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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Los niños del Brasil (32 page)

—Siéntese —le invitó Wheelock, señalando con un gesto el sofá, mientras él se dirigía al canapé—. Y a ver si me cuenta por qué me anda persiguiendo un nazi —se sentó—. Tengo que admitir que me dejó con una curiosidad tremenda.

Curiosidad… esa
r
un poco gutural. Eso era lo que lo tenía preocupado; que el amistoso Henry Wheelock le
imitara
, que en su acento nortamericano se insinuara levemente el de un «agente Choiman». Nada evidente: apenas ese imperceptible endurecimiento de la r, algo en la v que evocaba un poco el sonido f. Liebermann se sentó en el sofá —los almohadones resoplaron— y miró a Wheelock, que se inclinaba hacia delante en el canapé, con los codos apoyados en las rodillas separadas, mientras con las puntas de los dedos acariciaba el borde de un álbum o libro de recortes, verde, que tenía frente a sí, sobre una mesita baja; sonriéndole, esperaba.

Tal vez la imitación no fuera intencional… El propio Liebermann se había dado cuenta a veces de que se le pegaban el ritmo y las inflexiones de los extranjeros que hablaban con dificultad el alemán, y se había sentido confuso y avergonzado al descubrirlo.

Pero no, esto era intencional; estaba seguro. Del sonriente Wheelock fluía una intensa hostilidad. ¿Y qué se podía esperar de un ex guardián penitenciario, antisemita, que adiestraba perros para que le destrozaran el cuello a la gente? ¿Amabilidad y amor? ¿Buenos modales?

Bueno, si había ido a este lugar no era para buscar un amigo. Dejó la cartera a sus pies y apoyó las manos en las rodillas.

—Para explicárselo, señor Wheelock —empezó— tendré que tocar aspectos personales, que se refieren a usted y a su familia. Específicamente, a la adopción de su hijo.

Las cejas de Wheelock se levantaron, interrogantes.

—Sé —continuó Liebermann— que usted y su esposa lo consiguieron en Nueva York, por medio de «Elizabeth Gregory». Ahora bien, debe creerme, —se inclinó hacia delante— que no se trata de poner en duda la adopción. Nadie intentará despojarle a usted de su hijo ni acusarle de haber infringido ninguna ley. Eso sucedió hace tiempo, y ya no tiene ninguna importancia…, importancia
directa
por lo menos. Sobre eso le doy mi palabra.

—Le creo —asintió con seriedad Wheelock.

Un tipo demasiado tranquilo ese hijo de mala madre, que se lo tomaba con tanta calma; ahí sentado, juntando y separando las yemas de los dedos, juntándolas y separándolas a lo largo del borde de la tapa de ese álbum verde. El lomo del álbum miraba hacia Liebermann y la tapa se levantaba un poco, como sostenida por algo que hubiera dentro.

—Elizabeth Gregory —volvió a hablar Liebermann— no era su verdadero nombre. En realidad, se llamaba Frieda Maloney. Frieda Altschul Maloney. ¿Ha oído hablar de ella?

Wheelock frunció el ceño, pensativamente.

—¿Se refiere usted a esa nazi? —preguntó—. ¿La que devolvieron a Alemania?

—Sí —Liebermann levantó su cartera—. Aquí tengo algunas fotos de ella. Verá usted que…

—No se preocupe —dijo Wheelock.

Liebermann le miró, sorprendido.

—Vi su retrato en el periódico —explicó Wheelock—, y me pareció conocida. Ahora ya sé por qué —sonrió.

El «por qué» había sido casi «pog qué».

Liebermann hizo un gesto afirmativo. (¿
Era
intencional? A no ser por esa imitación, Wheelock se conducía de manera bastante agradable). Echó hacia atrás la correa de la cartera.

—Usted y su mujer —dijo, tratando de desguturalizar sus propias
erres
— no fueron el único matrimonio que obtuvo su hijo por medio de ella. Lo mismo hizo un matrimonio de apellido Guthrie, y el señor Guthrie fue asesinado en octubre último. Y otro de apellido Curry; en noviembre, el señor Curry fue asesinado.

Ahora Wheelock parecía preocupado. Sobre el borde del álbum, los dedos se habían inmovilizado.

—En este país hay un nazi —continuó Liebermann, sosteniendo la cartera sobre las rodillas—, un hombre que formó parte de las SS, que ha venido para matar a los padres de los hijos adoptados por medio de Frieda Maloney. Los va matando en el mismo orden en que se realizaron las adopciones, y con el mismo intervalo. Y usted, señor Wheelock, es el próximo —le aseguró con un gesto afirmativo—. Pronto. Y después hay muchos más. Por eso recurriré al FBI y por eso, mientras ellos no intervengan, usted debe estar protegido. Y por algo más que sus perros. —Con un gesto señaló la puerta cerrada junto al sofá; los perros lloriqueaban tras ella, y alguno ladraba desganadamente.

Pasmado, Wheelock sacudió la cabeza.

—¡Hum! —masculló—. ¡Pero esto es muy raro! —Miró interrogativamente a Liebermann—. ¿Están matando a los
padres
de los chicos?

—Sí.

—Pero ¿por qué? —Esta vez la pronunciación era perfecta; él también se esforzaba.

Pero ¡claro! No era de ningún modo una imitación, intencional o no, sino el intento de suprimir un acento, auténtico, como el suyo.

—No sé… —respondió.

Los zapatos y los pantalones eran ropa de hombre de la ciudad, no del campo; además, la hostilidad que emanaba de él; los perros encerrados para que no lo «molestaran»…

—¿No lo sabe usted? —preguntó el-nazi-que-no-era-Wheelock—. ¿Están matando a toda esa gente y usted
no sabe la razón
?

Pero los asesinos eran hombres que andaban por la cincuentena, y éste tenía sesenta y cinco, un poco menos tal vez.
¿Mengele?
Imposible. Estaba en Brasil o en Paraguay, y no se
atrevería
a ir al Norte, no era
posible
que estuviera ahí sentado con él en New Providente, Pennsylvania.

Sin decir nada, sacudió la cabeza mirando al hombre que era imposible que fuera Mengele.

Pero Kurt Koehler había estado en Brasil y había ido a Washington. Y su nombre debía figurar en el pasaporte o en la billetera de Barry, como el familiar más próximo…

Detrás de la tapa del álbum apareció, apuntada hacia él, una pistola.

—Pues entonces, tendré que decírsela yo —anunció el hombre que la sostenía. Liebermann le miró; le oscureció y alargó el pelo, le concedió un delgado bigote, unos cuantos kilos más y unos cuantos años menos… Sí, era Mengele. ¡Mengele! El odiado, el tanto tiempo buscado: ¡Ángel de la Muerte, asesino de niños! Ahí sentado. Sonriendo. Apuntándole con una pistola.

—No permita el cielo —dijo
Mengele
en alemán— que muera usted en la ignorancia. Quiero que sepa exactamente lo que sucederá en unos veinte años, más o menos. Esa mirada osificada, ¿es sólo por la pistola, o me ha reconocido usted?

Liebermann parpadeó, inhaló aire.

—Sí, le reconozco.

—Rudel, y Seibert, y los otros —sonrió Mengele son un montón de viejas cansadas. Hicieron volver a los hombres porque Frieda Maloney le contó a usted lo de los niños, de modo que tendré que terminar yo mismo el trabajo. —Se encogió de hombros—. En realidad, no me importa; trabajando me mantendré joven. Escuche, deje la cartera en el suelo, muy lentamente, recuéstese con las manos sobre la cabeza y relájese; le queda un minuto más o menos de vida.

Liebermann dejó lentamente la cartera en el suelo, al lado de su pie izquierdo, pensando que si tenía oportunidad de desplazarse rápidamente hacia la derecha y abrir la puerta que había de ese lado —supuesto que no estuviera cerrada con llave— tal vez los perros que gruñían detrás verían a Mengele con el arma y se echarían sobre él antes de que pudiera hacer demasiados disparos. Claro que los perros podían echarse
también
sobre el propio Liebermann; y tal vez no atacaran a ninguno de los dos sin una orden de Wheelock (que debía estar muerto ahí dentro). Pero no se le ocurría otra cosa.

—Ojalá pudiera prolongarlo más —suspiró Mengele—. Lo digo en serio. Como estoy seguro de que no dejará usted de advertirlo, éste es uno de los momentos más satisfactorios de mi vida, y si fuera práctico hacerlo, me encantaría quedarme una o dos horas hablando así con usted. Para refutar algunas de las grotescas exageraciones que hay en ese libro suyo, por ejemplo. Pero, lamentablemente… —se encogió de hombros apenado.

Liebermann se puso ambas manos en lo alto de la cabeza, mientras se sentaba bien erguido en el borde del sofá. Con mucha lentitud, empezó a separar los pies. El sofá era bajo, y no sería fácil levantarse de él con rapidez.

—Wheelock, ¿está muerto? —preguntó.

—No, está en la cocina preparándonos el almuerzo —contestó Mengele—. Ahora, estimado Liebermann, escúcheme con atención. Le voy a decir algo que le parecerá totalmente increíble, pero le juro sobre la tumba de mi madre que es la verdad absoluta. ¿Acaso me molestaría en mentirle a un judío que ya está prácticamente muerto?

Liebermann dirigió rápidamente los ojos hacia la ventana que se abría a la derecha del canapé y volvió a mirar atentamente a Mengele.

El nazi suspiró y sacudió la cabeza.

—Si quisiera mirar por la ventana —anunció, le mataría primero y miraría después. Pero no
quiero
mirar por la ventana. Si viniera alguien, los perros del fondo ya estarían ladrando, ¿no?

—Sí —concedió Liebermann, sentado con las manos sobre la cabeza.

Mengele sonrió.

—¿No ve? Todo está de mi parte. Dios está de mi parte. ¿Sabe usted lo que vi por televisión, esta mañana a la una? Películas de Hitler. —Lo reforzó con un gesto afirmativo—. En un momento en que estaba gravemente deprimido, al borde del suicidio. Si eso no fue una señal del cielo, es porque tal cosa jamás ha existido. De manera que no pierda usted el tiempo mirando por las ventanas; míreme y escúcheme. Él está vivo. Este álbum —apuntó él con la mano libre, sin apartar de Liebermann los ojos ni la pistola— está lleno de fotografías suyas, tomadas desde que tenía un año hasta ahora. Los chicos son sus exactos duplicados genéticos. No voy a perder el tiempo en explicarle cómo lo logré (y dudo de que tuviera la capacidad de entenderlo aunque lo hiciera), pero le doy mi palabra de que efectivamente lo logré.
Duplicados genéticos exactos
. Fueron concebidos en mi laboratorio y llevados a término por mujeres de la tribu auiti; criaturas sanas y dóciles, con un reyuezuelo de gran sentido comercial. Los chicos no tienen absolutamente nada de ellas: son Hitler puro, generados enteramente a partir de sus células. El seis de enero de 1943, en la guarida del Lobo, me permitió que tomara medio litro de su sangre y un recorte de piel de las costillas… en un momento en que estábamos en un estado de ánimo muy bíblico. Había renunciado a tener hijos —sonó el teléfono; Mengele seguía con los ojos y el arma apuntados a Liebermann— porque sabía que ningún hijo varón sería capaz de florecer —el teléfono sonaba— a la sombra de padre tan excepcional; de modo que, cuando oyó decir que era teóricamente posible —el teléfono seguía sonando— que yo pudiera algún día, no crear para él un hijo varón, sino reproducirle a él mismo, y no a la manera de una copia hecha con un papel carbón —el teléfono continuaba con su repiqueteo—, sino obteniendo un nuevo original, la idea le fascinó tanto como me fascinaba a mí. Fue entonces cuando me dio el cargo y las instalaciones que yo necesitaba para conseguir esa meta. ¿Creyó usted realmente que mi trabajo en Auschwitz era una locura sin sentido? ¡Qué simpleza de espíritu la de la gente! Él conmemoró la ocasión en que me hiciera donación de su sangre y de su piel regalándome una hermosa pitillera con una inscripción: «A mi amigo de muchos años, Josef Mengele, que me ha servido mejor que la mayoría de los hombres, y que quizás un día me sirva mejor que todos. Adolf Hitler». Mi bien más querido, naturalmente; demasiado peligroso para pasarla por la aduana, de modo que está segura en Asunción, en la caja fuerte de mi abogado, esperando que yo regrese de mis viajes. ¿Ve usted? Ya le estoy dando más de un minuto…

Liebermann se levantó y, mientras rugía un disparo, se lanzó hacia el extremo del sofá, estirándose. Rugió otro disparo, y otro; el dolor le arrojó contra la dureza de la pared: dolor en el pecho, dolor más abajo. En el oído que le quedó oprimido contra la pared ladraban, insistentes, los perros. La puerta de madera oscura se sacudía y se estremecía, y él tendió la mano hacia el rombo de cristal del picaporte. Un nuevo disparo y el picaporte estalló en el momento en que él lo alcanzaba, mientras un agujerito en el dorso de la mano, se le llenaba de sangre. Se aferró de un trozo, cortante, del picaporte, y volvió a producirse un disparo. Los perros ladraban desesperadamente y él, retorciéndose de dolor, con los ojos fuertemente cerrados, hizo girar el trozo de picaporte y tiró. La puerta se le vino, aullando, contra el brazo y el hombro, mientras seguían produciéndose disparos en una sucesión atronadora. Ladridos, un grito, el chasquido de un arma vacía; un golpe, un estruendo, gruñidos, un grito. Soltó el afilado trozo de picaporte y se dio la vuelta, jadeante, contra la pared, dejándose deslizar hacia abajo, mientras abría los ojos…

Los perros, de un intenso color negro, acorralaban a Mengele, despatarrado de lado sobre el canapé; enormes dobermans, con los dientes salientes, los ojos encendidos y las orejas hacia atrás. La mejilla de Mengele chocó contra el brazo del canapé. Uno de sus ojos miraba fijamente al doberman que, ante él, avanzó entre las patas de la mesa derribada y le clavó los dientes en la muñeca; la pistola se le cayó de la mano. El ojo seguía girando detrás de los dobermans que le gruñían junto a la mejilla. Tenía uno de los perros a su espalda, recostado en el respaldo del asiento y con las patas delanteras sobre su hombro. Otro, con el morro junto a su mandíbula, se erguía sobre las patas traseras, entre las piernas abiertas de Mengele, apoyándose sobre el muslo levantado de éste y con el cuerpo muy apretado contra su pecho. Mengele levantó la mejilla contra el brazo del canapé; seguía mirando hacia abajo, mientras los labios le temblaban.

El cuarto doberman, enorme, estaba tendido en el suelo, entre el canapé y Liebermann, de costado, tenía la nariz sobre la alfombra; las negras costillas se movían. Desde abajo se extendía algo chato, que reflejaba la luz; un charco de orina.

Liebermann se dejó deslizar del todo contra la pared hasta quedar sentado en el suelo, contraído de dolor. Lentamente, enderezó las piernas hacia delante, observando a los dobermans que amenazaban a Mengele.

Le amenazaban, no lo mataban; la muñeca de Mengele había quedado libre, y el animal que se la había mordido estaba ahora gruñéndole, nariz contra nariz.

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