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Authors: Charles Kingsley

Los niños del agua (16 page)

Hay quien dice que San Brandán se despertará y empezará a enseñar a los niños de nuevo; pero hay quien cree que continuará durmiendo, para bien o para mal, hasta que lleguen las Cocqcigrues. Sin embargo, en las noches de verano tranquilas y claras, cuando el sol se hunde dentro del mar entre los cabos e islas dorados que forman las nubes, y entre rías y estuarios de un cielo de azur, los marineros imaginan ver, hacia el oeste, la isla de hadas de San Brandán.

No obstante, tanto si los hombres pueden verla como si no, hubo un tiempo en que la isla de San Brandán estuvo allí. Era una gran tierra en medio del océano, que fue hundiéndose más y más bajo las olas. El viejo Platón la llamó Atlantis y contó extrañas historias sobre los sabios que allí vivían y sobre las guerras que tuvieron lugar en los tiempos antiguos. De esa isla llegaron flores extrañas que todavía existen en esta tierra: el brezo de Cornualles, la hierba de la moneda de Cornualles, el delicado culantrillo, la saxífraga que cubre las montañas de Kerry, la pequeña grasilla de Devon, la gran grasilla azul de Irlanda, el brezo de Connemara, el helecho de la cascada de Turk y muchas otras plantas singulares. Todas son obsequios que las hadas de la isla de San Brandán han dejado a los sabios y a los niños buenos.

Pues bien, cuando Tom llegó allí, descubrió que la isla se sostenía sobre pilares y que sus bases estaban llenas de cuevas. Había pilares de basalto negro, como la Staffa; pilares de serpentina verde y carmín, como la Kynance; y pilares con franjas de arenisca roja, blanca y amarilla, como la Livermead. Había grutas azules, como las de Capri, y grutas blancas, como las de Adelsberg, todas con cortinas y pliegues hechos con algas de color violeta y carmín, verde y marrón, y con arena suave y blanca esparcida, donde dormían todas las noches los niños del agua. Para tenerlo todo limpio y agradable, los cangrejos recogían las sobras del suelo y se las comían, como hacen tantos monos. Las rocas estaban cubiertas por diez mil anémonas, corales y madréporas, que se pasaban el día hurgando en el agua y la dejaban nítida y pura. Sin embargo, para compensarlos por tener que hacer un trabajo tan desagradable, no los dejaban a todos negros y sucios, como ocurre con los pobres deshollinadores y basureros. No, las hadas son más consideradas y justas, y los han vestido a todos con los colores y las formas más hermosos, hasta parecer vastos arriates con alegres flores. Si piensas que estoy diciendo bobadas, sólo puedo decirte que es la verdad y que un anciano llamado Fourier solía decir que deberíamos hacer lo mismo con los deshollinadores y los basureros: honrarlos en lugar de despreciarlos. Era un caballero muy listo. Pero, desafortunadamente para él y para el mundo, estaba más loco que una cabra.

En vez de vigilantes y policías que por la noche protegieran a las criaturas de las cosas malas, había miles y miles de serpientes de agua, que son unos seres maravillosos. Se llamaban como las Nereidas, las hadas del mar que cuidaban de ellas: Eunice y Polinoe, Filodoce y Sámate, y como las demás preciosidades que nadan alrededor de su reina Anfitrite y su carruaje de concha de camafeo. Vestían con terciopelo verde, terciopelo negro y terciopelo violeta, y estaban todas articuladas con anillos. Algunas tenían trescientos cerebros, de modo que eran unos detectives inusualmente sagaces. Algunas tenían ojos en la cola y otras tenían ojos en cada articulación, y mantenían una vigilancia muy atenta. Cuando querían tener un hijito, sólo desarrollaban uno en la punta de la cola y, cuando era capaz de cuidar de sí mismo, se soltaba; así que criaban a sus familias de un modo muy barato. Pero si cualquier cosa mala se acercaba, se abalanzaban sobre ella y, entonces, cada uno de sus cientos de pies se convertía en la tienda de un cuchillero, compuesta de guadañas, jabalinas, podaderas, lanzas, picos, alabardas, horcas, hachas de guerra, navajas, hachas, estoques, anzuelos, sables, punzones, yataganes, barrenas, crises, tirabuzones, espadas de Ghurka, clavos, espadines, agujas, etc., con los cuales apuñalaban, acribillaban, golpeaban, pinchaban, arañaban, desgarraban, perforaban y cortaban a esas malas bestias de una forma tan terrible que tenían que salir por pies, porque, si no, las habrían picado a pedacitos y después se las habrían comido. Y si todo esto, cada una de estas palabras, no fuese cierta, entonces no podríamos confiar en los microscopios, y la Sociedad Linneana habría llegado a su fin.

Y allí estaban los niños del agua, a miles, más de los que Tom —y tú también— podría contar. Todos los niñitos que las hadas buenas acogen, porque sus crueles madres y padres no lo hacen; todos los que no reciben educación y son criados como paganos; todos los que se malogran por malos tratos, ignorancia o negligencia; todos los niñitos que mueren ahogados porque los aplastan, o porque les dan ginebra cuando son muy pequeños, o porque les dejan beber de teteras calientes o caer en el fuego. Todos los que viven en callejones, plazoletas y casas en ruinas, que mueren debido a la fiebre, el cólera, el sarampión, la escarlatina y otras dolencias desagradables que nadie debería sufrir (y que algún día nadie sufrirá, cuando la gente tenga sentido común). Todos los niñitos que han sido asesinados por patrones crueles y soldados malvados. Todos estaban allí, exceptuando, evidentemente, a los niños de Belén que fueron asesinados por el malvado rey Herodes, porque subieron al cielo hace mucho tiempo, como sabe todo el mundo, y los llamamos los Santos Inocentes.

Sin embargo, ojalá Tom hubiera dejado de hacer diabluras. Ahora que tenía un montón de compañeros de juego con quienes divertirse, ojalá hubiera dejado de atormentar a los animales bobos. En lugar de eso —siento decirlo—, seguía metiéndose con las criaturitas, con todas menos con las serpientes de agua, pues ellas no estaban dispuestas a aguantar tonterías. Así que hacía cosquillas a las madréporas para que se cerraran, asustaba a los cangrejos para que se escondieran en la arena y se asomaran para mirarlo con el rabillo del ojo, y metía piedras en la boca de las anémonas para que creyeran que era la cena.

Los demás niños lo avisaban y le decían: «Cuidado con lo que haces. La señora Hagancontigocomohiciste está a punto de venir». Pero Tom no les hacía caso. Estaba descontrolado, se sentía muy animado y tenía suerte. Hasta que un viernes por la mañana, muy temprano, la señora Hagancontigocomohiciste efectivamente llegó.

Era una dama tremenda y cuando los niños la veían se ponían todos en fila, muy rígidos, se alisaban los vestidos de baño y colocaban las manos detrás, igual que si el inspector fuera a examinarlos.

Iba con un sombrero negro, un chal negro y sin miriñaque. Llevaba unas gafas grandes y verdes, y tenía una gran nariz aguileña tan ganchuda que el caballete le sobresalía por encima de las cejas. Debajo del brazo guardaba una gran vara de abedul. Era realmente tan fea que Tom estvo tentado de hacerle muecas; pero no lo hizo, pues no sentía ninguna admiración por el aspecto de la vara de abedul debajo del brazo.

La dama miró a los niños uno por uno. Parecía muy complacida con ellos y nunca les hacía ni una sola pregunta acerca de cómo se estaban portando. Entonces empezó a darles todo tipo de cosas del mar muy bonitas: pasteles de mar, manzanas de mar, naranjas de mar, caramelos de mar, tojfees de mar y, a los más buenos, helados de mar hechos con nata de vacas de mar, que bajo el agua no se derriten.

Si no me crees, piensa esto: ¿qué es más barato y abundante que las rocas de mar? Entonces, ¿por qué no tendría que haber también tojfees de mar? Todo el mundo puede encontrar limones de mar (también preparados y cortados en trozos) si los busca con la marea baja y, a veces, también uvas de mar colgando en racimos.

Si vas a Niza, verás que el mercado de pescado está lleno de frutas de mar, que ellos llaman frutta di mare. Aunque supongo que ahora las llaman fruits de mer, por consideración a ese exitoso —y por lo tanto inmaculado— potentado que, al parecer, está deseoso de heredar la bendición otorgada a aquellos que eliminan el mojón de sus vecinos. Quizás ésta sea la razón por la que ese lugar se llama Nice, porque allí hay muchas cosas bonitas en el mar. Y si no es así, debería serlo.

Pues bien, Tom estuvo mirando cómo les regalaba todas estas cosas hasta que se le hizo la boca agua y sus ojos se hicieron redondos como los de un búho, ya que esperaba que le llegara su turno, y así fue. La dama lo llamó, estiró los dedos con algo entre ellos y se lo metió en la boca. Y, mira por dónde, era un guijarro asqueroso, frío y duro.

—Es usted una mujer muy cruel —se quejó Tom, y se puso a gimotear.

—¡Y tú eres un niño muy cruel que mete guijarros en la boca de las anémonas para que se las traguen y crean que han encontrado una buena cena! Eso es lo que hiciste, de modo que tengo que hacer lo mismo contigo.

—¿Quién le ha contado eso? —le preguntó Tom.

—Has sido tú, ahora mismo.

Tom no había abierto los labios, así que realmente se quedó desconcertado.

—Sí, cada uno me cuenta exactamente lo que ha hecho mal sin saberlo. Así que es inútil intentar ocultarme nada. Ahora ve, sé un niño bueno y no te meteré más guijarros en la boca si tú no metes ninguno en la de otras criaturas.

—No sabía que hacía mal —se disculpó Tom.

—Pues ahora ya lo sabes. La gente continuamente me dice eso, pero yo les respondo: si no sabes que el fuego quema, no es razón para que no te queme; si no sabes que la suciedad provoca fiebre, no es razón para que las fiebres no te maten. La langosta no sabía que hacía mal en meterse en la nasa, pero aún así quedó atrapada.

«¡Dios mío —pensó Tom—, lo sabe todo!» Y, efectivamente, así era.

—De modo que si no sabes que las cosas están mal, no es razón para que no seas castigado por ellas. Sin embargo, no con tanta dureza, no con tanta dureza, hombrecito mío (a pesar de todo, la dama parecía muy amable), como en el caso de que sí lo supieras.

—Pero es un poco dura conmigo, pobre de mí.

—Para nada. Soy el mejor amigo que hayas tenido en tu vida. Aunque te advierto una cosa: no puedo evitar castigar a las personas cuando hacen algo malo. A mí me gusta tan poco como a ellas. A menudo me sabe muy, muy mal, pobres criaturas, pero no lo puedo evitar. Si intentara no hacerlo, igualmente lo haría. Porque yo trabajo por medio de un mecanismo, como un motor. Estoy llena de engranajes y muelles por dentro, y me han dado mucha cuerda, de manera que no puedo dejar de funcionar.

—¿Ha pasado mucho tiempo desde que le dieron cuerda? —preguntó Tom. Pues el muy listillo pensó: «Algún día dejará de funcionar o puede que se olviden de darle cuerda, igual que el viejo Grimes solía olvidarse de dar cuerda a su reloj cuando venía de la taberna. Entonces estaré a salvo».

—Me dieron cuerda de una vez por todas hace ya tanto tiempo que no me acuerdo.

—¡Dios mío —exclamó Tom—, debieron de crearla hace mucho tiempo!

—Yo nunca fui creada, hijo mío, y seguiré viviendo por siempre jamás, pues soy vieja como la Eternidad y, sin embargo, joven como el Tiempo.

Entonces, la dama cambió de expresión y puso una cara muy curiosa (muy solemne, muy triste y, al mismo tiempo, muy dulce). Levantó la vista y miró a la lejanía, como si traspasara el mar, el cielo, y contemplara algo muy, muy lejano. En ese momento su cara sonrió de un modo tan apacible, tierno, paciente y esperanzado que, por un instante, Tom pensó que no era fea en absoluto. Y estaba en lo cierto, pues era como tantísimas personas que no tienen ni una facción bonita en la cara y que, no obstante, resultan preciosas e inmediatamente atraen a los corazones de los niñitos porque, aunque la casa sea fea, desde las ventanas un espíritu hermoso y bueno mira hacia fuera.

Tom le sonrió; en ese instante ella parecía amabilísima. La extraña hada también sonrió y dijo:

—Sí. Acabas de pensar que soy fea, ¿verdad?

Tom se quedó cabizbajo y se le sonrojaron las orejas.

—Soy muy fea. Soy el hada más fea del mundo y seguiré siéndolo hasta que la gente se comporte como debería. Entonces me volveré tan guapa como mi hermana, que es el hada más encantadora del mundo; se llama señora Hazcomoquisierasquetehicieranati. Ella empieza donde yo termino y yo empiezo donde ella termina, y los que no la escuchan me escuchan a mí, como ya tendrás ocasión de comprobar. Bueno, todos vosotros ya podéis iros, excepto Tom. Él puede quedarse para ver lo que voy a hacer. Para empezar, será una buena advertencia antes de que vaya a la escuela. Bueno, Tom, todos los viernes vengo aquí, llamo a los que han maltratado a los niñitos y los trato tal como ellos han hecho con los demás.

Al oír eso, Tom se asustó y corrió a esconderse debajo de una piedra, lo cual hizo enfadar mucho a los dos cangrejos que vivían allí y dio un susto de muerte a su amiga, la salpa. Pero no por eso se movió de su escondite.

Lo primero que hizo el hada fue llamar a todos los médicos que dan tantos medicamentos a los niños pequeños (la mayoría eran viejos, pues los jóvenes ya han aprendido, todos excepto unos cuantos cirujanos militares que aún creen que el estómago de un niño es muy parecido al de un granadero escocés) y los hizo ponerse en fila. Parecían muy compungidos, pues ya sabían lo que les esperaba.

Primero, les arrancó todos los dientes y luego les hizo una sangría; después, les dio unas dosis de calomelanos, jalapa, sulfato de magnesia y diasén, azufre y melaza, y pusieron unas caras horribles. A continuación les ofreció un gran vomitivo de mostaza y agua. Y así se pasó toda la mañana. También llamó a un tropel de señoritas estúpidas que estrujan la cintura y los dedos de los pies de sus niñas. Las acordonó con ceñidos corsés y éstas se ahogaban y se ponían enfermas, la nariz se les enrojecía y las manos y los pies se les hinchaban. Luego embutió sus pobres pies en unas botas espantosamente ceñidas y las hizo bailar, lo cual hicieron con gran torpeza. Entonces les preguntó si les gustaba y, cuando dijeron que para nada, las dejó libres. Porque sólo lo habían hecho por la estúpida moda, creyendo que era por el bien de sus niñas como si la cintura de avispa y los dedos de cerdo pudiesen ser bonitos, sanos o útiles para alguien.

Más tarde llamó a las niñeras poco cuidadosas, las pinchó por todas partes y las paseó en cochecitos con correas ceñidas alrededor de sus barrigas, con las cabezas y los brazos colgando por los lados, hasta que se pusieron muy enfermas y se sintieron estúpidas. Podían haber cogido una insolación, sólo que, bajo el agua, únicamente podían haber cogido una insolación de agua, lo cual te aseguro que es casi igual de malo, como comprobarás si intentas ponerte debajo de la rueda de un molino. Recuérdalo: cuando oigas un ruido sordo en el fondo del mar, los marineros te dirán que es marejada de fondo; sin embargo, ahora ya sabes lo que es: es la vieja dama paseando a las niñeras en cochecito.

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