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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (33 page)

—Esta habitación tiene que estar muy seca, o todo esto se hubiera llenado de hongos hace mucho tiempo —dijo Avila, descartando una página—. Es extraño: la pared del otro lado está húmeda, tú mismo lo has dicho. ¿Qué ocurrió aquí, Albrec? ¿Qué son estas cosas, y por qué existe esta capilla impura en las entrañas de Charibon?

Albrec se encogió de hombros.

—Este emplazamiento ha estado habitado durante miles de años, y cada nuevo pueblo construía sobre las ruinas de los poblados anteriores. Quizá esta cueva estuvo una vez más cerca de la superficie.

Encontraron fragmentos de textos escritos en el idioma merduk, con su elegante caligrafía y su ausencia de ilustraciones. Había un grupo de páginas con diagramas que parecían ilustrar las rutas de las estrellas. En otra vieron la representación de un cuerpo humano desollado, dejando al descubierto los músculos y venas bajo la piel. Los dos monjes trazaron el signo del Santo al contemplarlo.

—Textos heréticos —dijo Avila—. Astrología, brujería. Ahora sé por qué los ocultaron aquí.

Pero Albrec negó con la cabeza.

—Son conocimientos, Avila. Aquí hay conocimientos ocultos. Alguien ha estado decidiendo lo que los demás hombres podían y no podían saber, y destruyendo todo aquello con lo que no estaba de acuerdo.

—¿Quién lo ha hecho, Albrec?

—Tus hermanos, amigo mío. La orden inceptina.

—Tal vez haya sido mejor así.

—Tal vez. Nunca lo sabremos, porque el conocimiento destruido se ha perdido para siempre. Nunca podremos juzgarlo por nosotros mismos.

—No todo el mundo es tan culto como tú, Albrec. El conocimiento puede ser algo muy peligroso en manos de los ignorantes.

—Hablas como uno de los monseñores, Avila —dijo Albrec, con una sonrisa.

Avila hizo una mueca.

—No puedes cambiar cómo funciona el mundo, Albrec. Ningún hombre puede. Sólo puedes hacer lo que te ordenan y pasarlo lo mejor posible.

—Me pregunto si Ramusio hubiera estado de acuerdo con eso.

—¿Y cuántos posibles Ramusios crees que han acabado en la pira en los últimos quinientos años? —dijo Avila—. Tratar de cambiar el mundo me parece un modo seguro de acortar la estancia de uno en él.

Albrec soltó una risita, y luego se puso rígido.

—¡Avila! ¡Creo que ya lo tengo!

—Déjame ver.

Albrec sostenía unas cuantas páginas maltrechas, unidas por los restos de un lomo de tela.

—La escritura es la misma, y también la forma. ¡Y aquí está la página del título!

—¿Y bien? ¿Qué dice?

Albrec hizo una pausa, y finalmente habló con voz baja y reverente:

—«Una crónica fiel y verdadera de la vida del bendito Santo, Ramusio, contada por uno que fue su compañero y discípulo desde los primeros días».

—Menudo título —gruñó Avila—. Pero, ¿quién lo escribió?

—Fue Honorius de Neyr, Avila. San Honorius.

—¿Qué? ¿Como el
Libro de Honorius
?

—El mismo. El hombre que inspiró la orden de los frailes mendicantes, un padre fundador de la Iglesia.

—Un padre fundador de alucinaciones —murmuró Avila. Albrec se guardó las páginas en el hábito.

—Lo que sea. Vámonos de aquí. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.

Se pusieron en pie, sacudiéndose el polvo de la cueva de las rodillas, y mientras lo hacían se oyó un ruido de piedras. Se volvieron al unísono, con la luz de las lámparas temblando en sus manos, para descubrir al hermano Commodius apareciendo a través del agujero en la pared que conducía a las catacumbas.

El bibliotecario jefe se sacudió el polvo, como habían hecho Avila y Albrec, mientras éstos lo contemplaban horrorizados. El azadón que habían dejado fuera colgaba de una de sus enormes manos. Sonrió.

—Bien hallado, Albrec. Y veo que has traído contigo al atractivo Avila. Qué alegría.

—Hermano, nosotros… sólo estábamos…

—No es necesario, Albrec. Las explicaciones son inútiles. Has ido demasiado lejos.

—No hemos hecho nada malo, Commodius —dijo Avila con vehemencia—. No está prohibido bajar aquí. No puedes hacernos nada.

—Cállate, joven estúpido —espetó Commodius a su vez—. No entiendes nada. Pero Albrec sí, ¿verdad, amigo mío? —El rostro de Commodius era horrible en su regocijo; tenía la expresión de una gárgola satisfecha, con unas orejas que parecían demasiado largas para ser reales y unos ojos que reflejaban la luz de la lámpara como los de un perro.

Albrec parpadeó, como si tratara de aclararse los ojos. Algo en él pareció tranquilizarse y aceptar la situación.

—Sabíais que esto estaba aquí —dijo—. Lo habéis sabido siempre.

—Sí. Lo he sabido siempre, como todos los bibliotecarios jefes, todos los custodios de este lugar. Nos pasamos la información igual que las llaves de las puertas. Con el tiempo, Albrec, podría haber llegado a ti.

—¿Por qué iba a quererla?

—No te hagas el obtuso conmigo, Albrec. ¿Acaso crees que ésta es la única habitación secreta de estos niveles? Hay decenas de ellas. Y, corrompiéndose entre la oscuridad y el silencio, encontrarías el conocimiento desaparecido de una época muerta, generaciones perdidas de ciencia acumulada considerada demasiado perjudicial, herética o peligrosa para que los hombres la conozcan. ¿Qué te parecería tenerla a tu disposición, Albrec?

El pequeño monje se remojó los labios resecos.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué os da tanto miedo el conocimiento?

El azadón se agitó en el puño de Commodius.

—Poder, hermano. El poder reside en el conocimiento, pero también en la ignorancia.

Los inceptinos controlan el mundo con la información que conocen y con la que retienen. No podemos dar a la humanidad la libertad de conocer todo lo que quiera; el mundo sería una pura anarquía. Tomemos por ejemplo el documento que encontraste aquí, el que has escondido tan mal en tu celda, junto con los demás libros heréticos que has estado ocultando: tu lastimoso intento de salvar algo del fuego purificador.

Albrec estaba blanco como el papel.

—¿También sabíais eso?

—He leído otros parecidos, y los he destruido todos. ¿Por qué crees que no existe ninguna crónica de la vida del Santo escrita por sus contemporáneos? Ese documento posee un poder mayor que ningún rey. Esas viejas páginas que descubriste tienen la capacidad de transformar nuestro mundo. Eso no ocurrirá. Al menos, todavía no.

—Pero es la verdad —gritó Albrec, casi llorando—. Somos hombres de Dios. Nuestro deber…

—Nuestro deber es para con la Iglesia y su magisterio sobre los hombres. ¿Qué crees que haría la gente si supiera que Ahrimuz y Ramusio eran uno y el mismo? ¿O que Ramusio no ascendió al cielo, sino que se le vio por última vez montado en una muía con rumbo desconocido? Los mismos cimientos de la Iglesia temblarían. Los principios básicos de la fe serían cuestionados. Los hombres podrían empezar a dudar de la misma existencia de Dios.

—Nos habéis dicho por qué vais a hacer lo que vais a hacer, Commodius —dijo Avila con toda la sequedad de un noble—. Tal vez ahora tendréis la amabilidad de hacerlo sin cansarnos más.

Commodius miró al alto inceptino, altanero como un príncipe delante de él.

—Ah, Avila, siempre tan aristocrático, ¿eh? Mientras que yo sólo soy el hijo de un curtidor de pieles, de nacimiento tan humilde como Albrec, pese a mi hábito negro. Hubierais sido todo un ornamento para nuestra orden. Pero no será así.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Albrec. El temblor había regresado a su voz cuando el miedo se impuso al dolor.

—Lo que ha ocurrido aquí está muy claro. Dos clérigos víctimas de los impulsos poco naturales que a veces asaltan a los de nuestra profesión. Uno atrae al otro a la magia negra, los rituales ocultos… —Commodius señaló con el azadón hacia la estatua de cabeza de lobo—, y hay una discusión, una pelea. Los amantes se matan el uno al otro, y sus cuerpos quedan tendidos ante el altar impuro que envenenó sus mentes. Aunque esos cuerpos tardarán mucho en ser descubiertos. Aquí viene muy poca gente, ¿y a quién se le ocurriría buscar tras los escombros de una pared sellada?

—Columbar sabe que hemos estado viniendo aquí… —empezó Avila.

—Por desgracia, el hermano Columbar ha muerto esta noche mientras dormía, pacíficamente y en gracia de Dios, con la cabeza apoyada en la almohada que le cortó la respiración.

—No os creo —dijo Avila, pero su altanería estaba desapareciendo.

—Me es indiferente lo que decidas creer. Ya no eres más que carroña, hermano.

—Venid a por nosotros, pues —dijo Avila, dejando la lámpara en el suelo, como si se preparara para un combate—. Vamos, Commodius; ¿acaso sois tan fuerte que podréis matarnos a los dos?

El rostro de Commodius se abrió en una sonrisa que pareció partirlo en dos, exhibiendo todos los dientes brillantes de su boca.

—Soy muy fuerte, os lo prometo.

El azadón cayó al suelo.

—El mundo es un lugar extraño, hermanos —dijo la voz de Commodius, pero sonaba de un modo distinto, como si estuviera hablando dentro de un vaso—. Hay más cosas ocultas bajo el cielo de Dios de lo que podrías soñar, Albrec. Podría haberte convertido en un pozo de sabiduría. Podría haber saciado tu apetito y respondido a todas las preguntas que tu mente tuviera la capacidad de plantear. Tú te lo has perdido. Y Avila, mi dulce Avila: podría haber disfrutado contigo y haberte ayudado a progresar. Ahora tendremos que hacerlo de otra manera. Observadme, hijos míos, y presenciaréis la última y mayor de las revelaciones…

Commodius había desaparecido. En su lugar se erguía la oscuridad amenazadora de un gran licántropo, un hombre lobo de ojos brillantes en pie sobre un charco de hábitos inceptinos.

—Poneos en paz con vuestro creador —dijo la bestia—. Os mostraré la misma faz de Dios.

Saltó.

Albrec recibió un empujón y cayó de cara al suelo. Avila se había arrojado a un lado, tratando de agarrar el azadón. Pero la bestia fue demasiado rápida. Lo alcanzó en el aire, y sus garras hicieron trizas la túnica del inceptino. Un movimiento de sus poderosos brazos, y Avila fue lanzado al otro lado de la cueva, para chocar contra la pared con un estremecedor impacto de carne. El hombre lobo se echó a reír, y se volvió hacia Albrec.

—Será rápido, mi pequeño colega, mi infatigable rata de biblioteca. —Agarró a Albrec por el cuello y lo levantó como si estuviera hecho de paja. Las enormes mandíbulas se abrieron, cubriéndolo con el hedor de su aliento.

Pero Avila estaba allí de nuevo, con una herida en la cara y algo reluciente en el puño.

Golpeó la espalda de la criatura, tratando de perforar su gruesa piel y fracasando. La bestia se volvió, soltando a Albrec.

El antilino observó aturdido mientras el hombre lobo que había sido Commodius volvía a lanzar a su amigo al otro lado de la cámara. Su propia lámpara estaba rota y apagada, y sólo la luz de Avila en el suelo iluminaba la pelea, haciendo que pareciera una batalla de titanes sombríos entre las estalactitas del techo.

Y levantando un reflejo metálico entre el detritus del suelo.

Albrec se arrastró por el suelo y tomó la daga con el pentagrama. Oyó que Avila emitía un último grito desesperado de odio y desafío, y se arrojó contra la espalda del hombre lobo.

La criatura se enderezó, y levantó las garras por encima de los hombros, arañando un lado del cuello de Albrec. Éste no sentía dolor ni miedo, sino una especie de determinación aséptica. Hundió la daga con el pentagrama en la piel de la bestia, y sintió que el filo chocaba contra sus vértebras mientras le desgarraba los músculos y le perforaba la carne hasta la empuñadura.

El hombre lobo echó la cabeza hacia atrás, y su cráneo chocó contra el de Albrec con tal fuerza que hizo estallar luces sangrientas en el interior de su cabeza, obligándole a aflojar su apretón y haciéndolo caer al suelo como una marioneta sin cuerdas.

La bestia emitió un extraño gorgoteo. Volvía a ser Commodius, encogido, desnudo, perplejo, con la empuñadura de la daga surgiendo de su espalda de modo obsceno.

El bibliotecario jefe miró a Albrec con incredulidad, sacudiendo la cabeza como si las circunstancias lo hubieran desconcertado, y luego se derrumbó encima de él, un peso muerto que vació el aire de los pulmones del pequeño monje. Albrec se desvaneció.

18

La ventisca llegó mientras atravesaban el desfiladero de las montañas. El paso desapareció en cuestión de minutos, y el mundo se convirtió en una blancura vacía, desprovista de rasgos como una ventana empañada.

La columna se detuvo, confusa, y los hombres trataron de plantar las toscas tiendas de lona bajo el fuerte viento. El esfuerzo les costó varias horas de dolor, de dedos entumecidos, azules e hinchados de sangre a punto de cristalizar, de hielo metiéndose en las fosas nasales y solidificándose en las barbas de los hombres. Pero finalmente Abeleyn y el resto de su guardia estuvieron a cubierto, con la lona atronando en torno a sus oídos, mientras los más hábiles se esforzaban por encender un fuego con los troncos húmedos que habían transportado desde las tierras bajas.

El grupo que acompañaba al rey excomulgado había quedado muy reducido. Habían dejado a los marineros, los heridos y los soldados más débiles al cuidado de los campesinos de las colinas, junto a una escolta de veteranos para protegerlos, pues los hombres de aquella parte del mundo, aunque hebrionéses, eran duros y codiciosos, y no se podía confiar en que se mostraran caritativos con los desvalidos. De modo que Abeleyn había emprendido la ascensión a las montañas que formaban la espina dorsal de su reino con menos de cincuenta hombres. Iba a pie, como sus súbditos, porque lady Jemilla utilizaba el único caballo superviviente, y la docena de mulas requisadas en los pueblos de las tierras bajas cargaban con la leña y las escasas provisiones que habían logrado obtener de los hoscos campesinos.

Llevaban ocho jornadas de camino. Era el undécimo día de Forgist, el mes más oscuro del año, y todavía estaban a veinte leguas de Abrusio.

Lady Jemilla se envolvió más estrechamente en sus pieles, y ordenó a la única criada que le quedaba que fuera a buscarle algo de comer en las hogueras de los soldados.

—Y nada de ese maldito cerdo salado, o haré que te arranquen el pellejo.

Tenía frío, pese a que su tienda era la mejor de la compañía y a que había una hoguera encendida a la entrada. Empezaba a lamentar su insistencia en acompañar a Abeleyn de regreso a Abrusio, pero le había dado miedo perder al rey de vista. Se preguntó qué les esperaría en la bulliciosa ciudad, a la sazón bajo el yugo de los Caballeros Militantes y los nobles.

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