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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (24 page)

Sin embargo ahora se vería obligado a recorrerla sin más compañía que la de un estúpido camello al que ni siquiera se sentía capaz de montar.

Lo observó.

Era una bestia sarnosa, desgarbada y casi esquelética, de tristes ojos y belfos babeantes, tan lejana e indiferente, que cabía imaginar que no tenía cerebro o el poco del que disponía se había secado años atrás. Un animal totalmente incapaz de provocar temor, pero incapaz de igual modo de provocar ningún tipo de simpatía.

Estaba allí, tumbado a menos de tres metros de distancia; era, probablemente, el único ser vivo en varios kilómetros a la redonda, pero no constituía compañía alguna, ni disminuía un ápice la terrible sensación de soledad que se experimentaba en aquel lugar maldito de los dioses.

Comenzaba a caer la tarde y resultó evidente que, al perder el sol su verticalidad, la luz oblicua permitía distinguir con mayor nitidez los contornos del agreste paisaje circundante.

Ante él, las montañas habían pasado a transformarse en islotes de muy distintas formas y tamaños, casi como altivas fortalezas desparramadas aquí y allá a todo lo largo y ancho de una ondulada extensión de arena, conformando una especie de extraño y agresivo laberinto en el que resultaba muy difícil discernir, a simple vista, si era mayor la superficie ocupada por la negra lava que por la rojiza arena, o viceversa.

Comprendió de inmediato que de momento le resultaría de todo punto imposible avanzar en línea recta, por lo que se vería obligado a serpentear una y otra vez buscando los pasos más apropiados entre las rocas y las dunas, corriendo en todo momento el riesgo de equivocar el rumbo, y teniendo que depositar por tanto todas sus esperanzas de salvación en la correcta utilización de la pequeña brújula.

«Siempre hacia el nordeste…», había puntualizado su verdugo, pero Mauricio Belli sabía por experiencia que en la inmensidad del desierto del Sahara, «el nordeste» podía llegar a ser un lugar tan perdido y vacío como cualquiera de los restantes puntos cardinales.

Allí, a tres o cuatro días de terrible andadura se suponía que debía existir un diminuto oasis, pero resultaba evidente que bastaría con que se desviase unos cuantos kilómetros a un lado u otro para que no alcanzara a verlo y pasara de largo.

—¡Que Dios me ayude! —musitó.

Pero apenas lo había dicho comprendió que en aquel lugar, aquel momento y aquellas circunstancias, no era Dios sino él quien debía ayudarle, por lo que haciendo de tripas corazón se puso en pie, se apoderó del ronzal del dromedario y le chistó como había visto que hacía el tuareg con el fin de que se alzara a su vez y le siguiera.

Cuando media hora más tarde pisó por primera vez la arena se sintió en cierto modo reconfortado, como si su suavidad y morbidez alejase en parte el terror que le producía la negra y ardiente lava.

Caía la tarde y ante él su sombra se alargaba.

Huyó de la lógica tentación de seguirla, consciente de que de ese modo se estaría desviando hacia el este, y permitió que aquella estilizada sombra avanzara oblicuamente como si, pese a estar tan indefectiblemente unidos, sus destinos fueran, no obstante, diferentes.

Una serpiente de poco más de un metro de longitud se cruzó en su camino para desaparecer de inmediato entre unas dunas.

Se preguntó cómo era posible que pudiera vivir en semejante lugar, y de qué demonios se alimentaría.

El mundo era un lugar muy extraño.

Y aquél el más extraño de los mundos.

Cerró la noche y se detuvo, sentándose a esperar, impaciente, a que la luna iluminase lo suficiente como para permitirle continuar avanzando sin temor a desviarse de su ruta.

Le vino a la memoria la serpiente y sintió un escalofrío al imaginar lo que podría ocurrir si una de ellas o un simple escorpión le picaba.

Su agonía sería la más larga y terrible que nadie pudiera imaginar, para acabar tendido, cara al cielo, transformado en un montón de huesos calcinados por el sol.

Los buitres le sacarían los ojos y las tripas.

Había visto muchos buitres horas antes, y al parecer todos volaban en dirección a las montañas que iban quedando atrás, probablemente atraídos por el cadáver del primer infeliz al que aquellos salvajes habían asesinado.

—¡Que Dios me ayude! —musitó una vez más.

La luna tardaba en cobrar fuerza.

Los nervios y la impaciencia le corroían las entrañas y comprendió que necesitaba andar, puesto que el solo hecho de advertir cómo cada nuevo paso le aproximaba un poco más a su destino contribuía a relajar la tensión que parecía habérsele instalado en la boca del estómago.

Le sobresaltó la lejana carcajada de una hiena.

Un nuevo y más intenso escalofrío le recorrió la espalda.

Las hienas rara vez se atrevían a enfrentarse abiertamente a un hombre.

Eso era lo que siempre le habían dicho, pero también le habían contado terribles historias sobre hienas hambrientas que en su desesperación no dudaban a la hora de atacar en grupo.

Y él no contaba con un fusil, ni un cuchillo o tan siquiera una simple estaca con que hacer frente a las fieras.

Había pasado largas horas en los gimnasios y había invertido mucho dinero en su desmedido afán por convertirse en un experto en «defensa personal», pero no pudo por menos que preguntarse de qué le servía tanto «cinturón negro» y tanto «karate» a la hora de enfrentarse a una jauría de las más repelentes de las bestias, una silenciosa serpiente o un minúsculo escorpión.

Buscó una gruesa piedra, pero su contacto no le tranquilizó, sino que más bien contribuyó a acrecentar sus temores al permitirle comprender hasta qué punto se había convertido en la más vulnerable de las criaturas del desierto.

Cuando por fin la luz de la luna le permitió distinguir qué dirección marcaba la aguja, reemprendió la marcha aunque en esta ocasión el camello no parecía dispuesto a colaborar, remoloneando bastante más de lo que ya de por sí tenía por costumbre.

Se amarró el extremo del ronzal a la muñeca por temor a que en un descuido o uno de sus muchos tropiezos el renuente animal pudiera echar a correr perdiéndose en la noche, y todo ello pareció confabularse con el fin de que no consiguiera progresar con la rapidez que había imaginado.

La temperatura comenzó a descender como el agua que escapa por el desagüe de una bañera.

El viento del norte inició entonces, como casi cada noche, su andadura, primero a rachas y más tarde manteniéndose como la nota de un violín que pugnara por alcanzar su punto álgido sin caer en la estridencia, y cuando minúsculos granos de arena comenzaron a incrustársele en el rostro entendió la auténtica razón por la que los tuaregs lo ocultaban tras un velo.

Era como si una legión de invisibles enanos se divirtieran en ir clavándole alfileres en cada centímetro del cuerpo que quedaba al descubierto, en lo que constituía a la larga una especie de sofisticadísimo suplicio que le obligaba a mantener los ojos entrecerrados.

Envidió las pestañas del camello, tupidas y gruesas como las cerdas de un cepillo, y al cabo de poco tiempo advirtió cómo los ojos se le irritaban por momentos y cómo cada vez le resultaba más difícil distinguir qué dirección marcaba la aguja de la brújula, por lo que llegó a la amarga conclusión de que se arriesgaba a cansarse sin progresar satisfactoriamente en la dirección correcta.

Por fin se dejó caer hastiado y agotado, trabó una pata de la bestia tal como había visto que solían hacer los beduinos, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido sin importarle ni poco ni mucho la más que probable presencia de serpientes, hienas o escorpiones.

L
os sofisticados «parapentes», oscuros y rectangulares, capaces de depositar a un paracaidista experto sobre una simple moneda que brillara en mitad de un campo en barbecho, se deslizaron atravesando la noche en el momento mismo en que la luna dejó de prestar su fría y tímida luz a la extensa llanura.

El tiempo había sido calculado con precisión cronométrica, por lo que el panzudo Hércules alcanzó el macizo rocoso en el momento en que las tinieblas eran más densas, y tan sólo la perfección de su GPS y de un sofisticado radar de última generación habían permitido al piloto determinar, sin la menor sombra de duda, que se encontraban sobrevolando el punto elegido para el lanzamiento.

Al abrir por completo la compuerta trasera el aparato comenzó a trazar un círculo de unos veinte kilómetros de diámetro, momento que se aprovechó en primer lugar para arrojar al vacío tres grandes bidones de agua.

Casi de inmediato dieciséis hombres les siguieron sin la menor vacilación y a intervalos de no más de quince segundos, de tal modo que ya en el aire conformaban un anillo que tenía como epicentro la cumbre de mayor altura de la zona.

Se trataba de magníficos profesionales, de eso no cabía la más mínima duda, excelentes no sólo en el manejo de las armas y la táctica de guerrillas, sino también de los dóciles paracaídas bajo los que se diría que quedaban como suspendidos en el aire, disponiendo de tiempo más que suficiente como para consultar sus brújulas y elegir el punto exacto en el que se les había ordenado que tomaran tierra.

Pocos minutos más tarde, y al ocupar cada cual la posición predeterminada, doce de ellos marcaban con notable exactitud las doce horas de un imaginario reloj de enormes dimensiones.

Así, el «Número Tres» quedaba al este, el «Seis» al sur, el «Nueve» al oeste y el «Doce» marcaba sin lugar a dudas el norte exacto.

Los ocho restantes se intercalaban en las horas restantes.

Por su parte
el Mecánico
avanzaba ligeramente por delante del resto de sus compañeros y los hermanos Mendoza lo hacían de igual modo por el extremo opuesto.

Años de perseguir enemigos a todo lo ancho de las praderas y las selvas africanas habían impulsado al armenio a decidirse por una táctica que sabía por experiencia que solía darle magníficos resultados a la hora de obligar a salir de su escondite a los francotiradores mejor apostados.

Avanzando siempre a la vista los unos de los otros confiaba en ir estrechando el círculo a base de prudencia, paciencia y una perfecta coordinación, sin dejar atrás un solo metro cuadrado que no hubiera sido exhaustivamente examinado.

Todo parecía meticulosamente previsto, pero pese a la exactitud del lanzamiento, un rumano al que la mala suerte parecía perseguir con especial perseverancia casi desde la misma cuna se encontró con la desagradable sorpresa de que un pequeño monolito de oscura piedra sobresalía de la arena en el punto exacto en que estaba a punto de aterrizar, y contra él fue a estrellarse su pierna izquierda, que de inmediato se quebró por un incontable número de partes.

Perdió el conocimiento, y el
harmattan
que soplaba cada vez con más fuerza a medida que avanzaba la noche tomó en sus manos la oscura seda para divertirse arrastrándole como un pelele llanura adelante hasta acabar por golpearle la cabeza contra una enorme roca.

El resto de sus compañeros no había tenido sin embargo ningún tipo de inconveniente a la hora de tomar posiciones, por lo que pocos minutos más tarde todos y cada uno de ellos se apresuraron a establecer contacto por radio con el fin de notificar que ocupaban sus puestos.

Bruno Serafian aguardó unos minutos y por último llamó a su vez:

—¡«Siete»! —musitó—. ¡«Siete», contesta! ¿Dónde te encuentras?

Pero el número «Siete» parecía encontrarse en esos momentos en el limbo, por lo que el armenio optó por impartir una corta orden:

—¡«Seis y Ocho», buscad a «Siete»! El resto dedicaos a estudiar el terreno sin avanzar por el momento.

Transcurrió casi media hora hasta que una voz anunció secamente:

—¡Aquí «Seis»! «Siete» ha quedado fuera de combate:

—¿Recuperable…?

—No sabría qué decir… —replicó una voz totalmente carente de emociones—. Tiene una enorme brecha en la cabeza y una pierna hecha polvo… ¿Qué quieres que haga?

—Déjalo donde está. Cuando todo acabe volveremos a buscarle.

—Entendido…

—César y Julio juntaos un poco. Ahora cada uno de nosotros tendrá a su cargo cuatro hombres… ¿Algún movimiento sospechoso?

Esperó respuesta y cuando se cercioró de que nadie tenía nada que notificar, añadió:

—¡Adelante entonces! Despacio y ojo avizor…

Se iniciaba la cacería.

Paso a paso, con el oído atento y echando mano a cada instante de los visores nocturnos, los quince veteranos de innumerables contiendas africanas avanzaron al unísono, conscientes de que la precipitación se convertiría en su peor enemigo, mientras que el tiempo y una cuidada coordinación serían siempre las mejores armas con las que contaran en tan delicados momentos.

Al cabo de unos veinte minutos, a través de la radio se escuchó una voz seca y segura de sí misma:

—Aquí número «Dos». Tengo algo a la vista.

—¿De qué se trata?

—Parece un camello tumbado, y yo diría que un hombre duerme muy cerca.

—¿Distancia?

—Unos trescientos metros.

—¿El hombre se mueve?

—De momento no.

—Obsérvale con mucha atención. En cuanto se mueva dispara, pero procura no matarle. Quiero interrogarle.

De nuevo la paciencia. Una larga espera hasta que súbitamente retumbó un estampido que recorrió la llanura y fue a golpear las paredes de roca repitiéndose en incontables ecos que se alejaron hacia el sur.

—Le he dado. Está gritando.

—Avanza con cuidado. Al menor gesto sospechoso cárgatelo.

De nuevo la espera y el silencio, hasta que al fin la voz del número «Dos» resonó, en este caso notablemente excitada:

—Ese hijo de puta está pidiendo socorro en italiano. Es posible que le haya atizado a uno de los rehenes.

—¡No jodas!

—Aúlla como un cerdo.

—Pregúntale su nombre.

Al poco llegó, desconcertante, la respuesta:

—Mauricio Belli.

—¡La puta que lo parió! ¿Qué coño hace ahí ese gilipollas?

—Asegura que ayer los tuaregs le dejaron marchar.

—¿Y el resto?

—Continúan retenidos aunque parece ser que ya han matado a uno.

—¡Mierda…! —Bruno Serafian meditó unos instantes calibrando las posibles consecuencias de la nueva situación, y por último señaló—: Cerciórate de que no hay enemigos cerca e intenta tomar contacto, pero no uses la linterna. «Uno» y «Tres», cubridle…

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