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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (13 page)

Intentó adivinar la edad del coronel: tendría unos cincuenta años, aunque podía ser mayor.

El carro con las maletas se balanceaba detrás de un tractor envuelto en una nube de humo. Wallander enseguida vio la suya, pero no pudo evitar que el coronel Putnis se le adelantara a recogerla. Al lado de una hilera de taxis, les aguardaba un coche de policía de la marca Volga. El chófer les abrió la puerta y les hizo un saludo militar, y Wallander, aunque sorprendido, logró responderle con un dudoso gesto.

«Esto tendría que verlo Björk. ¿Qué debió de pensar el mayor Liepa de todos nosotros, vestidos siempre con vaqueros y sin utilizar el saludo militar?, ¿y de la pequeña e insignificante ciudad sueca de Ystad?», se dijo para sus adentros Wallander.

—Le hemos hecho una reserva en el hotel Latvia —dijo el coronel Putnis cuando salieron del aeropuerto—, el mejor hotel de la ciudad; tiene veinticinco pisos.

—Estupendo —contestó Wallander—. Aprovecho para transmitirle un saludo y el más profundo pésame de parte de mis colegas de Ystad por la muerte del mayor Liepa. A pesar de haberle conocido muy pocos días, se hizo apreciar mucho.

—Gracias. La muerte del mayor ha sido una gran pérdida para todos nosotros.

Wallander esperó de nuevo una explicación que no llegó. «¿Por qué no me cuenta lo que ha pasado? ¿Por qué fue asesinado el mayor? ¿Por quién? ¿Cómo? ¿Por qué me han hecho venir hasta aquí? ¿Tiene alguna relación con la visita del mayor a Suecia?», pensó Wallander.

Contempló el paisaje: campos desiertos con montones dispersos de nieve, y de cuando en cuando una vivienda gris rodeada por cercas sin pintar. A lo lejos se veía un cerdo hozando en un estercolero. Sintió repentinamente una profunda melancolía, que asoció con el viaje a Malmö que hacía poco había hecho en compañía de su padre. El paisaje escaniano podía ser feo durante los meses de invierno, pero en este había un vacío que iba más allá de lo que él jamás habría podido sospechar.

Wallander sintió pena ante la visión del paisaje: era como si la dolorosa historia del país hubiese mojado el pincel en un interminable bote de pintura gris.

De pronto sintió la necesidad de hacer algo productivo: no había ido a Riga para que el paisaje triste de invierno lo dejara abatido.

—Me gustaría recibir un informe detallado cuanto antes —empezó—. ¿Qué ocurrió? Lo único que sé es que asesinaron al mayor Liepa el mismo día que regresó a Riga.

—Cuando se haya instalado en su habitación, vendré a recogerle —le informó el coronel Putnis—. Hemos convocado una reunión para esta noche.

—Me basta con dejar la maleta —objetó Wallander—. No necesito más tiempo.

—Se ha convocado la reunión a las siete y media —contestó el coronel, y Wallander comprendió que su entusiasmo no iba a cambiar el plan establecido.

Estaba anocheciendo cuando cruzaron los suburbios de Riga en dirección al centro de la ciudad.

Wallander contemplaba pensativo las viviendas lúgubres que se extendían a ambos lados de la carretera. No sabía qué sentir ante lo que le esperaba en Riga.

El hotel estaba en el centro de la ciudad, al final de una amplia avenida. Wallander vio una estatua que enseguida asoció con Lenin. El hotel Latvia se erigía como un pilar azul contra el cielo oscuro de la noche. El coronel Putnis le condujo rápidamente por el desierto vestíbulo hasta la recepción. Wallander tuvo la impresión de que se encontraba en un aparcamiento al que a duras penas habían convertido en el vestíbulo de un hotel. En una de las paredes laterales resplandecían los ascensores, y las escaleras se perdían por las alturas.

Para su sorpresa, no hizo falta que se registrara en el hotel. La recepcionista entregó la llave al coronel Putnis, y subieron en uno de los estrechos ascensores hasta el piso quince. A Wallander le habían dado la habitación 1.506, con vistas a los tejados de la ciudad. Se preguntó si sería posible ver desde allí el golfo de Riga al amanecer.

El coronel Putnis le dejó solo, no sin antes preguntarle si estaba satisfecho con la habitación. Dos horas más tarde pasaría a recogerle para la reunión de la noche en el cuartel general de la policía.

Wallander se acercó a la ventana y contempló los tejados que se extendían ante su vista. A lo lejos se oía el traqueteo de un camión. Por el agrietado marco de la ventana se colaba un aire frío; pasó la mano por un radiador apenas tibio. En algún lugar del hotel sonaba un teléfono sin cesar.

«Calzoncillos largos —pensó—. Será lo primero que compre mañana.»

Deshizo el equipaje y colocó los objetos de aseo en el amplio baño. Tras dudar un instante, se sirvió unas gotas de whisky, que había comprado en el aeropuerto, en el vaso para el cepillo de dientes. Puso la radio de fabricación rusa de la mesilla de noche en funcionamiento: un hombre exaltado hablaba muy rápido, como si relatase un evento deportivo en el que los acontecimientos se precipitaban vertiginosamente. Apartó luego un poco la colcha y se tumbó en la cama.

«Estoy en Riga y todavía no sé lo que le pasó al mayor Liepa. Lo único que sé es que está muerto, y que ignoro lo que quiere de mí el coronel Putnis. »

Hacía demasiado frío para permanecer tumbado en la cama, así que decidió bajar a la recepción y cambiar algo de dinero por si había algún bar en el hotel donde tomar una taza de café.

En la recepción, para su sorpresa, vio a los dos daneses que tanto le habían molestado en el aeropuerto. El mayor de ellos agitaba enfurecido un mapa ante la recepcionista, como si estuviera explicando a la pobre mujer cómo construir una cometa o un avión de papel. A Wallander se le escapó la risa. Luego vio el letrero del cambio de divisas. Una mujer mayor le sonrió asintiendo con la cabeza, y él le entregó dos billetes de cien dólares, que cambió por un fajo de billetes letones. Al volver a la recepción, los dos daneses ya habían desaparecido. Preguntó al conserje dónde podía tomar un café, y este le indicó el camino hasta el gran comedor. El camarero le acompañó a una mesa cerca de la ventana y le entregó la carta; se decidió por una tortilla y un café. Por el gran ventanal veía ruidosos trolebuses cruzar la ciudad, y a la gente muy abrigada. La corriente de aire que se colaba por las grietas del marco mecía las finas cortinas.

Echó una mirada por el desierto comedor, y vio que en una mesa estaba cenando un matrimonio mayor en profundo silencio, y en otra, un hombre solitario con traje gris tomaba un té. No había nadie más.

Wallander trató de rememorar los acontecimientos de la noche anterior, cuando llegó a Estocolmo con el avión de la tarde procedente de Sturup. Linda, su hija, le esperaba delante de la estación central cuando bajó del autobús del aeropuerto. Se dirigieron al hotel Central, muy cerca, en la calle de Vasagatan; como ella vivía en una pensión de Bromma, cerca de la escuela superior, él le reservó una habitación en el mismo hotel donde iba a hospedarse. Por la noche la invitó a cenar en un restaurante de Gamla Stan, el barrio antiguo. Hacía tantos meses que no se veían que la conversación al principio se ciñó a temas triviales. Empezó a preguntarse si sus informes por carta realmente decían la verdad. Le había escrito que se encontraba a gusto en la escuela, pero al preguntarle ahora cómo le iba, se limitaba a responderle con pocas palabras. Cuando se interesó por sus planes de futuro, sin que pudiera evitar un tono ligeramente irritado, ella le contestó que no tenía ni idea.

—¿No sería ya hora de que lo supieras?

—No creo que sea de tu incumbencia.

Y acto seguido empezaron a discutir sin alzar la voz. Él le reprochó que no podía continuar yendo de escuela en escuela, a lo que le respondió que tenía la edad suficiente para hacer lo que le viniese en gana.

De pronto se vio reflejado en Linda, aunque no podía concretar en qué aspecto: la extraña sensación de que la voz de su hija era el reflejo de su propia voz. Pensó que la historia siempre se repetía, ya que las dificultades de su hija para entablar una conversación con él eran las mismas que él tenía con su padre.

Tomaron vino y cenaron durante largo rato, y poco a poco la irritación y la tensión fueron desapareciendo. Wallander le habló sobre su viaje a Riga, y por un instante estuvo tentado de preguntarle si quería acompañarle. El tiempo pasó volando y cuando pagó la cuenta era pasada la medianoche. Pese al frío, fueron andando hasta el hotel, donde estuvieron hablando en la habitación de Wallander hasta pasadas las tres de la noche. Cuando finalmente Linda se fue a su habitación, Wallander no pudo menos de pensar que pese al mal comienzo, habían pasado una velada agradable. Pero, aun así, no podía quitarse de encima la inquietud de no saber nada de la vida que llevaba su hija.

Cuando dejó el hotel por la mañana, Linda todavía dormía. Pagó las dos habitaciones y le escribió una nota, que el conserje prometió entregarle.

Despertó de su ensimismamiento cuando el matrimonio mayor salió del comedor. No habían entrado nuevos huéspedes, solo quedaba el hombre solitario con su taza de té. Miró el reloj. Todavía faltaba una hora para que el coronel Putnis viniese a recogerle.

Pagó la cuenta, hizo un rápido cálculo mental y se percató de que la comida le había salido muy barata. De vuelta a la habitación, leyó unas cuantas notas que había traído consigo, y observó que poco a poco empezaba a entrar de nuevo en el caso, que ya había dado por entregado a los archivos del olvido. Empezaba a notar el fuerte olor de los cigarrillos del mayor Liepa en la nariz.

A las siete y cuarto el coronel Putnis llamó a la puerta. El coche estaba esperándoles delante del hotel. Atravesaron la ciudad de noche hasta el cuartel general de la policía de Riga. Por las calles no se veía a nadie. El frío se había vuelto más intenso con la noche. Las calles y las plazas de la ciudad apenas estaban iluminadas, y Wallander tuvo la sensación de que cruzaba una ciudad de siluetas y sombras recortadas en el horizonte. Entraron por un portal y se detuvieron ante lo que parecía un patio cercado por una muralla. El coronel Putnis permaneció callado durante todo el trayecto, mientras Wallander esperaba en vano conocer el objeto de su estancia en Riga. Caminaron por retumbantes pasillos desiertos, bajaron unas escaleras y enfilaron otro pasillo. Finalmente, el coronel Putnis se detuvo delante de una puerta, que abrió sin llamar.

Kurt Wallander entró en una sala cálida mal iluminada, donde por encima de todo destacaba una gran mesa ovalada de conferencias forrada con fieltro verde. Encima había una jarra de agua y vasos, y a su alrededor doce sillas.

En la penumbra de la sala un hombre les estaba esperando. Se volvió cuando Wallander entró y se acercó a él.

—Bienvenido a Riga —dijo—. Mi nombre es Juris Murniers.

—El coronel Murniers y yo somos los responsables de resolver el asesinato del mayor Liepa —aclaró Putnis.

Wallander notó enseguida que había cierta tensión entre los dos coroneles por el tono de voz que empleaba el coronel Putnis, y por lo que se ocultaba tras el breve intercambio de réplicas, si bien no supo definirlo.

El coronel Murniers rondaba los cincuenta años; tenía el pelo gris muy corto; la cara pálida e hinchada, como si sufriese de diabetes, y era de baja estatura. Wallander advirtió que se movía sigilosamente.

«Otro felino —pensó para sus adentros—. Dos coroneles, dos felinos, embutidos en un uniforme gris.»

Wallander y Putnis, tras colgar sus abrigos, se sentaron a la mesa. «El tiempo de espera ha acabado. Ahora sabré lo que le sucedió al mayor Liepa. »

Murniers llevaba la voz cantante. Wallander observó que se había colocado de manera que casi toda la cara le quedaba en penumbra. La voz, en un rico inglés bien formulado, parecía salir de una profundidad infinita. El coronel Putnis miraba al frente, como si en realidad no le importase lo que escuchaba.

Finalmente, la espera de Kurt Wallander terminó. Supo la suerte que había corrido el mayor Liepa.

—Es muy misterioso —empezó diciendo Murniers—. El mismo día que volvió de Estocolmo nos remitió un informe al coronel Putnis y a mí. Estuvimos reunidos en esta misma sala discutiendo el caso. Quedamos en que el mayor Liepa estaría al cargo de las posteriores indagaciones que se llevaran a cabo aquí en el país. Nos despedimos alrededor de las cinco, y más tarde nos informaron de que el mayor Liepa se había ido derecho a su casa, un apartamento situado detrás de la catedral de Riga. Su esposa nos explicó después que él estaba como siempre, muy contento de estar de nuevo en casa. Después de cenar, pasó a referirle sus vivencias en Suecia. A propósito, usted le causó muy buena impresión, inspector Wallander. Poco antes de las once de la noche, cuando estaba a punto de irse a la cama, le llamaron por teléfono. Su esposa no sabe quién llamó, pero el mayor se volvió a vestir y le dijo que tenía que volver al cuartel general urgentemente, lo que no la alarmó en absoluto; quizá se desilusionara porque requiriesen su presencia la misma noche de su regreso a casa. No le dijo ni quién llamó ni por qué tenía que prestar servicio urgente.

Murniers se quedó en silencio y alargó un brazo para servirse agua. Wallander lanzó una mirada a Putnis, que seguía con la vista clavada al frente.

—Lo que ocurrió después es muy confuso —continuó Murniers—. Por la mañana temprano, unos trabajadores del puerto encontraron el cuerpo del mayor Liepa en Daugavgriva, la parte exterior de la gran zona portuaria de Riga. El mayor yacía muerto en el muelle. Más tarde constatamos que le habían destrozado la parte posterior de la cabeza con un objeto contundente, quizás un tubo de hierro o un bate de madera. Los informes de nuestros forenses revelan que el mayor fue asesinado una o dos horas después de haber salido de casa. Esto es a grandes rasgos todo lo que sabemos. No hay ningún testigo de cuándo salió de casa ni de cuándo estuvo en el puerto. Todo es en definitiva muy misterioso. Raras veces, por no decir nunca, asesinan a un policía en este país, y mucho menos a uno del rango del mayor Liepa. Estamos ansiosos por atrapar al asesino cuanto antes, por supuesto.

Murniers calló y volvió a las sombras.

—O sea, que nadie de aquí le llamó —dijo Wallander.

—No —se apresuró a contestar el coronel Putnis—; lo hemos investigado. El mando de guardia, el capitán Kozlov, ha confirmado que no se estableció ningún contacto con el mayor Liepa esa noche.

—Entonces solo quedan dos posibilidades —concluyó Wallander.

Putnis asintió con la cabeza.

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