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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (27 page)

—Te sentirás mejor en Europa —le consoló Maya. Nirgal recordó la recepción que les habían dispensado.

—Están encantados con ustedes —dijo. A pesar de su malestar, había advertido que los
dugla
recibían a los otros tres embajadores con el mismo entusiasmo que a él, y Maya había sido particularmente aclamada.

—Se alegran de que hayamos sobrevivido —dijo Maya restándole importancia—. Por lo que a ellos se refiere, hemos regresado de la muerte como por arte de magia. Creían que habíamos muerto, ¿sabes? Desde dos mil sesenta y uno hasta el año pasado, han creído que no quedaba ni uno solo de los Primeros Cien con vida. ¡Sesenta y siete años! Y durante todo ese tiempo, buena parte de ellos han muerto. Que hayamos regresado como lo hemos hecho, y en medio de esta inundación, con el mundo entero cambiando... bueno, es como un mito. El retorno del mundo subterráneo.

—Pero no todos han regresado.

—No. —Maya casi sonrió.— De eso todavía no se han enterado. Creen que Frank y Arkadi están vivos, ¡y también John, aunque lo asesinaron antes del sesenta y uno y todo el mundo lo sabía! Al menos lo supieron por un tiempo. Pero la gente empieza a olvidar. Han ocurrido tantas cosas desde entonces, y la gente desea que John esté vivo. Y por eso olvidan Nicosia y dicen que él todavía forma parte de la resistencia. —Soltó una risa áspera para ocultar su malestar.

—Igual que con Hiroko —dijo Nirgal, sintiendo una opresión en el pecho. Una oleada de tristeza semejante a la que lo había asaltado en Trinidad lo dejó desolado y dolorido. Él creía, siempre lo había creído, que Hiroko estaba viva, oculta en las tierras altas del sur junto a su gente. Sólo así había podido afrontar la noticia de su desaparición, teniendo la seguridad de que había conseguido escabullirse de Sabishii y que regresaría cuando considerase que era el momento oportuno. Lo había creído de veras. Sin embargo ahora, por alguna razón que no podía precisar, ya no estaba seguro.

Michel, sentado junto a Maya, parecía demasiado cansado. De pronto, Nirgal comprendió que estaba mirándose en un espejo, supo que su rostro mostraba la misma expresión, la sentía en los músculos. Michel y él tenían dudas, tal vez sobre el destino de Hiroko, o sobre otras cuestiones. Pero Michel no se mostraba muy comunicativo.

Y en el otro extremo del avión, Sax los observaba a los dos con su habitual expresión de pájaro.

Descendieron volando paralelamente a la gran muralla norte de los Alpes y aterrizaron entre campos verdes. Los escoltaron a través de un frío edificio semejante a los marcianos y luego bajaron unas escaleras y subieron a un tren, que se deslizó con un sonido metálico, salió del edificio y se internó en los campos. Al cabo de una hora estaban en Berna.

Numerosos diplomáticos y periodistas, con una insignia de identificación prendida en el pecho, todos con la misión de hablar con ellos, los esperaban en aquella ciudad, pequeña, prístina y sólida como la roca, donde la acumulación de poder era palpable. Las estrechas calles adoquinadas estaban flanqueadas por edificios de piedra que sustentaban pesadas arcadas, y todo parecía tan permanente como una montaña. El veloz río Aare abrazaba la mayor parte de la ciudad en un gran meandro. Los habitantes del barrio que atravesaban eran en su mayoría europeos: blancos de aspecto cuidado, no tan bajos como los demás terranos, que llenaban dicharacheros las calles y asediaban a los marcianos y sus escoltas, ahora vestidos con el uniforme azul de la policía militar suiza.

Las habitaciones asignadas a Nirgal y sus compañeros estaban en las oficinas centrales de Praxis, en un pequeño edificio de piedra que miraba sobre el río. A Nirgal le sorprendió lo cerca del agua que construían los suizos; una crecida del río de sólo dos metros supondría el desastre, pero la perspectiva no parecía inquietarlos. ¡Por lo visto dominaban el río con mano de hierro, a pesar de que bajaba de la cadena montañosa más escarpada que Nirgal había visto en su vida! Terraformación, naturalmente; no era extraño que a los suizos les fuera tan bien en Marte.

El edificio de Praxis estaba a unas pocas calles del centro histórico de la ciudad. El Tribunal Mundial ocupaba un grupo de edificios contiguos a los edificios federales suizos, casi en el centro de la península. Cada mañana bajaban por la calle principal, la Kramgasse, increíblemente pulcra y desnuda comparada con las calles de Port of Spain. Pasaban bajo la torre medieval del reloj, con su fachada ornamentada y sus figuras mecánicas, que parecía uno de los diagramas alquímicos de Michel convertido en un objeto tridimensional. Entraban luego en las oficinas del Tribunal Mundial, donde conversaban con un sinfín de grupos sobre la situación en Marte y en la Tierra: funcionarios de la UN, representantes de gobiernos nacionales, ejecutivos de las metanacionales, organizaciones de ayuda, medios de comunicación. Todos querían saber qué ocurría en Marte, cuál sería el siguiente paso de los marcianos, qué opinaban ellos de la situación en la Tierra, qué ayuda podían ofrecer. A Nirgal le resultaba bastante sencillo conversar con la mayoría de las personas que le presentaban; entendían la situación de ambos mundos y no albergaban la creencia poco realista de que Marte fuera a salvar a la Tierra; no parecían esperar recuperar el dominio de Marte, ni tampoco que el orden metanacional mundial de los años antediluvianos se instaurase de nuevo.

Era probable, sin embargo, que los estuviesen manteniendo alejados de gentes con actitudes hostiles hacia ellos. Maya estaba segura. Señaló cuan a menudo podía descubrirse en los negociadores y entrevistadores lo que ella llamaba «terracentrismo». Nada les importaba de veras salvo los asuntos terranos; Marte tenía algunas cosas interesantes, pero carecía de importancia. Una vez que le llamaron la atención sobre esa actitud, Nirgal empezó a verla en todas partes. Y en cierto modo se sintió aliviado, porque en Marte ocurría lo mismo: los nativos eran inevitablemente areocéntricos; una postura en cierto modo realista.

De hecho, empezó a tener la sensación de que precisamente los terranos que mostraban un interés más intenso por Marte eran los más imprevisibles: ejecutivos de metanacs cuyas corporaciones habían hecho fuertes inversiones en la terraformación marciana, representantes de países densamente poblados que sin duda se sentirían felices si dispusieran de un lugar al que enviar masas de población. De manera que participaba en reuniones con representantes de Subarashii, Armscor, China, Indonesia, Ammex, India, Japón y el consejo metanacional japonés, escuchaba con atención y procuraba hacer preguntas en vez de hablar demasiado. Y así descubrió que algunos de sus hasta ahora más leales aliados, en particular India y China, se convertirían de buen grado en un serio problema para ellos en el marco de la nueva distribución. Maya respondió con un vigoroso gesto de asentimiento cuando él la hizo partícipe de esta observación, y se le ensombreció la cara.

—Sólo podemos esperar que la distancia nos proteja —dijo—. Tenemos suerte de que sea necesario un viaje espacial para alcanzarnos, un cuello de botella para la emigración sin importar lo que avancen los medios de transporte. Pero tendremos que estar en guardia, siempre. Será mejor que no hables demasiado del tema. No hables demasiado de nada.

Durante el descanso para el almuerzo Nirgal solía pedir a sus escoltas —una docena o más de suizos que lo acompañaban a todas horas— que fueran dando un paseo hasta la catedral, que en suizo —eso le había contado alguien— llamaban
el Monstruo
. Tenía una sola torre, en cuyo interior había una estrecha escalera de caracol por la que Nirgal, después de tomar aliento, subía casi a diario, más jadeante y sudoroso cuanto más se acercaba a la cima. En los días despejados, que no eran frecuentes, a través de los arcos de la sala de la torre alcanzaba a ver la distante muralla abrupta de los Alpes que llamaban Oberland Bernés. Esa pared blanca y mellada ocupaba todo el horizonte, como los grandes escarpes marcianos, con la diferencia de que estaba totalmente cubierta de nieve, excepto unos triángulos de roca desnuda en la cara norte, una roca de color gris claro, insólita en Marte: granito. Montañas graníticas, levantadas por la colisión de las placas tectónicas. Y la violencia de esos orígenes era evidente.

Entre la majestuosa cordillera blanca y Berna se extendían unas cadenas más bajas de colinas de verdes muy similares a los de Trinidad, más oscuros en los bosques de coniferas. Había tanto verde... De nuevo Nirgal se sintió sobrecogido por la exuberancia de la vida vegetal en la Tierra, por el antiguo y espeso manto de biosfera que cubría la litosfera.

—Sí —dijo Michel cierto día que lo acompañó a contemplar el paisaje—. La biosfera a estas alturas es una parte importante de las capas superiores de la roca. La vida rebosa en todas partes.

Michel se moría por ir a Provenza. Estaban muy cerca de allí, sólo a una hora de avión o una noche de tren, y lo que estaba sucediendo en Berna se le antojaba sólo un interminable regateo político.

—¡La inundación, la revolución, que el sol se convierta en nova, todo seguirá su curso! Sax y tú pueden ocuparse de esto mucho mejor que yo.

—Y Maya todavía más.

—Sí, claro. Pero me gustaría que me acompañara. Tiene que ver Provenza o nunca comprenderá.

Pero Maya estaba absorbida por las negociaciones con la UN, que tomaban un sesgo serio ahora que los marcianos habían aprobado la nueva constitución. La UN se revelaba cada vez más como un simple portavoz de los intereses metanacionales, mientras que el Tribunal Mundial continuaba apoyando las nuevas «democracias cooperativas». Las discusiones eran acaloradas, volátiles, a veces hostiles. Importantes, en una palabra, y Maya salía a la arena cada día, no estaba para excursiones a Provenza. Había visitado el sur de Francia en su juventud, dijo, y no tenía demasiado interés en repetir la visita, ni siquiera con Michel.

—¡Dice que ya no quedan playas! —se quejó Michel—. ¡Como si las playas fueran lo importante en Provenza!

A pesar de su insistencia, Maya se negaba. Al fin, unas semanas después, Michel se encogió de hombros y se rindió, sintiéndose desgraciado, y decidió visitar Provenza solo.

El día de su partida, Nirgal lo acompañó a la estación, al final de la calle principal, y agitó la mano hasta que el tren desapareció en la distancia. En el último momento Michel asomó la cabeza por la ventana y saludó a Nirgal con una gran sonrisa. A éste le sorprendió que aquella expresión reemplazara tan deprisa el desaliento por la ausencia de Maya, pero se alegró por su amigo y hasta experimentó un relámpago de envidia. Para él no existía ningún lugar, en ninguno de los dos mundos, que le infundiera tanta alegría.

Cuando el tren desapareció, Nirgal bajó por la Kramgasse seguido por la habitual nube de escoltas y medios de comunicación, y cargó sus dos cuerpos y medio en la subida de los doscientos cincuenta y cuatro peldaños de la escalera de caracol del Monstruo, para mirar al sur y contemplar el Oberland Bernés. Cada vez pasaba más tiempo allí, y solía perderse las primeras reuniones de la tarde. Pero se decía que Sax y Maya bastaban para lidiar con aquello. Los suizos se mostraban tan metódicos como siempre: las reuniones trataban unos temas determinados y empezaban con puntualidad, y si no conseguían seguir la orden del día, no era por culpa de los suizos. Eran iguales a sus compatriotas de Marte, como Jurgen, Max, Priska y Sibilla, con su sentido del orden, de la acción apropiada y bien ejecutada, y adoraban la comodidad y el decoro sin una pizca de sentimentalismo. Era una actitud risible para Coyote, que desdeñaba porque amenazaba la vida; pero viendo los resultados en la elegante ciudad de piedra que se extendía a sus pies, rebosante de flores y de gentes lozanas como flores, Nirgal pensaba que podía decirse algo en su favor. Michel podía regresar a su Provenza, pero Nirgal había carecido de hogar durante demasiado tiempo, ningún lugar había perdurado para él. Su ciudad natal yacía aplastada bajo el casquete polar, su madre había desaparecido sin dejar rastro y los lugares sólo eran lugares, y en todas partes todo estaba en perpetuo cambio. La mutabilidad era su hogar, y contemplando el paisaje suizo no era grato descubrirlo. Deseaba un hogar con algo de esos tejados a dos aguas, esos muros de piedra, que habían permanecido allí, sólidos e inmutables, durante los últimos mil años.

Trató de concentrarse en las reuniones del Tribunal Mundial y en la Bundeshaus suiza. Praxis seguía liderando la actividad frente a la inundación: sabía funcionar eficazmente sin planes previos y ya antes se había convertido en una cooperativa dedicada a ofrecer productos y servicios de primera necesidad, incluyendo el tratamiento de longevidad. De manera que sólo tuvo que acelerar el proceso para tomar la delantera en esa hora de necesidad. Los cuatro viajeros habían visto los resultados en Trinidad; los movimientos locales habían hecho la mayor parte del trabajo, pero Praxis financiaba proyectos de ese tipo por todo el planeta. Se decía que el papel de William Fort había sido decisivo en la respuesta fluida de la «transnac colectiva», como él llamaba a Praxis. Y su metanacional mutante sólo era una más entre las numerosas agencias de servicios que habían empezado a destacar en todo el mundo y se hacían cargo de la tarea de situar a las poblaciones desplazadas y construir o reubicar nuevas estructuras costeras en zonas más elevadas.

Esta red abierta de ayuda a la reconstrucción, sin embargo, topaba con la resistencia de las metanacionales, que se quejaban de que buena parte de su infraestructura, capital y mano de obra estaba siendo nacionalizada, regionalizada, expropiada, abiertamente expoliada. Las disputas eran frecuentes, sobre todo donde ya antes las había, porque la inundación había llegado justo cuando la descomposición mundial y los intentos de reordenamiento habían alcanzado el paroxismo, y aunque lo había alterado todo, esas luchas continuaban, a menudo al amparo de las acciones de emergencia.

Sax Russell era particularmente consciente de ese contexto, pues estaba convencido de que las guerras globales de 2061 no habían conseguido resolver la falta de equidad subyacente en el sistema económico terrano. Con su peculiar estilo insistía en ese punto en todas las reuniones, y Nirgal tuvo la impresión de que se las estaba arreglando para convencer a los oyentes escépticos de la UN y las metanacs de que era necesario adoptar un método similar al de Praxis si querían que la civilización sobreviviera. Como le confesó en privado a Nirgal, no importaba si lo hacían por la civilización o por ellos mismos, no importaba si se limitaban a instaurar un simulacro maquiavélico del programa de Praxis: el efecto sería el mismo a corto plazo, y todos necesitaban la tregua de una colaboración pacífica.

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