Read Memorias de un cortesano de 1815 Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Memorias de un cortesano de 1815 (11 page)

Y daban muy buenas limosnas; vaya… Me lo contó Juana la Naranjera.

- XIII -

—¿Con que le conviene a Vd. —me dijo el Duque afectuosamente— la Real Caja de Amortización?

—Si el mejor servicio del Rey me lleva a esa dirección —repuse— ¿por qué no?

—Ya convine con D. Agapito Ugarte, que es Vd. el único hombre a propósito para tal puesto.

—Gracias, muchísimas gracias, señor duque. Es Usted tan bondadoso… Sí, D. Antonio tiene mucho empeño en que yo dirija la Caja de Amortización. Esa serie de juros de 1803, que andan por ahí, sin que nadie los quiera, necesitan una mano cariñosa que les dé colocación con preferencia a los que ahora tienen el turno.

—Perfectamente —dijo satisfecho de mi perspicacia—. Esos pobres juros no valen dos reales hoy; pero para todo hay remedio…

—Para todo, señor duque.

—Los únicos poseedores de ese papel somos Ugarte, yo… y otra persona.

—Comprendido.

—Hicimos la tontería de adquirirlos al dos…

—¡Oh!, no me cuente Vuecencia la historia. Si fui yo el encargado de comprarlos. Se compraron con intención de asimilarlos a los demás juros. D. Antonio y yo hemos hablado largamente del asunto, y es cosa arreglada, habiendo una mano enérgica en la administración.

—Muy bien —dijo Su Excelencia regocijado de mis procedimientos ejecutivos—. Pero harto sabe Vd., Pipaón, que esa mano enérgica (ya hemos convenido que será la de Vd.), que esa mano enérgica, repito, no podrá extender sus dedos de hierro, mientras sea ministro de Hacienda el Sr. D. Juan Pérez Villamil.

—Por de contado. Mas en Madrid todos dan por muerto a Villamil.

—De eso se trata —afirmó preocupado—. Pero no es tan fácil como parece, por más que diga el Sr. Collado… ya Vd. le oyó… Villamil está apoyado por Ceballos, el cual tiene muy buenos asideros.

—Mas es tan deplorable la política de este señor, que no sería difícil dar con él en tierra… digo, me parece a mí.

—Vaya si es deplorable. Todo el reino está alarmado ante las amenazas de los liberales —dijo el duque mostrando mucho su celo por el bien público—. Las conspiraciones crecen.

—Y cómo no han de crecer, si ha desaparecido el coco de las comisiones de Estado, si hasta se han prohibido las denominaciones de
liberales
y
serviles
; si se ha mandado que en el término de seis meses queden falladas todas las causas por opiniones políticas.

—Así no hay gobierno posible; es lo que yo digo. Así volvemos a los tumultos de la Constitución, al democratismo, al desorden de los papeles periódicos, de los clubs y de los cafés discursantes.

—Y se conspira, se conspira. Ya se lo demostraremos a Su Majestad.

—Si es inconcebible que no lo comprenda. ¡Qué falta nos hace ahora el bailío Tattischief! Ya podía haber dejado su viaje a París para mejor ocasión. ¿Y el Sr. de Ugarte cuándo viene de Guadalajara?

—De mañana a pasado. Por no poder hacerlo hoy me escribió para que, de acuerdo con Vuecencia, estuviese a la mira del sucesor de Villamil en caso de que éste caiga.

—¡Oh!, no hay duda en eso —afirmó el duque con resolución—. El nuevo ministro de Hacienda será D. Felipe González Vallejo.

—Así lo espera D. Antonio.

—Y así será. Si es el candidato del infante D. Antonio, que hace tiempo bebe los vientos por darle la cartera…

—Y en verdad, no hay hombre más a propósito —indiqué yo—. Vallejo no será tan reglamentario como ese testarudo
alcalde de Móstoles
, que no perdona un número ni una letra, y abruma a todos los empleados con su nimiedad escrupulosa. De todo quiere enterarse, y ha de meter su hocico en los asuntos más insignificantes.

—¡Una calamidad! —exclamó Alagón con cierta somnolencia, arrellanándose en su sillón—. Dicen por ahí que Vallejo no sirve para el ministerio de Hacienda, porque ha derrochado su fortuna y la de su mujer.

—Y que administró detestablemente la fábrica de paños de Guadalajara.

—Y que es un ignorante aturdido. Digan lo que quieran, para ser ministro de Hacienda no se necesita ser una lumbrera, ¿no es verdad, Pipaón? Cobrar lo que le dan, entregar lo que le piden… Cuando no lo hay, ellos no lo han de sacar de las piedras…

—Y para echar contribuciones no se necesita ser un Séneca; ¿no es verdad, señor duque?…

—Si al menos lograran satisfacer las atenciones más sagradas… pero es calamitoso lo que pasa. El Tesoro privativo del Rey, aquel del que libremente y a su antojo dispone Su Majestad, no toma del Tesoro público todo lo que debiera tomar, porque las arcas están casi siempre vacías. Verdad es que los directores de loterías y otros empleados de Hacienda regalan a Su Majestad, bajo el pretexto de ahorros, grandes sumas, que si no…

—Aun así, este año van depositados en el Banco de Londres algunos milloncejos —dije con malicia.

—Poca cosa… —repuso con desdén el duque—. Gracias a que Su Majestad vive hoy con mucha economía… Ya sabe Vd. que ha dispuesto suprimir el regalo que antes se hacía a la servidumbre a fin de año.

—Sí, toda la ropa blanca usada por las reales personas.

—Además ha suprimido mil inútiles despilfarros, porque el reino está agobiado de contribuciones, el Tesoro público vacío… Yo calculo que Su Majestad, arreglándose a la mayor sobriedad posible, no habrá gastado en el año que acaba de transcurrir, arriba de
ciento veinte millones.

—El año que viene será más. ¿No ha oído Vuecencia hablar de boda?

—No conozco más que los proyectos de Ugarte y de Tattischief… ¡Una princesa rusa!… —indicó meditabundo—. Dudo mucho que eso se realice… ¿Ha dicho Vd. que D. Antonio viene?…

—Mañana o pasado.

—Si lográsemos despachar el asunto de Villamil, ya podría pensarse después en lo de la princesa rusa.

—El asunto de Villamil —dije yo en el tono más lisonjero que me fue posible— me parece resuelto, desde que hombres tan poderosos han puesto su mano en él. Por mi parte, en la Real Caja de Amortización estaré a las órdenes de Vuecencia.

—Gracias, Pipaón —me dijo con benevolencia suma—. Ya sabe Vd. que si el asunto fuera de interés mío exclusivamente, no lo tomaría tan a pechos; pero alguna persona muy superior a nosotros desea que esto se arregle.

—Comprendo… La monarquía absoluta tiene gastos inmensos… Todo es poco para ella.

—También necesita atender a todo, señor mío —afirmó sentenciosamente.

—Por eso me congratulo en extremo —añadí humillando la frente—, de contribuir con mis cortas fuerzas a este concierto admirable, sin que en la humilde sumisión mía haya el menor asomo de interés… pero ni el menor asomo de interés. Nada pido, señor duque.

Diciendo esto, me levanté para marcharme.

—Usted no necesita pedir para obtener —replicó—. Tan grande es su mérito y la solicitud que manifiesta en el buen servicio del Rey, y del reino… ¿No se le antoja a Vd. nada en estos días?…

—No, nada… Lo que es por ahora… —dije vagamente, como quien recuerda.

—¿Nada en que yo pueda servirle? —repitió levantándose también.

—Ahora recuerdo, señor duque… una bicoca… Tenía empeño en… Puesto que Vuecencia se empeña, voy a pedir dos favores, dos favorcillos nada más.

—¿Dos nada más?

—Dos. He oído hablar hace poco de una moratoria…

—Solicitada por la hermana del difunto marqués de Porreño. ¿Desea Vd. que se conceda?

—Al contrario, deseo, mejor dicho, tengo mucho interés en que no se conceda.

—Ese asunto lo trae en su cartera Artieda, guardarropa
[6]
de Su Majestad. Es muchacho hipócrita, pedigüeño, y que, como tal, sabe sacar mendrugo. Es muy posible, muy posible, señor de Pipaón, que consiga la moratoria. En fin, yo veré.

—Haga Vuecencia lo que pueda, que yo por mi parte, si voy estas noches a la tertulia, veré cómo me las compongo con el Sr. Artieda.

—¿Y el otro favor?

—Es relativo al hijo de D. Alonso de Grijalva.

—Ya… es Vd. su amigo. ¡Hombre generoso! ¿Quiere Vd. que se deje en paz al muchacho y se le ponga en libertad?

—Al contrario; deseo que siga en la prisión.

—¡Hola, hola!… Por lo visto, Vd. protege el bolsillo de Grijalva, pero no apadrina las calaveradas de Gasparito… Buen propósito; me parece un excelente sistema. Aquí vislumbro todo un plan de moralidad perfecta.

—Me desvivo por arreglar a una familia perturbada. ¿Seré ayudado en mi noble tarea por Vuecencia?

—Eso es más fácil. Un preso más, un viajero más a tomar los aires de Ceuta.

—No, es que no quiero enviarle tan lejos. ¿A qué esa crueldad? Tengámosle en la cárcel de la Corona hasta que madure.

—¿Hasta que el joven madure?… Bien: por mi parte, haré lo que pueda.

—Señor duque, las promesas vagas de Vuecencia son para mí concesiones, y sus esperanzas realidades. Cuento con Vuecencia. Adiós.

—Adiós, Pipaón, que no deje Vd. de venir una de estas noches… Agrada Vd., agrada usted mucho… Se celebran sus chascarrillos y su gracejo para contar las cosas.

—Vendré, vendré. Hasta luego, señor duque.

—Abur.

- XIV -

Dirigime a casa de las señoras de Porreño, y hallé a doña María de la Paz muy gozosa por el buen giro y excelente aspecto que iba tomando su asunto. Acababa de salir de la casa el Sr. de Artieda, quien dio tales esperanzas y presentó la cuestión en tan buen pie para marchar a un feliz éxito, que ya se consideraba ganada la partida. Artieda, y dos o tres señores de la clerecía con el gobernador del Consejo, habían tomado a su cargo el negocio, siendo evidente que con tales pilotos (frase de doña María), el barco de la moratoria, combatido por los aquilones de la envidia, no podía menos de llegar a puerto seguro.

Yo dije a la señora que acababa de hablar en pro de su pretensión a varias personas de mucha raíz en la corte, lo cual me agradeció mucho. Añadí que estuviera tranquila, pues yo tomaba el negocio como mío, y no pararía hasta conseguirlo, empresa no difícil para un hombre que, a más de tener tantas relaciones, escupía en corro con los señores del Consejo. Después hícele una explicación detallada de lo que eran las moratorias, enumerando las cuatro clases de ellas, a saber:
cesión de bienes, pleito u ocurrencia, espera o moratoria
, y
quita de acreedores
, asentando que la que nos ocupaba pertenecía a la tercera categoría, por ser concesión graciosa del príncipe; y aunque el Consejo —dije con escrupulosidad curialesca—, rinda tributo a la majestad de las leyes, dictando el auto de
traslado al acreedor
, y luego el de
pase a justicia
, todo será cuestión de fórmula, resultando al cabo que el Sr. de Grijalva no tendrá más remedio que conformarse y tragar el auto final de
no se moleste a la parte por tantos o cuantos años.

Esta explicación y los pomposos encarecimientos de mi poderío, fueron causa de que las tres damas me obsequiaran con inusitado esplendor, brindándome dulces de los mejores y vino de las tierras de Porreño. Gustome el licor, y tomando pie de él y de su aromática finura, conferenciamos acerca de aquellas tierras, yo pidiéndoles informes y dándomelos las señoras con tanta ufanía como verbosidad.

A este punto entró la señora condesa de Rumblar con su linda hija, y retirándose adentro después las señoras mayores y doña Paulita, que iba a la tarea de sus devociones, nos quedamos solos Presentacioncita, doña Salomé y yo.

—¿No repara Vd. que estoy muy alegre, Pipaón? —dijo la graciosa muchacha.

—Sí, señora, lo había notado —respondí dando el último adiós al vino y dulces con que acababan de obsequiarme—. Eso prueba que el tiempo es la gran medicina de las enfermedades del corazón y del espíritu. Dígolo porque hace ya algunos días que mi Sr. D. Gasparito está a la sombra (sin que hayan valido mis generosos esfuerzos por sacarle), y el sustillo ha ido pasando, y con el sustillo la congojilla, y con la congojilla ansiosa, las lágrimas dulces… ¡Oh! ¡Dichoso el prisionero cuyas rejas son regadas con el divino licor de esos ojos!

—D. Juan, D. Juan… que se pone Vd. feo diciendo esas cosas… Si no lloro, si no estoy triste, si no hay ya nada de congojas, ni suspirillos —exclamó con tan franco y seductor arranque de alegría, que me desconcerté completamente.

—¿Pues qué, señora doña Presentacioncita?…

—Si se ha escapado.

—¡Se ha escapado! —exclamé con súbita ira, dando un salto en la silla—. ¡Se ha escapado ese tunante! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Qué carceleros, santo Dios, qué carceleros!… ¡Luego quieren que haya justicia en España!

—¿Pero lo siente Vd.?

—¡Escaparse! Después de haber hablado en público de las cartas de Su Majestad a Napoleón…

—Más vale así. Se ahorra Vd. el trabajo…

—No, no señora —dije procurando dominarme—. No, yo quería que fuese puesto en libertad en toda regla, después de un
sobreséase
como un templo. De este modo estaría más seguro, y podría vivir tranquilamente donde mejor le conviniera, mientras que habiéndose fugado de la cárcel, le perseguirán, le cogerán de nuevo, y entonces sí que será ahorcado.

—¡Ahorcado! —gritó con ira—. ¡Ay! Me asusta Vd. Yo estaba contenta y Vd. ha venido a afligirme otra vez.

—¿Sabe Vd. dónde está?

—Lo sé, sí señor. De eso iba a tratar cuando Vd. me ha puesto en ascuas.

—¿Dónde, dónde?

—Despacio. No está en casa de su padre, al cual ha desagradado con su escapatoria, por el temor de que se le persiga más.

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