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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (9 page)

Y lo consiguieron. Tantos enfrentamientos con todo tipo de obstáculos los había vuelto pacientes e ingeniosos y, alguna vez, cuando las cosas se presentaban demasiado difíciles y era cuestión o de abandonar la roulotte o de exponerse, Alba no dudó en embestir los coches que, por la carretera, les molestaban. Tan sólo una vez tuvieron que renunciar, al encontrarse con dos camiones de los más grandes que habían quedado el uno al lado del otro, en direcciones opuestas, sin que entre ellos o por los lados hubiera espacio suficiente para maniobrar. Por suerte, uno de los camiones iba lleno de tablones, y descargaron unos cuantos para improvisar una especie de puente que permitió a la roulotte bajar a la finca de abajo y volver a salir a la carretera un kilómetro más arriba, donde había un camino.

Y a las siete y media, se hallaban detenidos a las puertas de Barcelona, al principio de la amplia perspectiva de la Diagonal, inmersa en unas tinieblas que no quisieron penetrar más allá de los jardines que precedían a la ciudad universitaria, de cuyo paisaje habían desaparecido todos los edificios altos mientras se conservaban algunos otros, más modestos, que resultaban vagamente visibles al escaso resplandor de una luna escondida tras unas nubes transparentes.

Por ningún lado brillaba la menor luz ni se oía ningún rumor. De la ciudad ascendía un silencio más denso y angustioso que el de los campos o el de los pueblos y aldeas, quizá porque sabían que aquí habían vivido dos o tres millones de personas. Era una especie de quietud que impresionaba.

De pie al lado de la roulotte, Dídac preguntó con voz temerosa:

—¿Qué haremos aquí, Alba? ¿Nos quedaremos? Pero ella tampoco lo sabía, aún.

Y seguía sin saberlo al día siguiente, cuando abandonaron la roulotte y, con el tractor, fueron bajando por la gran avenida bordeada de escombros y con el asfalto cuarteado en más de un lugar, como si la falta de contacto con las gomas de los coches hubiera perjudicado su cohesión normal.

Y poco a poco y rodeados por el mismo silencio tétrico de la víspera, que apenas les había dejado dormir, entraron sin dificultad hasta la plaza del Turó, donde la avenida se estrechaba y las construcciones habían sido más imponentes. Los paseos laterales estaban cubiertos de escombros que se esparcían hasta la calzada central, pese a que las casas, como en Benaura y las demás poblaciones que habían atravesado, debían haberse aplastado sobre sí mismas. Eran demasiado altas, sin embargo, como para que no se produjera un gran esparcimiento de materiales. Por encima de todo ello, las copas de los árboles que no habían resultado arrancados mostraban unas ramas desnudas y secas, como de esqueleto.

La ciudad era una orgía de chatarra, de piedras, de cadáveres sorprendidos en todas las posiciones, de cristales rotos... Todo lo que veían parecía estarles gritando: ¡no viviréis aquí!

Y gracias al tractor, que era capaz de trepar casi por cualquier terreno, si bien con peligro de volcar, penetraron hasta la parte superior del paseo de Gracia donde, quizá porque había habido edificios relativamente más bajos, la entrada del metro era practicable. Bajaron, pero salieron de estampida inmediatamente, ahuyentados por el hedor a descomposición que impregnaba los corredores, en algunos lugares casi repletos de cadáveres. El de la taquillera había caído de frente contra el cristal de su garita, que permanecía indemne.

Fuera, siguieron hasta la plaza de Cataluña, donde los escombros habían respetado el espacio central; multitud de esqueletos con las ropas hechas jirones se sentaban solemnemente en las sillas dispuestas en hileras bajo los árboles muertos o vivos, ya que algunos habían reverdecido.

Fue allí donde Alba contestó definitivamente a la pregunta que Dídac le había hecho la noche antes:

—No, no nos quedaremos.

Y puesto que la pared de escombros, en la embocadura de las Ramblas, era demasiado alta para que el tractor pudiera escalarla, volvieron a subir el paseo, donde se encontraron con la boca de un aparcamiento subterráneo al cual pudieron bajar con el vehículo. Estaba lleno de coches alineados y solamente supieron ver siete u ocho cadáveres, demasiado pocos para que el local oliera a muerte. Además, había una buena ventilación.

Entre los coches descubrieron un jeep de ruedas compactas, y, de pronto, Alba creyó que valdría la pena llevárselo. De modo que Dídac, una vez más, tuvo que entretenerse en restablecer las conexiones del motor y ponerlo en condiciones de funcionar. Lo hizo más aprisa esta vez, y al cabo de dos horas ya volvían hacia donde les esperaba la roulotte.

Y aquel mismo día, sentados cara a la ciudad muerta que se extendía a sus pies como un paisaje apocalíptico, esbozaron el plan de su vida futura. Puesto que no podían vivir allí, debido a que les resultaría difícil procurarse alimentos de unas tiendas en general enterradas bajo montañas de escombros y, por otra parte, les convenía comer cosas frescas, era necesario buscar un lugar donde hubiera tierra cultivable, de riego, pero no tenía que ser muy lejos de Barcelona, ya que Alba se proponía salvar todo aquello que fuera recuperable de las bibliotecas que fueran descubriendo y concentrar los libros en un gran depósito seguro para que sus descendientes pudieran disponer de ellos. Añadió:

—Y nosotros también, Dídac. Hemos de estudiar mucho, ya lo sabes.

—¿Pero podremos hacer todo lo que dices?

—Lo intentaremos.

Y al día siguiente, a primera hora de la tarde, su primer viaje de exploración por los alrededores de la ciudad los llevó hasta el mar. Dídac, que no lo había visto nunca, se quedó inmóvil y con la boca abierta, casi en una actitud de reverencia ante aquella vastedad de agua que, en el horizonte, se unía al cielo; pero Alba, que ya había estado algunas veces en la playa, se quitó los shorts y la camisa y, desnuda, corrió hacia las olas que rompían como de mala gana en la arena, y gritó:

—¡Ven!

Él dijo que no con la cabeza y se sentó, mirándola, mirando el mar. La muchacha se adentró con precaución, nadó veinticinco o treinta metros, se sumergió, volvió a reaparecer y retrocedió hacia la playa. Se echó a reír.

—¡He estado a punto de pescar un pez!

Dídac seguía mirando al mar, mirándola a ella.

—¿Te has quedado mudo?

—No... ¡Es tan hermoso! Y tú también, Alba...

Y, tendiendo la mano, le acarició tiernamente la nalga y el muslo, que chorreaban agua.

Y hasta al cabo de mucho rato, cuando también él ya se había bañado, no se les ocurrió que en toda aquella extensión de arena no había ningún cadáver. Supusieron que, en dos años, se los debía haber llevado algún temporal, o las arenas, ya que era difícil creer que en el momento del desastre, en pleno día, la playa estuviera desierta, sin ningún bañista.

Después, Dídac sacó sus conclusiones:

—También resulta extraño que no se salvara nadie, si había bañistas. Alguno debía nadar bajo el agua. Si esto fue lo que nos salvó a nosotros...

—No lo sabemos, Dídac; es una suposición.

De hecho, sin embargo, ambos estaban convencidos de ello. Y era intrigante, pues, que en ningún lugar hubieran visto a nadie.

Y al cabo de dos días de explorar, ahora siempre con el jeep, que era más manejable, escogieron, no sabían si provisionalmente, unos bancales de tierra de cultivo, donde había habido verduras y hortalizas, en un lugar a caballo entre el Hospitalet y el Prat, como supieron por los indicadores que aún se conservaban. A lo largo de la finca, en uno de cuyos extremos había tres sauces y un eucalipto muy alto, una amplia acequia, que casi parecía un pequeño canal, les aseguraba el agua procedente del Llobregat, y el lugar ofrecía la ventaja de que, a su alrededor, se alzaban grupitos de árboles frutales, muchos de ellos cargados aún de frutos tardíos.

También había una casa, no muy grande y parcialmente derruida, pero no tenían intención de utilizarla. Habían decidido vivir en la roulotte.

Y vieron que, un poco como en el pequeño huerto de la masía, aquí también había plantas que se habían ido reproduciendo espontáneamente al caer sus semillas; pero eran pocas, y dedicaron los días siguientes a localizar algún establecimiento de granos, que forzosamente tenía que existir en aquellas localidades relativamente campesinas.

Pero no encontraron ninguno. En cambio, en otra casa de campo, una construcción casi totalmente de barro que había resistido bien, desenterraron unos cuantos sacos de garbanzos, judías y habas y, en una habitación-despensa, dos jamones en buen estado y unos cuantos embutidos tan secos que era difícil hincarles el diente.

Lo cargaron todo en el jeep, y a la mañana siguiente empezaron a limpiar una buena franja de tierra que sembraron seguidamente, sin preocuparse, tampoco ahora, de si era la estación adecuada. Respetaron, de paso, todas las matas de verduras que encontraron entre la jungla de hierbas silvestres.

Y al terminar, fueron a buscar un camión vacío y provisto de toldo que habían visto en su deambular de un lado para otro y, con el tractor, lo remolcaron hasta la finca para que les sirviera de despensa. Lo limpiaron escrupulosamente, aserraron varias maderas para hacer estanterías y, entonces, se apresuraron a recoger los frutos de los árboles vecinos, que eran casi todos perales y manzanos. También había melocotoneros, pero los melocotones ya habían caído de las ramas y acababan de pudrirse en el suelo. Pudieron aprovechar, en cambio, porque era el momento, la última floración de seis higueras de higos negros, como las que había habido en el huerto de los padres de Alba.

Al dar el trabajo por terminado, porque ya no les cabía nada más en los estantes, tenían fruta suficiente como para comer de ella todo un año sin necesidad de racionarla.

Y entre una cosa y otra, pasó más de un mes antes de que decidieran volver a la ciudad, donde tuvieron que registrar unos cuantos coches antes de que en uno de ellos, curiosamente de matrícula extranjera, hallaran lo que buscaban: una guía que les ayudara a localizar las bibliotecas públicas.

Querían empezar por la de la Universidad, pero allí había habido un derrumbamiento tan masivo que, si bien consiguieron penetrar en el edificio por la parte de los jardines, no pudieron llegar hasta donde estaban los libros. Más afortunados fueron en la Biblioteca de Cataluña, buena parte de la cual quedaba a la intemperie. El desparramamiento de volúmenes era impresionante y, aunque algunos habían protegido a otros, la mayor parte de ellos no eran aprovechables. De todos modos, quedaban aún los suficientes a cubierto como para asegurarse un buen botín. Tendrían trabajo para años.

Y mientras esperaban a que las plantas germinasen bajo tierra y se decidieran a salir, se trasladaron cada día a Barcelona donde, antes de almacenar los libros, fueron efectuando el recorrido por todas las bibliotecas que indicaba la guía; pero el gran descubrimiento lo hicieron, por casualidad, en una librería quizás especializada en publicaciones técnicas, casi todas inmaculadas, como salidas de la imprenta, ya que el techo del establecimiento había resistido con firmeza el impacto de la caída de los pisos de encima. Había también allí, con gran alegría de Alba, una buena cantidad de textos de medicina, muchos de los cuales se llevó a la roulotte, si bien de momento no los podría leer porque de día bastante trabajo tenían y por la noche existía el problema de la luz, al cual hasta entonces habían dedicado poca atención.

Y las plantas ya empezaban a asomar la nariz, quizá favorecidas por un final de otoño y principio de invierno benignos, cuando una mañana entraron el primer cargamento de libros al subterráneo del paseo de Gracia, donde, sin muchos lugares entre los cuales escoger, decidieron reunir todos los volúmenes salvados de la hecatombe. Como no había estanterías y el local estaba lleno de coches, empezaron a apilarlos en el interior de los vehículos. En la parte exterior de los parabrisas pegaban un papel que especificaba el contenido de la «biblioteca».

Y fue por aquellos días cuando, un mediodía, al regresar a casa más pronto que de costumbre, porque llovía, fueron a pasar cerca de donde había un camión cargado de botellas de butano. Al comprobar que muchas estaban llenas, acabaron de desescombrarlo, puesto que estaba medio cubierto de cascotes y, con el jeep, hicieron tres viajes para llevárselas todas. Ahora les faltaba un quinqué y una estufa, y no pararon hasta que en la misma ciudad del Hospitalet encontraron una tienda donde las había de muchas marcas, y también cocinas, neveras y lavadoras. Pero estas dos últimas eran eléctricas y no les servían. Cogieron, pues, lo que andaban buscando, el quinqué, la estufa, una cocina y un montón de tubos de goma que Alba ya sabía cómo funcionaban, porque en su casa habían utilizado butano. Aquel día, al volver a la roulotte, se sentían bien preparados para enfrentarse al invierno y a todo lo que pudiera pasar. De un solo golpe habían solucionado dos problemas importantes: calefacción y luz.

Y no les desanimó en absoluto el que, de hecho, casi no consiguieran nada del huerto pese a la primera promesa de las plantas. De momento, la comida no les preocupaba. A las frutas y a las conservas, si bien de estas últimas muchas salían deterioradas, podían añadir aquel par de jamones ahora colgados del techo del camióndespensa, y muchas otras cosas que les proporcionaban sus viajes de exploración. Por aquel entonces disponían de aceite, de vino, de sal, de pastas, de arroz, y de una buena cantidad de productos del cerdo. Algunos de éstos, sin embargo, estaban rancios, y otros, como las moscas debían defecar sobre ellos, estaban picados. También estaban las judías, los garbanzos y las habas. No se morirían de hambre.

Y poco a poco, superado el traumatismo de aquella tragedia que los había dejado solos, fueron dándose cuenta de que, en cierta manera, eran felices. Los dos congeniaban mucho, y llevaban una vida demasiado activa como para que les quedara tiempo de pensar sobre el pasado, el cual, ahora, tan lejos de los lugares familiares, tendía a borrarse. Sólo de tarde en tarde tenían el uno o el otro un momento de melancolía, y para estas recaídas siempre estaba el compañero que reconfortaba al apesadumbrado con su sola presencia. Por eso, a veces, se decían, se repetían:

—¡Fue una suerte que quedáramos los dos!

Y se abrazaban, se besaban, con un sentimiento amistoso de bienestar que quizá, sin saberlo ellos, empezaba a hacerse amoroso. Dídac, a sus once años, ya tenía la apariencia de un apuesto adolescente, y a Alba le parecía que, desde aquel día en la playa, ya la veía como a una mujer.

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