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Authors: Miguel Delibes

Los santos inocentes (10 page)

y el doctor, mientras se quitaba la bata,

haz lo que quieras, Vancito, si quieres desgraciar a este hombre para los restos, allá tú,

y ya en el Land Rover marrón, el señorito Iván, taciturno y silencioso, encendía cigarrillos todo el tiempo, sin mirarlo, tal que si Paco, el Bajo, lo hubiera hecho a posta,

también es mariconada,

repetía solamente, entre dientes, de cuando en cuando y Paco, el Bajo, callaba, y notaba la humedad de la nueva escayola en la pantorrilla, y, al cruzar lo de las Tapas, salieron aullando los mastines detrás del coche, y, con los ladridos, el señorito Iván pareció salir de su ensimismamiento, sacudió la cabeza como si quisiera expulsar un fantasma y le preguntó a Paco, el Bajo, de sopetón,

¿cuál de tus dos chicos es más espabilado?

y Paco,

allá se andan,

y el señorito Iván,

el que me acompañó con el palomo, ¿cómo se llama?,

el Quirce, señorito Iván, es más campero,

y el señorito Iván, tras una pausa,

tampoco se puede decir que sea muy hablador,

y Paco,

pues, no señor, a si las gasta, cosas de la juventud,

y el señorito Iván, mientras prendía un nuevo cigarrillo,

¿puedes decirme, Paco, qué quiere la juventud actual que no está a gusto en ninguna parte?

y, a la mañana siguiente, el señorito Iván, en la pantalla, se sentía incomodo ante el tenso hermetismo del Quirce, ante su olímpica indiferencia,

¿es que te aburres?

le preguntaba,

y el Quirce

mire, ni me aburro ni me dejo de aburrir,

y tornaba a guardar silencio, ajeno a la batida, pero cargaba con presteza y seguridad las escopetas gemelas y localizaba sabiamente, sin un error, las perdices derribadas, mas, a la hora de la cobra, se mostraba débil, condescendiente ante la avidez insaciable de los secretarios vecinos, y el señorito Iván bramaba,

Ceferino, maricón, no te aproveches de que el chico es nuevo ¡venga, dale ese pájaro!

y, arropados por la pantalla, que era una situación casi doméstica que invitaba a la confidencia, el señorito Iván intentaba ganarse al Quirce, insuflarle un poquito de entusiasmo, pero el muchacho, sí, no, puede, a lo mejor, mire, cada vez más lejano y renuente, y el señorito Iván iba cargándose como de electricidad, y así que concluyó el cacerio, en el amplio comedor de la Casa Grande, se desahogó,

los jóvenes, digo, Ministro, no saben ni lo que quieren, que en esta bendita paz que disfrutamos les ha resultado todo demasiado fácil, una guerra les daba yo, tú me dirás, que nunca han vivido como viven hoy, que a nadie le faltan cinco duros en el bolsillo, que es lo que yo pienso, que el tener les hace orgullosos, que ¿qué diréis que me hizo el muchacho de Paco esta tarde?,

y el Ministro le miraba con el rabillo ¿el ojo, mientras devoraba con apetito el solomillo y se pasaba cuidadosamente la servilleta blanca por los labios,

tú dirás,

y el señorito Iván,

muy sencillo, al acabar el cacerio, le largo un billete de cien, veinte duritos, ¿no?, y él, deje, no se moleste, que yo, te tomas unas copas, hombre, y él, gracias, le he dicho que no, bueno, pues no hubo manera, ¿qué te parece?, que yo recuerdo antes, bueno, hace cuatro días, su mismo padre, Paco, digo, gracias, señorito Iván, o por muchas veces, señorito Iván, otro respeto, que se diría que hoy a los jóvenes les molesta aceptar una jerarquía, pero es lo que yo digo, Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida, ¿no?

y la concurrencia quedó unos minutos en suspenso, mientras el Ministro asentía y masticaba, sin poder hablar, y, una vez que tragó el bocado, se pasó delicadamente la servilleta blanca por los labios y sentenció,

la crisis de autoridad afecta hoy a todos los niveles,

y los comensales aprobaron las palabras del Ministro con cabeza-das adulatorias y frases de asentimiento, mientras la Nieves cambiaba los platos, retiraba el sucio con la mano izquierda y ponía el limpio con la derecha, la mirada recogida, los labios inmóviles, y el señorito Iván seguía las evoluciones de la chica con atención, y, al llegar junto a él, la miró de plano, descaradamente, y la muchacha se encendió toda y dijo, entonces, el señorito Iván,

tu hermano, digo, niña, el Quirce, ¿puedes decirme por qué es tan morugo?

y la Nieves, cada vez más sofocada, levantó los hombros y sonrió remotamente, y, finalmente, le puso el plato limpio por el lado derecho con mano temblorosa, y así anduvo sin dar pie con bola toda la cena y, a la noche, a la hora de acostarse, el señorito Iván volvió a llamarla,

niña, tira de este boto, ¿quieres?, ahora le ha dado por decir que no y no hay forma de ponerlo fuera,

y la niña tiró del boto, primero de la punta y, luego, del talón, punta-talón, punta-talón, basculando, hasta que el boto salió y entonces, el señorito Iván levantó perezosamente la otra pierna hasta la descalzadora,

ahora el otro, niña, ya haz el favor completo,

y cuando la Nieves sacó el otro boto, el señorito Iván descansó los pies sobre la alfombra, sonrió imperceptiblemente y dijo, mirando a la muchacha,

¿sabes, niña, que has empollinado de repente y se te ha puesto una bonita figura?

y la Nieves turbada, con un hilo de voz,

si el señorito no necesita otra cosa...

pero el señorito Iván rompió a reír, con su risa franca, resplandeciente,

ninguno salís a tu padre, a Paco digo, niña, ¿es que también te molesta que elogie tu figura?

y la Nieves,

no es eso, señorito Iván,

y, entonces, el señorito Iván sacó la pitillera del bolsillo, golpeó un cigarrillo contra ella y lo encendió,

¿qué tiempo te tienes tú, niña?

y la Nieves,

voy para quince, señorito Iván,

y el señorito Iván recostó la nuca en el respaldo de la butaca y expulsó el humo en tenues volutas, despacio, recreándose,

verdaderamente no son muchos, puedes retirarte,

admitió,

mas cuando la Nieves alcanzaba la puerta voceó,

¡ah! y dile a tu hermano que para la próxima no sea tan desabrido, niña,

y salió la Nieves, pero en la cocina, fregando los cacharros, no podía parar, descabalaba los platos, hizo añicos una fuente, que la Leticia, la de Cordovilla, que subía al cortijo con ocasión de las batidas, le preguntaba.

¿puede saberse qué te pasa esta noche, niña?

pero la Nieves callada, que no salía de su desconcierto, y cuando concluyó, dadas ya las doce, al atravesar el jardín, camino de su casa, descubrió al señorito Iván y a doña Purita besándose ferozmente a la luz de la luna bajo la pérgola del cenador.

Libro sexto
El crimen

Don Pedro, el Périto, se presentó en la casa de Paco, el Bajo, vacilante, inseguro, pero con estudiada prosopopeya, aunque la comisura de la boca tiraba de la mejilla hacia la oreja derecha, demostrando su inestabilidad,

así que no viste salir a la señora, a doña Purita, digo, Régula

y la Régula,

ae, no señor, don Pedro, por el portón no salió, ya se lo digo, anoche no quitamos la tranca más que para que pasara el coche del señorito Iván,

y don Pedro, el Périto,

¿estás segura de lo que dices, Régula?

y la Régula,

ae, como que a estos ojos se los ha de comer la tierra, don Pedro,

y, a su lado, Paco, el Bajo, apoyado en los bastones, refrendaba las palabras de la Régula y Azarías sonreía bobamente con la grajeta sobre el hombro, y, en vista de que no sacaba nada en limpio, don Pedro, el Périto, desistió, se separó del grupo y se alejó corralada adelante, hacia la Casa Grande, la cabeza humillada, replegados los hombros, golpeándose alternativamente los bolsillos del tabardo como si, en lugar de la mujer, hubiera perdido la cartera, y, cuando desapareció de su vista, la Nieves salió a la puerta con la Charito en los brazos y dijo de sopetón,

padre, doña Purita andaba anoche abrazándose en el cenador con el señorito Iván, ¡madre qué besos!

humilló la cabeza como excusándose y Paco, el Bajo, adelantó los bastones y, apoyándose en ellos, se llegó a la Nieves,

tú calla la boca, niña,

alarmado,

¿sabe alguien que los viste juntos?

y la Nieves,

¿quién lo iba a saber? eran ya más de las doce y en la Casa Grande no quedaba alma,

y Paco, el Bajo, cuya inquietud se desbordaba por los ojos, por los sensitivos agujeros de su chata nariz, bajó aún más la voz,

de esto ni una palabra, ¿oyes?, en estos asuntos de los señoritos, tú, oír, ver y callar,

mas no habían concluido la conversación, cuando regresó don Pedro, el Périto, el chaquetón desabotonado, sin corbata, lívido, las grandes manos peludas caídas a lo largo del cuerpo y con la mandíbula inferior como desarticulada,

decididamente doña Purita no está en la Casa,

dijo, tras breve vacilación,

no está en ninguna parte doña Purita, den razón al personal del cortijo, a lo mejor han raptado a doña Purita y estamos aquí, cruzados de brazos, perdiendo el tiempo,

pero él no estaba cruzado de brazos, sino que se frotaba una mano con otra y levantaba hacia ellos sus ojos enloquecidos y Paco, el Bajo, fue dando razón, casa por casa, alrededor de la corralada, una vez que todos estuvieron reunidos, don Pedro, el Périto, se encaramó al abrevadero y comunicó la desaparición de doña Purita,

quedó en la Casa Grande dirigiendo la recogida cuando yo me acosté, después no la he vuelto a ver, ¿alguno de vosotros ha visto a doña Purita pasada la medianoche?

y los hombres se miraban entre sí, con expresión indescifrable, y alguno montaba el labio inferior sobre el superior para hacer más ostensible su ignorancia, o negaban categóricamente con la cabeza, y Paco, el Bajo, miraba fijo para la Nieves, pero la Nieves se dejaba mirar y mecía acompasadamente a la Charito, sin decir que sí ni que no, impasible, pero, de pronto, don Pedro, el Pénto, se encaró con ella y la Nieves se arreboló toda, sobresaltada,

niña,

dijo,

tú estabas en la Casa Grande cuando nos retiramos y doña Purita andaba por allí, trasteando, ¿es que no la viste luego?,

y la Nieves, aturdida, denegaba, acompasaba con la cabeza el vaivén de sus brazos acunando a la Niña Chica, y, ante su negativa, don Pedro, el Périto, volvió a palparse repetidamente, desoladamente, los grandes bolsillos de melle de su chaquetón y a mover nerviosamente la comisura derecha de la boca, mordiéndose la mejilla por dentro,

está bien,

dijo,

podéis marcharos,

se volvió a la Régula,

tú, Régula, aguarda un momento,

y, al quedar mano a mano con la Régula, el hombre se desarmó que

doña Purita ha tenido que salir con él, con el señorito Iván, digo, Régula, simplemente por embromarme, no te pienses otra cosa, que eso no, pero forzosamente ha tenido que salir por el portón, no cabe otra explicación,

y la Régula,

ae, pues con el señorito Iván bien fijo que no iba, don Pedro, que el señorito Iván iba solo, tal que así, y nada más me dijo, me dijo, Régula, cuidame a ese hombre, por el Paco, ¿sabe?, que, antes de fin de mes he de volver por el palomo y me hace falta, eso me dijo, y yo le quité la tranca y él se marchó,

pero don Pedro, el Périto, se impacientaba,

el señorito Iván llevaba el Mercedes, ¿no es cierto Régula?

y a la Régula se le aplanó la mirada,

ae, don Pedro, ya sabe que yo de eso no entiendo, el coche azul traía, ¿le basta?

el Mercedes,

ratificó don Pedro, e hizo unos visajes en cadena tan rápidos y pronunciados que la Régula pensó que jamás de los jamases se le volvería a poner derecha la cara,

una cosa, Régula, ¿te fijaste... te fijaste si en el asiento trasero llevaba, por casualidad, el señorito Iván la gabardina, ropa alguna, o la maleta?

y la Régula,

ae, ni reparé en ello, don Pedro, si quiere que le diga mi verdad,

y don Pedro trató de sonreír para restar importancia al asunto, pero le salió una mueca helada y con ese gesto de dolor de estómago en los labios, se inclinó confidencial sobre el oído de la Régula y puntualizó,

Régula, piénsatelo dos veces antes de contestar, ¿no iría... no iría doña Purita dentro del coche, tumbada, pongo por caso, en el asiento posterior, cubierta con un abrigo u otra prenda cualquiera?, entiéndeme, yo no es que desconfíe, tú ya me comprendes, sino que tal vez andaba de broma y se me ha largado a Madrid para darme achares,

y la Régula, cuya mirada se afilaba por momentos, insistió en su negativa,

ae, yo no vi más que al señorito Iván, don Pedro, que el señorito Iván, cuando yo me arrimé, me dijo, Régula, cuidame a ese hombre, por el Paco, ¿sabe?...

ya, ya, ya...

interrumpió don Pedro, colérico,

ese cuento ya me lo has contado, Régula,

y bruscamente dio media vuelta y se alejó, y, a partir de ese momento, se le vio por el cortijo vagando de un sitio a otro, sin meta determinada, la barbilla en el pecho, la espalda encorvada, los hombros encogidos, como si quisiera hacerse invisible, batiendo, de cuando en cuando, con las palmas de sus manos en los bolsones del chaquetón, desalentado, y así transcurrió una semana, y el sábado siguiente, cuando sonó ante el portón del cortijo él claxon del Mercedes, don Pedro, el Périto, se puso temblón y se sujetaba una mano con otra para que no se le notase, pero acudió presuroso a la puerta y, en tanto la Régula retiraba la tranca, él, don Pedro, trataba de serenarse y una vez que el coche se puso en marcha y se deslizó suavemente hasta los arriates de geranios, todos pudieron comprobar que el señorito Iván venía solo, con su cazadora de ante llena de cremalleras, y su foulard al cuello y la visera de pana fina sombreándole el ojo derecho, y, más abajo, resaltando sobre la piel dorada, su amplia sonrisa blanquisima y don Pedro, el Périto, no pudo contener su ansiedad y allí mismo, en el patio, ante la Régula y Paco, el Bajo, que había salido hasta la puerta, le preguntó,

una cosa, Iván, ¿no viste por casualidad a Purinta la otra noche después de la comida? No sé qué ha podido sucederle, en el cortijo no está y...

y, a medida que hablaba, la sonrisa del señorito Iván se hacía más ancha y su dentadura destellaba y, con estudiada frivolidad dio un papirotazo a la gorra con un dedo y ésta se levantó dejando al descubierto la frente y el nacimiento de su pelo negrísimo y

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