probablemente pedazos de espuma recortados. En el centro tropezaron con un objeto sólido. Lo extraje.

Era un libro. Una novela de bolsillo, un ejemplar nuevo, al parecer, de cierto thriller supervenías, el tipo de mamotreto que mi madre podría haber agarrado por antojo en la cola del supermercado y devorado en una sola tarde. Sin embargo, no parecía que nadie lo hubiera leído. El lomo no estaba doblado, y mi madre no era muy puntillosa con la conservación de los libros. Aquello no tenía ningún sentido. No podía haber ido a parar al interior de la silla por casualidad.

Pasé las páginas. En mitad del libro había un pedacito de papel. Lo saqué. Era una nota, de una sola línea, escrita con la caligrafía de mi padre.

«Ward —leí—, no estamos muertos.»

3

Un riachuelo en el sur de Vermont, el agua clara y fría corriendo sobre un lecho de pálidas rocas entre las empinadas orillas de un valle de las Green Mountains. El cielo parece empezar a pocos centímetros por encima de los árboles, una película de hilos de azúcar, de un gris congelado, bajo una luz mortecina. Las hojas del suelo, como pedazos de bombillas de colores, están cubiertas por una capa irregular de polvo de nieve. A ambos lados del riachuelo, conectados por un par de viejos puentes de piedra que distan setenta metros uno del otro, se extiende el pueblecito de Pimonta. Habrá quizá veinte casas contándolas todas, aunque al menos una docena de ellas parecen solo de veraneo o completamente abandonadas. Junto a una de esas yace postrado el armazón de un Buick muy antiguo, cuya oxidada carrocería es ahora del color de una nube de tormenta. En la entrada de las casas hay unos pocos vehículos más, modelos robustos que hacen pensar en propietarios con varios hijos y, como mínimo, un perro. Hay mucho silencio, a parte del ruido de la corriente, que por otro lado fluye desde hace tanto tiempo que su rumor es ya más un color que un sonido. El humo escapa mansamente de unas pocas chimeneas, incluida la del hostal de Pimonta, un lugar refinado que ofrece alojamiento y desayuno, cuya parte posterior da al río y que en esta última semana de la estación otoñal está casi al completo.

En uno de los puentes hay un hombre, recostado en el muro y contemplando el agua que discurre tumultuosa a sus pies. Su nombre es John Zandt. Mide algo así como un metro ochenta, y lleva un grueso abrigo para protegerse del frío. El abrigo acentúa su figura, compacta y de anchas espaldas. Por su aspecto parece capaz de carretear un par de maletas durante un buen trecho o de dar contundentes puñetazos. Ambas cosas son ciertas. Lleva el pelo corto y oscuro, sus rasgos son severos pero correctos. En sus mejillas y barbilla crece una barba de dos días. La última semana la ha pasado en el hostal de Pimonta, en una suite con dormitorio, baño y un pequeño salón con chimenea, todo cómodo y caro, al desmañado estilo del campo. Se ha pasado los días caminando por las montañas y los valles de la zona, sin pisar los caminos marcados, donde proliferan los excursionistas alegremente ligeros de ropa e inquietos por los osos. Ha descubierto los vestigios de alguna vieja casa, reducida ahora a un montón de fragmentos de madera oscura esparcidas entre la maleza. Lugares donde no se oye ningún eco, por mucho que uno espere y escuche, que una vez estuvieron junto a un sendero y luego desaparecieron del mapa. Los caminos siguieron nuevas rutas, convirtiendo algunos espacios en puntos de destino y abandonando otros entre lo salvaje, quizá para siempre.

A Zandt le gusta sentarse un rato en aquellos lugares e imaginar cómo serían antes. Luego echa otra vez a andar, a andar hasta que está cansado y es hora de regresar al hostal. Al anochecer se sienta en el acogedor salón del establecimiento, evitando con educación entablar conversación con otros huéspedes o con los propietarios. Los libros de la escueta biblioteca hablan de complacencia y amodorramiento. Quizá en las últimas dos semanas le hayan saludado cuarenta personas, sin que sepan cómo se llama ni sean capaces de describirle con algún detalle.

Después de la cena, que por lo general es excelente aunque la sirvan con lentitud, vuelve a su suite, enciende el fuego y se queda levantado todo el tiempo que puede. Últimamente ha soñado mucho. A veces los sueños son sobre Los Ángeles, sobre una vida que por suerte pasó, pero de la que no puede escapar. En el pasado probó con ambos, el alcohol y la heroína, pero no los encontró de mucha ayuda, ni siquiera en grandes cantidades. En aquellos días simplemente se despertaba y se quedaba tumbado boca arriba, esperando el amanecer, pensando en el vacío. Jamás intentó suicidarse. No iba con su carácter. De no haber sido así, ya estaría muerto.

Ahora, mientras se apoya en el muro del puente, bajo la luz agonizante, medita sobre qué hará ahora. Tiene dinero, en parte lo que queda de un verano de duro trabajo manual. Piensa que tal vez sea el momento de ensillar de nuevo y poner rumbo hacia alguna ciudad. Quizá algún lugar del sur, aunque ha descubierto que le gustan los bosques fríos y oscuros. Su motivación retrocede ante el hecho de que no necesita dinero, ni tiene ningún deseo de hacer nada con el que le queda. Además, tras una vida pasada entre edificios, éstos han dejado de tener ningún significado para él. Los caminos vacíos y los espacios sin límites parecen tener mayor interés que lo que pueda haber al otro lado.

Levanta la cabeza cuando oye el ruido de un coche que se aproxima por la carretera que viene del norte. Al cabo de un rato, la luz de unos faros, encendidos muy temprano por la tarde, como manda la costumbre local, asoma por encima de la colina. Luego la sigue el coche que desciende en dirección al pueblo, pasando por delante del almacén general y el videoclub. Es un Lexus, negro y muy nuevo. Se detiene con suavidad frente al hostal.

El coche emite un leve tictac al enfriarse el motor. De momento nadie baja del vehículo. Zandt lo observa hasta que está seguro de que las siluetas del interior le están mirando. Su coche, uno extranjero y barato que compró en un comercio deprimente de Nebraska, está aparcado frente al ala del edificio en la que se encuentra su habitación y muchas otras. Tiene las llaves del coche en el bolsillo, pero no puede llegar hasta él sin acercarse al Lexus. Podría dar la vuelta, cruzar el puente, caminar entre las casas del otro lado y encarar la colina, pero no tenía muchas ganas. Tendría que haber pagado el alojamiento en efectivo, lo sabía. Esa era su práctica habitual. Pero cuando llegó no tenía, y además era tarde. Sacarlo de un cajero en la ciudad más cercana habría dejado una huella igual de evidente. La ocasión de evitar aquel encuentro, comportara lo que comportase, había pasado hacía dos semanas. Así que mira de nuevo hacia el agua, y espera.

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