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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (9 page)

Se preguntaba qué habría sido de ese hombre. A veces se dormía soñando que venía a llamar a su puerta y ella se echaba a sus brazos. Enviaba todo al garete: los chales de cachemira, los grabados, los dibujos, los cuadros. Se iba con él, a recorrer el mundo.

Pero entonces… dos pequeñas cifras gemelas venían a romper la superficie de su sueño. Dos cangrejos en rojo vivo cuyas pinzas cerraban con grandes cerrojos la puerta entreabierta de su fantasía: 44. Ella tenía cuarenta y cuatro años.

Su sueño se estrellaba. Demasiado tarde, se reían sarcástica-mente los cangrejos blandiendo sus pinzas-candado. Demasiado tarde, se decía ella misma. Estaba casada ¡y seguiría casada! Eso era lo que tenía intención de hacer.

Pero para ello tendría que defender la retaguardia. No fuera a suceder que su marido se encendiera y se fugara con ese joven vestido de negro. Tendría que pensar en ello.

Ante todo, lo urgente era esperar.

Hundió sus labios en el vaso que le había traído Carmen y suspiró. Habrá que empezar a disimular desde esta misma noche…

* **

Joséphine constató, aliviada, que no tendría que coger el autobús (dos transbordos) para ir a cenar a casa de su hermana: Antoine le había dejado el coche. Se sintió rara al sentarse frente al volante. Para salir del garaje había que teclear un código. Como nunca lo había hecho, metió la mano en su bolso en busca de su agenda, donde lo había anotado.

—2513 —resopló Hortense, sentada a su lado.

—Gracias, cariño…

El día antes Antoine había llamado; había hablado con sus hijas. Primero Zoé, luego Hortense. Después de dejar el teléfono, Zoé había entrado en la habitación de su madre, que leía tumbada en la cama, y se había echado a su lado, el pulgar en la boca y Néstor, su peluche, pegado a su mentón. Habían permanecido las dos en silencio durante un buen rato y después Zoé había suspirado «hay tantas cosas que no entiendo de la vida, mamá, es aún más difícil que el colegio…». Joséphine había sentido ganas de decirle que ella tampoco entendía ya nada de la vida. Pero se había retenido. «Mamá, cuéntame la historia de Mi Reina», había pedido Zoé estrechándose con fuerza contra ella. «Ya sabes, la que nunca tenía frío, que nunca tenía hambre, la que nunca tenía miedo, la que defendía su reino contra las hordas de soldados y había sido la madre de príncipes y de princesas. Cuéntame otra vez cómo ella se había casado con dos reyes y había reinado en dos países a la vez…». A Zoé le gustaba por encima de todas la historia de Leonor de Aquitania. «¿Empiezo por el principio?», había preguntado Joséphine. «Cuéntame la primera boda —dijo Zoé, el pulgar en la boca-cuéntame el día en que, con quince años, se casó con Luis VII, el buen rey de Francia… Cuéntamelo empezando por el baño de tomillo y romero, ya sabes, que le había preparado su sirvienta trayendo grandes jarros de agua hirviendo a la bañera de madera. Cuéntame el emplaste de trigo que se puso en la cara para tener buen aspecto y esconder los granitos… Y las hierbas frescas que se extendieron en torno a la bañera para que no mojara el parqué. ¡Cuenta, mamá, cuenta!».

Joséphine había empezado y la magia de las palabras había inundado la habitación como un cuento de Navidad: «Ese día, todo Burdeos era una fiesta. En los muelles de la ciudad, instalado en el campamento de tiendas arlequinadas tocadas con penachos, Luis VII, el heredero de la corona de Francia, acompañado por sus caballeros, sus pajes y sus escuderos, esperaba a que su novia, Leonor, hubiese terminado de prepararse en el castillo de l'Ombriére». Relató después con detalle el baño de Leonor, las hierbas, los ungüentos, los perfumes que le presentaban sus camareras y sus damas de compañía para que fuese la mujer más hermosa de Aquitania. Cuando dio suficientes detalles para encender la imaginación de Zoé, Joséphine sintió su peso sobre su brazo y continuó durante unos minutos. «Estamos en julio de 1137 y el sol ilumina las murallas del castillo. La fiesta de los esponsales durará varios días y varias noches como es costumbre en esa época, y Luis, sentado junto a la deslumbrante joven de vestido escarlata con largas mangas abiertas y bordadas con armiño blanco, parecía un rey bastante frágil, joven y enamorado entre escupefuegos, tambores y tamboriles, domadores de osos y equilibristas, pajes que servían el vino y llenaban los platos de carnes asadas que llegaban casi frías de la cocina pues, en aquella época, las cocinas estaban muy lejos de la sala de fiestas. Hermosa y llena de frescura, Leonor canturreaba el estribillo que le había enseñado su nodriza en su boda:

Mi corazón es vuestro
,

mi cuerpo es vuestro
,

cuando mi corazón se metió en vos
,

el cuerpo os dio y prometió.

Repitió varias veces esos versos como quien reza una oración en la noche y se promete convertirse en una reina perfecta, una reina justa, buena y dulce para todos sus súbditos».

Joséphine había bajado la voz hasta convertirla en un murmullo, y el peso de su hija, apoyada en su seno, le indicó que la niña dormía y que podía callarse sin despertarla.

Hortense había hablado un largo rato con su padre, después había colgado, se había acostado y apagado la luz sin ir a darle un beso. Joséphine había respetado su necesidad de soledad.

—¿Sabes cómo ir a casa de Iris? —preguntó Hortense mientras bajaba el parasol para verificar el brillo de sus dientes y la corrección de su peinado.

—¿Te has maquillado? —observó Joséphine, percibiendo los labios brillantes de su hija.

—Un poco de gloss que me ha dado una amiga… No es lo que yo llamo maquillarme. Sólo un mínimo de respeto hacia los demás.

Joséphine no respondió a la insolencia de su frase y prefirió concentrarse en el camino que debía tomar. A esta hora, la avenida del General de Gaulle estaría llena, pero no había otra forma de llegar al puente de Courbevoie. Una vez pasado el puente, la circulación sería más fluida. Bueno, eso esperaba.

—Os propongo que no hablemos de la partida de papá esta noche durante la cena —dijo a sus hijas.

—Demasiado tarde —respondió Hortense-se lo he dicho a Henriette.

Las niñas llamaban a su abuela por su nombre. Henriette Grobz rechazaba los «abuelita» o «abuela». Lo encontraba vulgar.

—Ay Dios, ¿por qué?

—Escucha mamá, seamos prácticas: si hay alguien que puede ayudarnos, es ella.

Hortense está pensando en Chef. En el dinero de Chef, se dijo Joséphine. Dos años después de la muerte de su padre, su madre se había vuelto a casar con un hombre muy rico y muy bueno. Fue Chef el que las había educado, Chef el que les había pagado los estudios en buenos colegios privados, Chef quien les había permitido esquiar, hacer vela, equitación, tenis, viajar al extranjero. Chef quien había financiado los estudios de Iris, Chef quien alquilaba el chalet en Megéve, el barco en las Bahamas, el piso en París. Chef, el segundo marido de su madre. El día de su boda, Chef lucía una chaqueta brillante verde manzana y una corbata escocesa de piel. ¡Nuestra señora madre estuvo a punto de desmayarse! Al recordarlo, Joséphine dejó escapar una risita y fue llamada al orden por un imperioso claxon porque no arrancaba con el semáforo en verde.

—¿Y qué ha dicho?

—Que no le extrañaba. Que ya había sido un milagro que hubieses encontrado marido y que si lo hubieses conservado, habría sido un supermilagro.

—¡Eso ha dicho!

—Palabra por palabra… y no se equivoca. Te has comportado como una idiota con papá. Porque, mamá, francamente, para que papá se largue con…

—¡Hortense, ya basta! No quiero oírte hablar así. Espero que no hayas dado detalles.

Joséphine se preguntó, en el mismo momento en el que planteaba la cuestión, por qué se rebajaba a hacerla. ¡Por supuesto que ha debido de decírselo! Y sin omitir nada: la edad de Mylène, la altura de Mylène, el cabello de Mylène, el trabajo de Mylène, la blusa rosa de Mylène, su sonrisa falsa para ganarse propinas… Debió incluso de exagerarlo para dar lástima, pobrecita niña abandonada.

—De todas formas se sabrá, así que mejor decirlo enseguida. Pareceremos menos tontas.

—¿Por qué estás segura de que papá se ha ido? —preguntó Zoé.

—Oye, eso es lo que me dijo ayer por teléfono.

—¿De verdad te dijo eso? —preguntó Joséphine.

Se maldijo una vez más. Había caído en la trampa tendida por Hortense.

—Creo que ha pasado la página definitivamente… En fin, eso es lo que me pareció entender. Me dijo que iba a meterse en un proyecto que «la otra» financiaría.

—¿Tiene dinero?

—Ahorros de familia que pondría a disposición de papá. ¡Parece loca de amor! Papá ha añadido incluso que ella le seguiría al fin del mundo. Está buscando un trabajo en el extranjero, dice que no hay futuro para él en Francia, que este país está acabado, que necesita cambiar de aires. De hecho, tiene ya una ligera idea que me ha contado y que me parece muy interesante. Tenemos que volver a hablar de ello los dos…

Joséphine estaba atónita: Antoine se confiaba con más libertad a su hija que a ella. ¿La consideraba pues como una enemiga? Prefirió concentrarse en el trayecto. ¿Paso por el Parque o cojo el periférico en Puerta Maillot? ¿Qué camino tomaba Antoine? Cuando conducía, nunca miraba por donde pasaba, confiaba totalmente en él, me dejaba llevar mientras soñaba con mis caballeros, mis damas, mis castillos, en las jóvenes novias que viajan en su litera cerrada echadas al camino para encontrarse con un hombre que no conocían y que iba a acostarse desnudo contra ellas. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza y volvió a su itinerario. Decidió cortar por el Bois esperando que no hubiese demasiada circulación.

—Eso no quita que hubieras podido preguntarme antes de hablarlo —retomó Joséphine tras haber cogido la ruta del Bois.

—Escucha mamá, no vamos a andarnos con chiquitas, no tenemos medios para eso. Vamos a necesitar el dinero de Henriette, así que mejor metérsela en el bolsillo haciéndonos los cachorrillos perdidos al borde del camino. Ella adora que la necesiten…

—Pues no. No nos haremos los cachorrillos perdidos. Nos las arreglaremos solas.

—¡Ah! ¿Y cómo esperas arreglártelas con tu sueldo miserable?

Joséphine dio un volantazo y aparcó al borde del camino del Bois.

—Hortense, te prohíbo que me hables así, si te empeñas en ser desagradable, me voy a ver obligada a castigarte.

—¡Ay, ay, ay! ¡Qué miedo! —rio Hortense—. No sabes hasta qué punto tengo miedo.

—Sé que no me crees capaz, pero puedo apretarte las tuercas. Siempre he sido amable y buena contigo, pero ahora te estás pasando de la raya.

Hortense miró a Joséphine a los ojos y vio una firmeza nueva que le hizo pensar que su madre podría poner en práctica sus amenazas y enviarla a un internado, por ejemplo, cosa que ella temía. Se echó atrás en su asiento, puso cara de ofendida y soltó, desdeñosa:

—Vamos, encadena frases. Eres muy buena en ese jueguecito. Pero lo de desenvolverte en la vida, eso es harina de otro costal.

En ese momento Joséphine perdió la calma y el dominio de sí misma. Golpeó el volante gritando tan fuerte que la pequeña Zoé, asustada, se echó a llorar y a gemir «¡quiero volver a casa, quiero mi osito! ¡Sois malas las dos, muy malas, me dais miedo!». Sus llantos ahogaban la voz de su madre y, en un momento, se produjo un concierto de gritos en el pequeño coche que, antaño, sólo había conocido trayectos silenciosos o acompañados por la voz de Antoine al que le gustaba explicar el origen de los nombres de las calles, la fecha de construcción de un puente o de una iglesia, o la evolución de una vía y de su trazado.

—Pero ¿qué te pasa desde ayer? ¡Estás insoportable! ¡Tengo la impresión de que me detestas! ¿Qué te he hecho yo?

—Lo que me has hecho es que mi padre se ha largado porque eres fea y asquerosa, y para nada quiero empezar a parecerme a ti. Y por eso estoy dispuesta a todo, incluso a hacerme la niña guapa y sumisa delante de Henriette para que nos dé dinero.

—¡Ah! ¿Y qué piensas hacer? ¿Arrastrarte a sus pies?

—¡Me niego a ser pobre, me horrorizan los pobres, la pobreza apesta! Sólo tienes que mirarte. Eres fea a más no poder.

Joséphine la contempló con la boca abierta por el estupor. No podía pensar, no podía decir palabra. Apenas podía respirar.

—¿Es que no lo comprendes? ¡No entiendes que la única cosa que ahora importa a la gente es el dinero! ¡Pues yo soy como todos, salvo que no me avergüenza decirlo! ¡Así que deja de jugar a las desinteresadas porque eres tonta, mamaíta, tonta!

Era necesario que hablase, pronunciar alguna réplica a lo que su hija estaba diciendo.

—Te olvidas de algo, hija mía, ¡y es que el dinero de tu abuela pertenece a Chef! Que no está a su disposición. Vas demasiado deprisa…

No es eso lo que debería haber dicho. En absoluto. Tengo que darle una lección, forjarle una moral y no decirle que ese dinero no le pertenece. ¿Pero qué me sucede? ¿Qué me pasa? Todo va mal desde que se fue Antoine… Ni siquiera soy capaz de pensar correctamente.

—El dinero de Chef es el dinero de Henriette. Como Chef no tiene hijos, ella lo heredará todo. No soy idiota, lo sé. Punto y final. ¡Y deja de hablar del dinero como si fuera mierda, sólo es un medio de ser feliz, y yo no tengo ninguna intención de ser desgraciada!

—Hortense, ¡en la vida hay más cosas que el dinero!

—Qué anticuada puedes llegar a ser, mamaíta. Hay que volver a educarte. Venga, ¡arranca de una vez! Sólo faltaría que llegásemos tarde. Ella lo odia…

Y después, volviéndose hacia Zoé, sentada en el asiento trasero, llorando en silencio con el puño en la boca:

—¡Y tú deja de lloriquear! Me pones de los nervios. ¡Joder, la que me ha tocado con vosotras dos! Entiendo que papá se haya largado.

Bajó el parasol y verificó su imagen una vez más, gruñendo en voz alta:

—¡Ya está! Con todo esto se me ha borrado el gloss. Y no tengo más. Si encuentro uno por ahí en casa de Iris, se lo robo. Ni siquiera se dará cuenta, los compra por docenas. He nacido en el sitio equivocado. ¡Qué mala suerte!

Joséphine contempló a su hija mayor como si fuera una criminal evadida de la cárcel, sentada en el asiento a su lado: la aterrorizaba. Quiso protestar pero no encontró palabras. Todo iba demasiado deprisa. Se encontraba en la pendiente de un tobogán por el que caía sin ver el final. Así que, a falta de aliento y de argumentos, volvió su vista a la carretera. A los árboles en flor a lo largo de la avenida del Parque, a los poderosos troncos, a las largas ramas cargadas de hojas nuevas de un verde vivo, de capullos a punto de germinar que se inclinaban ante ella dibujando una bóveda florida que la luz de esa tarde de verano atravesaba manchando de blanco cada rama, cada hoja, cada capullo tierno. El lento balanceo de las ramas tranquilizó a Joséphine y, mientras Zoé, las manos tapándose las orejas, los ojos cerrados y la nariz arrugada, lloraba en voz baja, arrancó el motor y puso en marcha el coche rezando para que no se hubiese equivocado y que la avenida que había tomado desembocase en la puerta de la Muette. Después sólo tendría que aparcar… Y eso sería otro problema, se dijo suspirando.

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