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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (14 page)

El niño se los sabía de memoria, no necesitaba hacer ningún esfuerzo para repetirlos de carrerilla; solo tenía que olvidarse del dolor. Cuando finalizó, su madre le retiró los alfileres uno a uno con la misma diligencia con la que se los había clavado. Después, le llevó al servicio y curó con cierto cuidado, pero sin remordimiento alguno, las pequeñas heridas.

Durante los meses siguientes, su madre repitió aquella práctica cada vez que consideraba que su hijo estaba violando uno de los Diez Mandamientos. Sin embargo, la «terapia», lejos de causar el efecto previsto por Mercedes, no hacía sino alimentar la rebeldía del niño. En cierta ocasión, ya durante las últimas semanas en las que vivió con su madre, a Gabriel se le ocurrió llamarla «bruja». Ella reaccionó con frialdad; le dio una bofetada que le hizo entender la expresión «te vuelvo la cara». Luego sacó los alfileres —esta vez se los clavó hasta las bolas de colores— sin que se hubieran borrado las huellas de la sesión anterior. Mientras, repetía una y otra vez: «Honrarás a tu padre y a tu madre». El desenlace no tardó en producirse, llegó otro domingo, cuando Gabriel supo aprovechar su ausencia para hacer pagar a Napoleón y Josefina —la pareja de canarios de su madre— con la misma moneda en forma de alfileres. Las vecinas intervinieron alertando a la policía cuando los gritos de aquella voz infantil se hicieron desgarradores. Aquel día fue la última vez que vio a su madre.

Augusto cerró el grifo, abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba llorando; sin emitir sonido alguno, como ella le había enseñado. Él nunca lloraba, no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Fue entonces cuando decidió que tenía que ponerle solución inmediata. Sabía bien cuál era el camino a seguir. En cuanto terminó de vestirse, bajó tan decidido como apresurado al despacho de su padre, que había permanecido cerrado e intacto desde su muerte. Estaba en la planta baja, la primera estancia a la derecha según se entraba por la puerta principal. Su padre acostumbraba a recibir a gente en casa y lo ubicó allí para ahorrarse tener que subir sus casi cien kilos escaleras arriba. Abrió la puerta con la misma cautela con la que se colaba cuando era un niño y entró. Las persianas no estaban bajadas del todo, y la luz del amanecer aprovechaba para colarse tímidamente tiñendo la sala de tonos añiles y violáceos. El olor a cuero, a papel envejecido y a madera se mezclaba con la falta de aire renovado. Si la cultura tuviera alguna esencia, sería esa.

Frente a él, la solemne mesa de despacho hecha de madera noble color caoba y corte clásico. La rodeó para sentarse en la butaca donde solía trabajar su padre; de estilo inglés, toda de piel, en tono ocre y con respaldo de capitoné hecho a mano. Sobre el tablero, tres protectores rectangulares de cuero negro. Algunas tardes, aprovechando la ausencia de su padre y la desidia de su madre, entraba en el despacho y se sentaba allí mismo imaginándose que, algún día, tendría uno igual. A la izquierda, estaba el ordenador personal. Lo encendió y, mientras esperaba, levantó la mirada hacia la librería que ocupaba toda la pared derecha de la estancia. Fabricada con la misma madera que la mesa, estaba repleta de cientos de libros perfectamente colocados, entre los que se alternaban bustos de grandes emperadores romanos objeto de culto y admiración por parte de su padre adoptivo. Reconoció enseguida los de Adriano, Marco Aurelio, Trajano, Tito Livio, Tiberio y, por supuesto, el de Octavio Augusto, primer emperador de Roma e hijo adoptivo de Julio César. Precisamente, fue en aquel nombre en el que su padre se había inspirado para borrar el pasado de Gabriel y completar su propio presente. En ese momento, sentado en la butaca, sonrió al recordar a su padre hablándole mientras sostenía con la mano el busto del primer y más grande emperador de Roma. Augusto tenía cientos de citas latinas grabadas a fuego de tanto escuchárselas a su padre, que insistía machaconamente en la obligación moral de los españoles —como uno de los pueblos herederos de Roma— de mantener vivo el idioma del que se amamantó el castellano. Luego, siempre terminaba la frase adornándola con la misma cita: «Ya lo dijo Cayo Julio César:
Beati hispani quibus vivere bibere est
»
[22]
. Así fue como don Octavio Ledesma se ganó el sobrenombre de Emperador, como le conocían en el entorno político.

Augusto se levantó para echar un vistazo más de cerca a aquellos libros. Todavía se podían distinguir perfectamente las distintas secciones, bien separadas y señalizadas por temas: Enciclopedias y Diccionarios, Historia, Filosofía, Derecho, Novela clásica, Novela histórica y Poesía.

En su sitio de siempre, estaban los libros que habían marcado a Augusto durante su formación clásica:
La Odisea
y
La Ilíada
, de Homero;
El Decamerón
, de Boccaccio;
La divina comedia
, de Dante Alighieri;
El Príncipe
, de Maquiavelo;
Elogio de la locura
, de Erasmo de Rotterdam;
Utopía
, de Tomás Moro;
Hamlet
y
Macbeth
, de Shakespeare;
El Quijote
, de Cervantes;
El avaro
y
Tartufo
, de Molière;
Fausto
, de Goethe;
Guerra y paz
, de Tolstoi;
Hambre
, de Knut Hamsun, o
Crimen y castigo
, de Dostoievski. Todos ellos y muchos más engullidos durante sus años de aislamiento. Amaba aquellas obras.

Cuando llegó al lomo de
Ulysses
, de James Joyce, detuvo su periplo visual para sacarlo de la estantería. Era un libro único, muy especial para Augusto. Al cumplir los diecisiete años, su padre adoptivo se lo dejó encima de la cama con una nota que todavía tenía guardada y que decía: «Si consigues digerir este libro, sabrás cómo se comporta el ser humano y estarás preparado para dirigir tu vida». Estaba escrito en inglés y, aunque tenía un buen nivel en ese idioma gracias a las clases particulares que recibía en casa desde los diez años, la primera vez le costó varios meses terminarlo. Sabía que Joyce estaba considerado como uno de los escritores más importantes del siglo
XX
, creador del lenguaje literario moderno, inventor de nuevos estilos que marcaron tendencias y sublime retratista de la realidad humana a través de sus personajes singulares, pero era mucho más que todo eso para Augusto. Le consideraba su padre literario. Hojeó algunas páginas recordando algunos de los pasajes que más le habían marcado.


Dira necessitas
[23]
. Otro día, amigo, hoy no dispongo del tiempo que te mereces. Ya sabes que tengo pendiente ir a verte —le prometió al libro volviéndolo a dejar en su sitio con sumo cuidado.

Reemprendió su recorrido por las estanterías hasta llegar a la sección de poesía, que era de las más visitadas por Augusto. Reconoció al instante la selección de autores de la generación del 27 que guardaba su padre: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y sus predilectos: Federico García Lorca y Miguel Hernández, de los que poseía su obra completa. Mientras hacía la ruta por las estanterías, rozaba con los dedos algunos de los libros que tantas y tantas veces había leído por recomendación de su padre:
Canciones, Romancero gitano, Poemas del cante jondo, El rayo que no cesa, Viento del pueblo
… ¡Tantos! De todas esas obras, Augusto había memorizado los versos que más le impactaron, pero solo se aprendió de memoria un poema completo que le estremecía cada vez que lo leía o recitaba para sí:
Elegía a Ramón Sijé
. En el centro de la biblioteca, destacaba un apartado con llave que siempre había permanecido cerrado y que, de pequeño, le gustaba pensar que era donde su padre guardaba terribles secretos que nunca deberían ser desvelados a la humanidad. No mientras no estuviera del todo preparada.

Volvió a la mesa y se sentó frente al ordenador, que ya mostraba ese escritorio de Windows que tanto odiaba. Pinchó en
Inicio, Buscar, Archivos o carpetas
y tecleó la palabra «adopción». Esperó unos segundos hasta que apareció una carpeta con ese mismo nombre. Hizo doble clic y se sumergió en toda aquella documentación en busca de algún expediente que saciara su hambre de información.

Transcurrieron veinte minutos durante los que no encontró nada interesante. Se trataba, en su mayoría, de documentos posteriores a la incorporación de Augusto a la familia Ledesma Alonso. Ningún número de expediente o informe anterior del proceso, nada. Algo frustrado, empezó a revisar las notas que había ido cogiendo sobre fechas y datos que podrían resultar de interés. De entre todas ellas, hubo una que llamó especialmente su atención: la fecha de una carta escrita por su padre a la Gerencia de Servicios Sociales de Castilla y León en la que manifestaba su interés y el de su esposa por iniciar los trámites de adopción nacional. Diecisiete de mayo de 1985. Es decir, apenas dos meses después de cumplir los siete años, la edad a la que fue adoptado.

—No puede ser.

Aquello significaba que su padre había conseguido la adopción en solo unos meses. De haber seguido los cauces habituales, el proceso se habría dilatado más en el tiempo. Mucho más de lo que el Emperador estaba dispuesto a esperar.

—Muy propio del señor delegado del Gobierno, utilizar su cargo político para acelerar los trámites —se dijo orgulloso.

Entonces, Augusto supo que no conseguiría nada de lo que estaba buscando en el equipo informático de su padre, ya que él nunca habría dejado constancia electrónica del proceso. No obstante, también estaba seguro de que el Emperador habría requerido multitud de informes y antecedentes antes de tomar la decisión; de eso, no le cabía duda alguna. Tenía que encontrar los documentos físicos.

Empezó revisando los seis cajones del escritorio. Vació todos encima de la mesa y examinó cada papel a conciencia. Nada. Volvió a colocar todo en su sitio, y abrió los otros tres que formaban parte del tablero. Material de oficina, bolígrafos, plumas, folios en blanco, tarjetas. Nada. Airado, cerró con fuerza el cajón y clavó su mirada en el apartado de la librería cerrado con llave. Tardó algunos segundos en decidirse. Cogió un abrecartas que había sobre la mesa y se levantó con el convencimiento de que encontraría esos documentos. Metió el abrecartas en el espacio que dejaban la cerradura y la moldura del mueble y, haciendo palanca, lo abrió. Tan sencillo como eficaz, solo dejó una pequeña marca en la madera.

En su interior, encontró varias carpetas. Cogió todas con el ansia de un ave carroñera hambrienta y las colocó encima de la mesa. Tardó poco en dar con la que estaba buscando, tenía que ser la de color marrón con gomas en la que estaba escrito «Augusto».

Abrió la carpeta y comenzó a revisar documentos:
Certificado de idoneidad de Octavio Ledesma Gallego y Ángela Alonso del Campo, Expediente de adopción familia Ledesma Alonso, Informe médico de Gabriel García Mateo, Informe psicológico de Gabriel García Mateo
. Allí estaba todo lo que necesitaba saber.


Veritas filia temporis
[24]
, ¿verdad que sí,
Imperator
?

Decidió empezar por el expediente de adopción, en el que pensaba que podría encontrar la información que buscaba sobre su madre. No se equivocaba.

Estaba fechado el 26 de diciembre de 1985, y sellado por la Gerencia de Servicios Sociales de Castilla y León. El documento otorgaba la adopción plena a favor de sus padres adoptivos de un niño varón nacido el 22 de marzo de 1978, de nombre Gabriel García Mateo, hijo de Santiago García Morán y Mercedes Mateo Ramírez.

—Mercedes Mateo Ramírez. Ya te tengo, bruja —sentenció Augusto dejando caer su puño con fuerza encima del informe.

Pasó unas cuantas hojas hasta que se detuvo en el apartado de antecedentes, firmado por el Juzgado de Instrucción N.º 4 de Valladolid el 17 de septiembre de 1984. Augusto leyó en alto el texto que estaba subrayado con lápiz:

Habiendo sido confirmados los malos tratos sufridos de forma continuada por el menor en el informe médico que se adjunta en el Anexo n.º 3, y habiéndose probado la autoría de los mismos en la persona de su madre natural, Mercedes Mateo Ramírez, certificada su incapacidad en el informe psicológico adjunto en el Anexo n.º 4 y probado el abandono del hogar del padre Santiago García Morán, se resuelve retirar la custodia y patria potestad de la madre con efecto inmediato. El menor ingresará en un centro de acogida hasta que se nombre un guardador o sea reclamado en adopción por otra familia.

Algo más calmado, Augusto buscó el Anexo n.º 3 y leyó el párrafo que también estaba subrayado.

El menor, de seis años de edad, presenta múltiples heridas en las manos, localizadas en su mayoría entre los nudillos y en las palmas. Se aprecian daños en los nervios cubital, radial y mediano que han provocado agarrotamiento y pérdida parcial de movilidad en ambas manos. Las lesiones están originadas por la repetida incisión de objetos punzantes tales como alfileres.

Augusto se miró las manos y recordó entonces que su madre adoptiva le había comentado en alguna ocasión que no pudo recuperar la movilidad total de los dedos sino hasta los diez años de edad, y que fue gracias a que su padre no había escatimado recursos en la rehabilitación. Nunca hablaron de las causas, ese asunto era considerado tabú. Con el tiempo, desapareció todo rastro físico de aquellas lesiones, pero todavía podía sentir el dolor de cada pinchazo en sus sueños. Respiró profundamente y buscó el Anexo n.º 4.

La paciente, Mercedes Mateo Ramírez, presenta claros síntomas de padecer un trastorno crónico en la percepción de la realidad. Reconoce haber clavado alfileres a su hijo en repetidas ocasiones con el pretexto de educarle en la fe cristiana y hacerle ver la diferencia entre el bien y el mal. Se aprecia en la paciente el deseo de hacer pagar a su hijo Gabriel por la muerte de su hermano gemelo tras el parto. No muestra arrepentimiento alguno de sus acciones, y no es consciente del daño causado. Se recomienda internarla en un centro psiquiátrico con el objeto de tratar una posible esquizofrenia paranoide.

—Solo espero que aún estés viva, mamá —masculló mascando odio al tiempo que cerraba el informe.

Se sentó en la butaca de su padre y continuó leyendo toda la documentación. Cuando terminó, ya era mediodía; recogió todo antes de salir del despacho de su padre y subir de nuevo al suyo.

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