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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (13 page)

Desde luego, si algo quería evitar Eslava era la llegada del enemigo a las puertas de la plaza. Quería evitarlo por todos los medios. Precisamente, esa y no otra era la razón por la que se había situado del lado de Desnaux cuando este propuso resistir y no entregar Bocachica a los ingleses.

De manera que, siendo coherentes con esa decisión, tenía que hacer caso a Lezo y disponerlo todo para combatir en tierra con la infantería.

—De acuerdo —concluyó Eslava tras un rato en silencio—. Creo que algo de razón no le falta, Lezo. No podemos permitir que los ingleses campen a sus anchas por nuestras tierras. Si lo hacemos, dejaremos que se hagan fuertes y que asienten posiciones antes del ataque final a la plaza. Y eso es algo que no podemos permitir.

Lezo no sonrió. Pero arqueó las cejas de tal forma, que el rostro se le iluminó.

Seguía siendo partidario de retirarse al San Felipe con todos los hombres y toda la munición disponible, pero, ya que algo así no era posible, prefería la acción a la quietud. Hostigar a los ingleses antes que dejarlos en paz. Causarles bajas, ponerles nerviosos, impedir que pensaran con claridad. En aquella situación, hacer algo suponía mucho más que no hacer nada. Al menos, si tenían que morir, que fuera con la dignidad de los que se han defendido, con uñas y clientes, hasta el final.

* * *

Eslava no dudó en atribuirse la idea de emprender acciones de acoso a las tropas inglesas desembarcadas. Junto a Lezo, regresó al fuerte de San Luis y se reunió con Desnaux y tres de sus capitanes. Les explicó con detenimiento lo que tenían que hacer e hinchó el pecho como un pavo real. Miraba con ojillos estúpidos a los militares sucios y cansados que llevaban dos días completos sin dormir cuatro horas seguidas.

—Hay que enviar patrullas y hostigar a esos cabrones. Para que sepan de verdad a quién se enfrentan —añadió en vista de que allí nadie le daba réplica.

Desnaux estaba prácticamente agotado. Tenía varias heridas no demasiado graves en los brazos y una quemadura en el costado. A pesar de que se había limpiado el rostro cuando supo que Eslava regresaba al fuerte, su aspecto era bastante lamentable. Sin embargo, sacó fuerzas de donde no había nada y expuso su punto de vista al respecto:

—No creo que debamos enviar tropas a ningún lugar, señor. Lo que necesitamos es reforzar la defensa del San Luis. Necesito más hombres y más munición. Envíemelas y sabremos arreglárnoslas aquí.

—Bien, bien —esquivó la petición Eslava—. Los suministros están en camino, no se preocupe. Pero es importante que adoptemos una estrategia más audaz que evite que los ingleses nos acorralen.

—¡No nos van a acorralar, señor! —repuso, malhumorado, Desnaux—. Todas nuestras baterías se hallan operativas y disparando sin descanso. Sabremos cómo mantenerlos a raya.

—No lo dudo, coronel, no lo dudo —dijo Eslava, conciliador. Confiaba en Desnaux y no deseaba que su ánimo decayera. Pero, mal que le pesara, los planes propuestos por Lezo tenían bastante sentido—. Y quiero que en todo momento en el San Luis se luche sin cuartel. Como hasta ahora se ha hecho. Estoy muy satisfecho por ello. Muy satisfecho. Pero los ingleses han desembarcado tropas y eso es algo que me preocupa sobremanera. Si logran avanzar por tierra, estaremos perdidos. Son muchos más que nosotros y la inmensa mayoría de sus tropas aún no han entrado en combate. Vernon puede estar refrescando sus filas durante un mes, si fuera necesario. Nosotros, coronel, no.

—¿Debo, por ello, enviar a mis hombres a una muerte segura?

—¡Desde luego que no! No quiero que esto se convierta en una aventura sin sentido. Ni que parezca que actúo por desesperación. Pero Lezo me ha hecho ver que debemos pararles los pies antes de que sea demasiado tarde.

La mirada que, en ese momento, Desnaux dirigió a Lezo casi funde los herrajes de las lámparas con las que se iluminaba la estancia.

Lezo ni siquiera se dio por aludido. Su único ojo estaba fijado en un punto indeterminado entre los hombres que hablaban y el techo de la habitación. No parecía feliz, pero tampoco afectado. En realidad, simplemente daba la impresión de que no estaba allí.

—Así que vamos a organizar varias patrullas y las enviaremos al manglar. Que investiguen las evoluciones de los ingleses y que los ataquen si hallan la posibilidad de hacerlo. Golpear y huir. ¡Por Dios, esta es nuestra casa! Nuestros hombres conocen cada palmo de un terreno que para los ingleses resulta desconocido.

—Golpear y huir —repitió con voz cansada Desnaux.

—¡Exacto! Veo que lo ha comprendido perfectamente. Ahora, organicemos las patrullas.

* * *

El virrey salió a cielo abierto y se puso a formar patrullas él mismo. Vio los galones de capitán en el uniforme de Agresot, que pasaba por allí y que ni siquiera estaba combatiendo en las baterías, y lo eligió para mandar una de ellas. Ni siquiera le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo. Si quería o Desnaux lo tenía ocupado en otras tareas. Lo eligió, le dijo que buscara treinta hombres, que los armara y que emprendiera rumbo a Tierra Bomba. A matar tantos ingleses como pudiera.

—Pero, señor —objetó muy ligeramente Agresot—, la noche está a punto de echársenos encima.

—¡Mejor! —arguyó el virrey—. Así los tomaréis por sorpresa.

Una patrulla le pareció poca cosa a Eslava. Cuando él organizaba algo, lo hacía como es debido. Treinta hombres y un capitán resultan insuficientes cuando se puede enviar a sesenta hombres y dos capitanes. O a noventa hombres y tres capitanes. La necedad no pocas veces provoca euforia.

Eslava se movía demasiado y, a cielo abierto y con metralla cayendo cada media hora desde los morteros ingleses, eso no era una buena idea. En cualquier momento, un trozo de hierro podría arrancarle la cabeza y descoronar la autoridad de la plaza y del virreinato. Varios oficiales miraron, preocupados, a Desnaux que, ya más harto que cansado, procedió a tomar el relevo a Eslava con la intención de aligerar el procedimiento.

—Si me lo permite, señor —dijo—, el capitán Pedrol es el oficial adecuado para dirigir la otra patrulla.

¿La otra patrulla? Él pensaba, más bien, en dos patrullas más. Tres, en total. Un centenar de hombres sobre el terreno. Menos, habría resultado propio de cobardes.

—Con dos patrullas de momento, creo que podría ser suficiente —probó suerte Desnaux—. Agresot y Pedrol son buenos capitanes y sabrán elegir los hombres adecuados. Con ellos en el manglar, los ingleses van a verse en problemas, no lo dude.

Desnaux quería recortar sus planes. Había intentado que la orden quedara sin efecto pero, al ver que no podría conseguirlo, trataba de perder el menor número posible de hombres.

Lo cual, bien pensado, no podía reprochárselo. A fin de cuentas, Desnaux estaba al mando de la fortificación, su objetivo era defenderla contra viento y marea y para defenderla necesitaba hombres. Todos los hombres disponibles y los que pudieran ser enviados desde la plaza.

Era un buen militar Desnaux. Hacía lo que debía y lo hacía con absoluta entrega. Pertenecía al tipo de oficiales que a él le agradaban: duros, primarios, obstinados, firmes. De acuerdo, le daría una salida honrosa. Dos patrullas bastaban. Capitanes Agresot y Pedrol, cada uno por un lado. Que rodearan a los ingleses, les atacaran por sorpresa y mataran tantos como pudieran.

* * *

Comenzaba a anochecer cuando el capitán Miguel Pedrol se acercó al campamento de los ingleses en Tierra Bomba. A uno de ellos, porque ya habían comprobado que la estrategia seguida por los ingleses no pasaba por desbrozar una gran área de espesura y asentar en ella todos los efectivos, sino por abrir pequeños claros e ir situando en ellos reducidos grupos de hombres, víveres y armamento.

Lo cual facilitaba enormemente su tarea, pues en ningún momento tendrían que enfrentarse a más de cien o ciento cincuenta casacas rojas. Se acercarían con sigilo, descargarían sus mosquetes al bulto y desaparecerían en la espesura. Una estrategia no demasiado elaborada, pero eficaz cuando todo lo que te rodea es vegetación cerrada.

La luz menguaba a toda prisa y Pedrol decidió atacar. Albergaba la esperanza de no toparse con demasiados problemas para, así, regresar al fuerte con la dotación intacta. De manera que tenía que golpear a los ingleses siempre con toda la ventaja a su favor.

Eligió un campamento que consideró algo alejado de los demás. No estaba cerca del lugar en el que se disponían los morteros que disparaban contra la fortificación y, a buen seguro, se trataba sólo de tropas de refresco que aguardaban órdenes. Soldados muy jóvenes la mayoría de ellos y, en consecuencia, con una más que probable falta de experiencia en el combate real.

Ocultos en la maleza, Pedrol y dos de sus hombres se adelantaron al resto de la patrulla para observar de cerca el objetivo. El sol se ocultaba a sus espaldas y arrojaba sobre los ingleses una luz plana y espectral. Contaron cincuenta hombres. Vieron dos cañones desmontados con las cureñas de madera apiladas una sobre la otra. Sólo tres o cuatro soldados tenían a mano su mosquete, mientras que el resto se hallaba completamente desarmado. Sin duda, ni siquiera consideraban la posibilidad de ser atacados por sorpresa.

Los casacas rojas se reunían en varios corros y hablaban entre sí en tono desenfadado. Un poco más allá, varios bultos se alineaban en el linde del claro abierto a machetazos. Hombres dormidos, sin duda.

Pedrol hizo una señal y el resto de la patrulla camino, agachándose cada hombre para no ser descubierto, hacia el lugar en el que se hallaba el capitán. Llevaban los mosquetes cargados y sólo pensaban disparar una vez. Esa había sido la orden de Pedrol: tres filas de a diez hombres y tres turnos de disparo. Sencillo y eficaz.

Cualquiera que disparara con un mosquete sabía de la poca precisión de esta arma. Si a plena luz del día y en campo abierto ya era difícil apuntar, con el sol ocultándose tras el horizonte y rodeados de maleza por todas partes las posibilidades de hacer blanco se reducían drásticamente. Por eso, Pedrol no fue demasiado exigente a la hora de dar la orden:

—Apuntad a los grupos de tres o más hombres. Alguno caerá.

Eso hicieron. Pedrol dio la señal y la primera fila se puso en pie. Apuntaron y abrieron fuego. Después, se echaron hacia atrás mientras su lugar lo ocupaba una segunda fila de tiradores. Apuntaron y abrieron fuego. Y, por fin, la tercera hilera de hombres.

Cuando los ingleses quisieron darse cuenta de lo que les estaba sucediendo, tenían a seis de los suyos muertos y a más de diez heridos. Ni siquiera trataron de alcanzar sus armas: se limitaron a correr para ponerse a salvo en la espesura. Un rato después, regresaron, todavía temerosos de que un nuevo ataque les causara más bajas, pero no había enemigo a la vista.

* * *

Era ya noche cerrada cuando la patrulla de Pedrol se topó con la de Agresot y casi se pasan a bayoneta los unos a los otros al confundirse con casacas rojas. Por suerte, Agresot oyó que uno de los hombres frente a él en la oscuridad se dirigía a otro en español y mandó bajar los mosquetes.

—Maldita sea mi vida, Pedrol. Por poco nos matáis de un susto y les hacéis el trabajo a los ingleses —dijo.

La luna estaba casi llena y dejaba caer sobre Tierra Bomba una luz lechosa que permitía distinguir cuerpos y hasta rostros. Pedrol ordenó a tres soldados que se separaran un poco del grupo y montaran guardia.

—¿Alguna novedad? —preguntó Agresot.

—Hace más o menos una hora, dimos con un campamento de casacas rojas —respondió Pedrol—. Lo cierto es que no resultó nada complicado. Abrimos fuego y nos largamos de allí. Creo que cayeron varios.

—Nosotros también hemos abierto fuego. Contamos al menos cinco bajas.

—No puedo creer que esté siendo tan sencillo. Tan fácil. Llegamos, abrimos fuego y huimos. ¿Por qué no se defienden?

—No nos esperaban, Pedrol, eso es todo. Te aseguro que mañana las cosas no serán tan sencillas.

Pedrol y Agresot conversaban en la oscuridad, muy cerca el uno del otro para no tener que levantar demasiado la voz.

—¿Visteis algo raro? —preguntó Pedrol—. Cuando atacabais a los ingleses, quiero decir…

—¿Raro? —se extrañó Agresot.

—Sí, raro. Inusual, fuera de lugar.

—No sabría decirte… Fue todo tan rápido…

—Cuando nosotros atacamos el campamento de los casacas rojas, vi a varios hombres tendidos en el suelo. En ese momento no le di importancia, pero ahora he tenido tiempo para pensar en ello.

—¿Y?

—No lo sé, pero no encajaban en el grupo. Piénsalo: un montón de hombres jóvenes y bien pertrechados toman tierra tras semanas y semanas embarcados. ¿Te echarías a dormir a la primera oportunidad?

—Supongo que no.

—Es más, si fueras el oficial al mando, ¿permitirías que tus hombres durmieran siendo aún de día? —No, claro que no. Pero no entiendo… —Creo que aquellos hombres no estaban dormidos. —¿Muertos?

—No, eso tampoco. Vi cómo se movían. Incluso creo recordar que alguien le ofrecía un poco de agua a uno de ellos.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres decir?

—Que aquellos hombres estaban enfermos.

Agresot se quedó pensativo durante un instante. Miró hacia el suelo, se rascó la nuca con su mano derecha y volvió a mirar a Pedrol.

—No estoy demasiado seguro y no pondría la mano en el fuego por ello, pero, ahora que lo mencionas, en el campamento que atacamos también había hombres tumbados sobre lechos de maleza.

Los dos capitanes permanecieron en silencio mientras el manglar les devolvía mil sonidos distintos. Hacía calor, pero el calor de Cartagena era algo a lo que ya estaban acostumbrados.

Un mosquito pasó cerca del rostro de Pedrol. Al escuchar su zumbido, lanzó instintivamente un manotazo al aire y lo ahuyentó.

—Mosquitos —dijo Agresot.

—Sí. Mosquitos.

CAPÍTULO 8

27 de marzo de 1741

Habían transcurrido cinco días desde el desembarco y en Tierra Bomba luchaban dos mil ingleses contra sesenta españoles y un millón de mosquitos de la fiebre amarilla. Un millón de mosquitos dispuestos a liquidar, de forma limpia y eficaz, no ya a los dos mil ingleses desembarcados, sino a la flota invasora al completo.

Ese y no otro era el principal obstáculo al que se enfrentaba Vernon. Y Vernon lo sabía. Los españoles, a fin de cuentas, constituían un problema menor: tarde o temprano, la infinita superioridad inglesa terminaría por aplastarlos sin piedad; era una cuestión de tiempo, más que de estrategia militar. Pero contra los mosquitos no podía luchar nadie. Nadie, ni siquiera él, el almirante Vernon al frente de la mayor flota jamás soñada.

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