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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Los niños del Brasil (11 page)

Salió del costado de la pista de aterrizaje a tiempo de ver cómo el bimotor rojo y blanco rodaba lentamente hacia su propio avión, más pequeño, de colores negro y plata. Dos de los guardias estaban allí conversando con el piloto, que le saludó con la mano. Mengele hizo lo propio, con la cabeza. Del otro lado de la pista, junto a la cerca, estaba otro de los guardias, sosteniendo algo entre los eslabones en un intento de atraer a algún animal. Aunque iba contra las reglas, Mengele no le llamó la atención; estaba observando las puertas del avión rojo y blanco, que ya se había detenido y cuyas hélices se aquietaban poco a poco. Silenciosamente, rezaba.

La puerta se abrió bruscamente y uno de los guardias se adelantó al trote, para ayudar a bajar los escalones a un hombre alto que vestía traje azul claro.

¡El coronel Seibert!
Tenían
que ser malas noticias.

Lentamente, empezó a adelantarse.

El coronel le vio, le saludó —con un gesto bastante alegre— y se dirigió hacia él. Llevaba consigo una bolsa de compras, roja.

Mengele apretó el paso.

—¿Hay noticias? —preguntó.

El coronel, sonriente, hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, ¡
buenas
noticias!

¡Gracias a Dios! Mengele se apresuró más.

—¡Estaba preocupado!

Ambos se estrecharon la mano. El coronel, apuesto con su enérgico rostro nórdico y el pelo rubio casi blanco, le informó sonriendo:

—Tenemos informes de todos los «viajantes». Ya han visto a todos los «clientes» de octubre; a cuatro de ellos en la fecha exacta, a dos un día después.

Mengele se oprimió el pecho y exhaló el aire.

—¡Alabado sea Dios! Al ver venir el avión, me sentí preocupado.

—Es un día tan hermoso que me dieron ganas de hacer un vuelo —explicó el coronel.

Juntos, fueron andando hacia el sendero.

—¿Los
siete
?

—Los siete, sin el menor problema. —El coronel le ofreció la bolsa—. Esto es para usted. Un paquete misterioso que le manda Ostreicher.

—Ah —exclamó Mengele, recogiéndolo—. Gracias. No es ningún misterio. Le pedí que me consiguiera un poco de seda; una de las mujeres de servicio me va a hacer algunas camisas. ¿Quiere quedarse a comer?

—No puedo —respondió el coronel—. A las tres de la tarde tengo un ensayo para la boda de mi nieta. ¿Sabía usted que se casa con el nieto de Ernst Roebling? Mañana. Pero sí tomaría un café mientras charlamos un rato.

—Espere a ver mi mapa.

—¿Su mapa?

—Ya lo verá.

El coronel lo vio y quedó entusiasmado.

—¡Qué maravilla! ¡Una verdadera obra de arte! Pero esto no lo ha hecho usted, ¿verdad?

Mientras dejaba junto a la mesa la bolsa, Mengele respondió alegremente:

—No, por Dios, ¡si ni siquiera estoy seguro de poder hacer decentemente las tachaduras! Hice que viniera un hombre en avión, desde Río.

El coronel se volvió para mirarle, con expresión sorprendida e interrogativa.

—No se preocupe —le tranquilizó Mengele, con un gesto de la mano—. Cuando regresaba tuvo un accidente.

—Grave, me imagino —conjeturó el coronel, esperanzado.

—Muy grave.

Les llevaron el café. El coronel examinó algunas de las fotos del Führer, y después ambos se sentaron en el sofá para saborear el humeante y negro líquido de las tacitas de porcelana.

—Se han instalado todos en apartamentos —informó el coronel a Mengele—, salvo Hessen, que se ha comprado una
roulotte
. Le dije que se mantenga en contacto una vez por semana, en previsión de que algo suceda; pero la usará únicamente mientras dure el buen tiempo.

—Necesito saber las fechas en que han muerto, para mi archivo —le recordó Mengele.

—Sí, claro —el coronel dejó su taza y el platillo sobre la mesita—. Lo tengo aquí, mecanografiado —explicó mientras buscaba en su americana.

Mengele también dejó la taza y el platillo para recibir la delgada hoja de papel doblado que le ofrecía el coronel. La desplegó, la apartó y entrecerró los ojos para leerla. Sonriendo, sacudió la cabeza.

¡De los siete, cuatro en la fecha exacta! —se admiró—. ¿No le parece estupendo?

—Todos son hombres capaces —le recordó el coronel—. Schwimmer y Mundt ya tienen preparado el próximo. Con Farnbach tuve que hablar un rato; es un poco preguntón.

—Ya lo sé —asintió Mengele—. Cuando les di las instrucciones, me planteó un pequeño problema.

—Pues no creo que vuelva a suceder —señaló el coronel—. Yo le hice un buen lavado de cabeza.

—Bien por usted. —Mengele volvió a doblar el papel de grata textura y lo dejó en un ángulo de la mesa del café, en perfecta escuadra con los bordes. Miró el mapa, se imaginó las siete tachaduras rojas que le pintaría cuando se fuera el coronel y volvió a levantar la taza, con la esperanza de dar el ejemplo.

—Ayer por la mañana me llamó el coronel Rudel —anunció su visitante—. Está en la Costa Brava.

—¿Ah, sí? —Mengele advirtió inmediatamente que la razón de que hubiera llegado el coronel no era el placer de volar—. Entonces, ¿qué? ¿Cómo está? —preguntó, y volvió a tomar un sorbo de café.

—Muy bien —respondió el coronel—, aunque un poco preocupado. Recibió carta de Günter Wenzler, advirtiéndole que Yakov Liebermann puede estar sobre la pista de una operación nuestra. Hace dos semanas, Liebermann habló en Heidelberg y planteó a su auditorio una «cuestión hipotética» bastante poco habitual. Un amigo de Wenzler, cuya hija estuvo presente, le dijo que nos avisara, por las dudas.

—¿Qué fue exactamente lo que planteó Liebermann?

Antes de hablar el coronel miró un momento a Mengele.

—Por qué nosotros, es decir, usted y nosotros, podríamos querer dar muerte a noventa y cuatro funcionarios de sesenta y cinco años. Una «cuestión hipotética».

Mengele se encogió de hombros.

—Entonces, es evidente que no lo sabe —señaló—. Y estoy seguro de que nadie dio con la respuesta correcta.

—También Rudel está seguro —coincidió el coronel—, pero le gustaría saber a qué se debe que Liebermann diera con la pregunta correcta…, cosa que
a usted no
le sorprende mucho.

Mengele sorbió su café y habló con tono indiferente.

—Cuando le encontramos, el norteamericano no estaba escuchando la cinta; estaba hablando con Liebermann. —Volvió a dejar la taza y sonrió al coronel—. Y estoy seguro de que ya lo habrá descubierto usted, ayer por la tarde, por la compañía telefónica.

Con un suspiro, el coronel se inclinó hacia Mengele.

—¿Por qué no nos lo dijo? —quiso saber.

—Francamente —respondió Mengele—, temí que quisieran ustedes posponer las cosas, por si Liebermann hubiera puesto en marcha una investigación.

—Tenía razón; es
exactamente
lo que habríamos querido —confirmó el coronel—. Tres o cuatro meses…, ¿acaso habrían sido tan terribles?

—Eso podría haber cambiado completamente los resultados. Créame, coronel, porque es verdad. Pregúnteselo a cualquier psicólogo.

—¡Entonces, podríamos haber prescindido de esos hombres y habernos ajustado a lo programado con los otros!

—¿Y reducir los resultados en un veinte por ciento? En los primeros cuatro meses hay dieciocho hombres.

—¿Y no piensa usted que de esta manera ha reducido más el resultado? —lo interpeló el coronel—. ¿Acaso Liebermann habla sólo para estudiantes?
Nuestros
hombres podrían ser arrestados en cualquier momento. ¡Y el resultado se reduciría en un
noventa y cinco
por ciento!

—Coronel, por favor —procuró aplacarlo Mengele.

—Suponiendo, naturalmente, que
haya
un resultado. ¡Porque por el momento, respecto de eso, lo único que tenemos es su palabra, fíjese!

Inmóvil y silencioso, Mengele hizo una inspiración profunda. El coronel levantó su taza, la miró echando chispas y la dejó de nuevo.

Mengele dejó escapar el aire.

—Habrá exactamente el resultado que yo les he prometido —aseguró—. Coronel, deténgase a pensarlo un momento. Si alguien más le oyera, ¿se molestaría Liebermann en hacerles preguntas a los estudiantes? Nuestros hombres han salido, y están haciendo su trabajo, ¿no es verdad?
Claro
que Liebermann ha hablado con otros…, ¡posiblemente con todos los fiscales y todos los policías de Europa! Pero es obvio que nadie le hace caso; es la única actitud posible, con un viejo como él, que les tiene fobia a los nazis y se les aparece con una historia que no puede parecer más que un caso de
locura
si uno no puede dar las razones que la fundamentan. Con eso contaba yo cuando tomé la decisión.

—No era una decisión que debiera tomar usted —declaró el coronel—. Ha puesto a seis de nuestros hombres en una situación mucho más peligrosa de lo que teníamos previsto.

—Y al hacerlo he protegido la enorme inversión de ustedes, por no hablar del destino de la raza.

Mengele se levantó y se dirigió a la mesa para coger un cigarrillo del jarro de bronce donde los guardaba—. En todo caso, ya está hecho —concluyó.

El coronel sorbió el café, con los ojos fijos en la espalda de Mengele. Antes de hablar, volvió a dejar su taza.

—Rudel quería que llamara a todos los hombres y les pidiera que volvieran, hoy mismo.

Mengele se volvió, sacándose de entre los labios el cigarrillo encendido.

—Eso no lo creo —exclamó.

El coronel hizo un gesto afirmativo.

—Se toma muy en serio sus responsabilidades como oficial.

—¡Tiene sus responsabilidades como ario!

—Es cierto, pero jamás ha estado tan seguro como el resto de nosotros de la funcionalidad del proyecto, y bien que lo sabe usted, Josef. Santo Dios, ¡lo que nos costó convencerle!

Silenciosamente, hostil, expectante, Mengele se puso de pie.

—Yo le dije más o menos lo mismo que usted acaba de decirme —explicó el coronel—. Si los informes de nuestros hombres nos llegan y todo anda bien, eso significa que Liebermann no ha podido hacer nada, de manera que bien podemos dejarles que sigan. Finalmente se mostró de acuerdo, pero en lo sucesivo van a tener bajo vigilancia a Liebermann (de lo cual se ocupará Mundt) y si hay algún indicio de que
esté
consiguiendo hacer algo, entonces habrá que tomar una decisión: ya sea matarle, lo que tal vez sólo serviría para levantar más la caza, o hacer regresar a los nuestros.

—Eso —declaró Mengele— equivaldría a echar todo por la borda. Todo lo que yo he logrado. Todo el dinero que se ha gastado en equipos y en personal y en conseguir las direcciones. ¿Cómo puede ocurrírsele siquiera tal cosa? Si atraparan a éstos, yo enviaría
a otros
seis. Y a
otros
seis. ¡Y a
otros
seis!

—Yo estoy de acuerdo, Josef —procuró calmarle el coronel—; estoy de acuerdo. Y personalmente, me gustaría mucho que usted tuviera voz en la decisión, si es que realmente alguna vez hay que llegar a tomarla. Y una voz bien fuerte. Pero si Rudel se entera ahora de que usted dejó partir a los hombres sabiendo que Liebermann estaba sobre aviso… le excluirá a usted completamente de la operación. No le comunicará siquiera los informes mensuales. Por eso preferiría no decírselo. Pero para poder decidir eso tengo que tener la seguridad, de parte de usted, de que no va a… tomar más decisiones por sí solo.

—¿Sobre qué? Si ya no hay más decisiones que tomar, salvo de que hay que seguir.

El coronel sonrió.

—Pues yo no consideraría imposible que se metiera usted en un avión y se lanzara personalmente a la caza de Liebermann.

—No sea ridículo —respondió Mengele, dando una chupada a su cigarrillo—. Bien sabe que no me atrevería a ir a Europa. —Se volvió hacia la mesa para dejar caer la ceniza en un cenicero.

—¿Puedo contar con la seguridad —preguntó el coronel— de que no hará usted
nada
que afecte a la operación sin consultarlo con la Organización?

—Claro que puede —prometió Mengele—. Absolutamente.

—Entonces, le diré a Rudel que es un misterio la forma en que Liebermann llegó a enterarse de las cosas.

Mengele sacudió la cabeza con incredulidad.

—No puedo creer —declaró— que ese viejo estúpido, y me refiero a Rudel, no a Liebermann, fuera capaz de tirar a la basura tanto dinero, y junto con él el destino de la raza aria, sin otro motivo que la preocupación por la seguridad de seis hombres corrientes.

—El dinero era apenas una parte de lo que tenemos —aclaró el coronel—. Si exageramos su importancia, fue para que tuviera usted conciencia de los costes. En cuanto al destino ario, bueno…, ya le dije que Rudel jamás ha estado convencido del todo de que el proyecto pueda salir bien. Creo que para él todo esto tiene algo de magia o de brujería; no es hombre de mentalidad muy científica.

—Sería una locura dejarle a él la última palabra.

—Ese puente lo cruzaremos cuando lleguemos a él —le tranquilizó el coronel—,
si
es que llegamos. Esperemos que Liebermann deje de hablar, incluso con los estudiantes, y que consiga hacer usted las noventa y cuatro tachaduras en este bonito mapa. Acompáñeme hasta el avión —concluyó mientras se levantaba y, extendiendo una pierna rígida como la de un robot, empezó a pasearse en cámara lenta, dando largos pasos al compás de la «Marcha nupcial», que iba canturreando por lo bajo—. ¡Qué fastidio! Yo prefiero las bodas sencillas, ¿no le parece? Pero ¡vaya usted a decírselo a una mujer!

Mengele fue con él hasta el avión, le despidió con la mano mientras éste se elevaba y volvió a entrar en la casa. El almuerzo le esperaba en el comedor, de manera que dio cuenta de él. Después se lavó escrupulosamente las manos en el fregadero del laboratorio y pasó al estudio. Dio una buena sacudida a la lata de esmalte y se valió del destornillador para levantarle la tapa. Se caló las gafas y, llevando en la mano la lata de brillante pintura roja y el pincel delgado y flamante, trepó a la escalera de mano.

Sumergió las cerdas en el líquido, las escurrió contra el borde de la lata, hizo una inspiración profunda y, conteniendo el aliento, llevó la punta impregnada de rojo al casillero dibujado junto
a Döring — Deutschland — 16/10/74
.

La tachadura le salió muy bien: un trazo reluciente de rojo sobre blanco, de bordes netos, muy vistosa. La retocó un poquito y trazó una similar en el casillero de
Horve —Dänemark—18/10/74
.

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