Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (28 page)

No, Rickenharp era natural. La música fluía a través de él, físicamente, no obstaculizada por la ansiedad o los conflictos del ego. Su ego estaba allí, era el combustible para su personal antorcha olímpica. Pero éste era inmaculado como el ropaje de un papa.

El grupo lo percibió y dejó que sucediera. Esta vez la química estaba allí con Ponce y José cuando llegaron al estribillo; José con un sinuoso acorde, llegando casi hasta el puente de cromo que sujeta las cuerdas, y Ponce con un tema limpio, magníficamente redundante, con el sintetizador ajustado al registro de metales. Todo el grupo sintió la química como una placentera descarga eléctrica, como el gratificante shock de sus egos individuales convirtiéndose en un ego grupal. Algo más allá del placer sexual.

La audiencia escuchaba, pero se resistía. No querían que les gustase. Aun así, el lugar estaba abarrotado, no por Rickenharp, sino por la reputación del club, y todos esos cuerpos empaquetados creaban un atmosférico exoesqueleto sensitivo y él sabía que eso los hacía vulnerables. El sabía qué tocar.

Sintiendo que comenzaba a ocurrir la Gran Cosa, Rickenharp miró con confianza pero no del todo arrogante. Era demasiado arrogante como para mostrar que lo era.

La audiencia miraba a Rickenharp como un hombre miraría a un rival muy seguro de sí mismo, justo antes de una pelea mano a mano, y preguntándose: «¿qué es lo que sabe?».

El sabía acerca del ritmo. Y sabía que había sentimientos que, incluso el más indiferente de entre ellos, no sabría controlar una vez que éstos se liberasen; y él sabía cómo liberarlos.

Rickenharp tocó un acorde. Lo dejó vibrar por la sala y les miró. Les miró retador.

Le gustó comprobar las miradas desafiantes, porque eso haría su victoria más completa.

Porque él
sabía.
Había tocado en cinco conciertos con el grupo en las dos últimas semanas, y en los cinco la atmósfera había sido forzada, la química sólo había aparecido a rachas. Como una bujía con los polos alineados incorrectamente en la que no puede saltar la chispa.

La excitación que se había producido en ellos y la energía sexual reprimida detrás de sus sentimientos íntimos estaban desbordándose ahora, rompiendo el dique, y la banda se agitó por su liberación cuando Rickenharp tronó en su progresión y comenzó a cantar...

La audiencia lo contemplaba con creciente hostilidad pero a Rickenharp le gustaba cuando la chica jugaba a simular que-me-intentas-violar.
Méteselo por las orejas, tío.

La banda era un inyector de gasolina en la cámara de combustión de la sala; Rickenharp encendía la combustión, provocando a la audiencia para que reaccionase, para que empujara el pistón y... él estaba acelerando. Rickenharp estaba al volante. Los llevaba hacia algún lugar, y cada canción era el paisaje por el que él los lanzaba. Sincopando las vocales, cantó:

Quieres algo sencillo esta noche

lo quieres sin ataduras

Una limpia reacción en cadena

y un poco de simpatía

Dices que es sólo consuelo

Al final es una compensación

a la inseguridad

Que así no hay sorpresas

Que así nadie se hiere

Ninguna cuestión moral nos asalta

No hay sangre en las camisas de seda

Pero para mí, sí, para mí

EL DOLOR LO ES TODO

El dolor es todo lo que hay

Chica, toma algo del mío

o lame un poco de éste

EL DOLOR LO ES TODO

El dolor es todo lo que hay

El dolor es TODO

De «Una entrevista con Rickenharp: El chico Matusalén», en la revista
Guitar Player,
mayo del 2017.

—GP: Rick, hablas todo el rato de la dinámica del grupo, pero tengo la impresión de que no empleas «dinámica» en el sentido musical usual.

—Rickenharp: La forma adecuada de crear un grupo simplemente es que los miembros se encuentren unos a otros, como hacen los amantes. En bares o como sea. Los miembros del grupo son como cinco elementos químicos que se juntan provocando una reacción química específica. Si la química es correcta, la audiencia se implica en esta clase de, bueno, reacción química social.

—GP: ¿No podría ser todo esto una ilusión de tu psique? Quiero decir, ¿la necesidad de un auténtico grupo totalmente integrado?

—Rickenharp (tras una larga pausa): Hasta cierto punto. Es cierto que necesito algo como eso. Necesito pertenecer. Quiero decir, vale, soy un «inconformista», pero aún así, a cierto nivel, necesito pertenecer. Quizás los grupos de rock son familias vicarias. La unidad familiar está herida de muerte, por lo que... el grupo es mi familia. Haría cualquier cosa por mantenerlo unido. Necesito a esos tíos. Si pierdo ese grupo sería como un niño al que le han matado la madre, el padre, los hermanos y hermanas.

Y Rickenharp seguía cantando,

EL DOLOR LO ES TODO

El dolor es todo lo que hay

Chica, toma algo del mío

Chupa algo de él

Sí, he dicho, EL DOLOR LO ES TODO.

Cantándolo insolentemente, mitad gritando, mitad balbuciendo el final de cada nota, con ese tono de que te-jodan-zorra, practicando el acto mágico, aullando la melodía. Podía ver las puertas abriéndose en sus caras, incluso los minimonos, incluso los neutrales, todos los brillos, los rebos, los caoticistas, los prepos, los retros. Olvidando sus clasificaciones subculturales en la orgánica, orgásmica fusión de la música. Estaba empapado en sudor bajo la luz, exprimiendo sonidos con sus dedos, y era como si pudiera sentirlos tomar forma en sus manos, del modo en que un escultor siente la arcilla tomar forma bajo los suyos, y era como si no hubiera distancia entre escuchar el sonido en su cabeza y oírlo salir por los altavoces. Su cerebro, su cuerpo, sus dedos habían llenado la distancia, era un fusible superrefrigerado que se había fundido.

Una parte de él buscaba el peinado caoticista que había visto antes. Se decepcionó ligeramente cuando no la vio y se dijo: «Debes estar contento de tener este escape aunque sea tan estrecho; ella te hubiera llevado de vuelta al azul jefe».

Pero cuando la vio empujando hacia delante, Rickenharp le hizo un ligero gesto con la cabeza, con la forma arrogante del buen conocedor, se puso simplemente contento, y se preguntó qué estaba planeando su subconsciente para él... Todos estos pensamientos eran como relámpagos. La mayor parte del tiempo su mente consciente estaba concentrada completamente en el sonido y en el trabajo de provocar una respuesta en la audiencia. Tocaba desde el lamento, el lamento por la pérdida. Su familia iba a morir, y él tocaba las melodías que alcanzaban el triste acorde por la pérdida de alguien, como todo el mundo...

Y la banda estaba sobrenaturalmente unida. La gestalt estaba allí, uniéndoles, y él apretaba sus tenazas en el cuerpo colectivo de la audiencia, y los llevaba a donde él los quería llevar, y pensó: El grupo suena bien, pero no va a servir de nada cuando acabe la actuación.

Era como una pareja divorciada pasándoselo bien en la cama, pero sabiendo que aquello no arreglaría de nuevo su matrimonio. De hecho, ese «pasárselo bien» era el resultado de haber abandonado.

Pero mientras tanto estallaban los fuegos artificiales.

En la última canción del repertorio, la electricidad en el club era tan fuerte que, como una vez había dicho José, con melodramatismo de rockero, si la cortases, sangraría. La maría, la hierba y el tabaco flotando en el aire parecían conspirar con los focos de escena para crear una atmósfera de mágica distancia. Con cada cambio de clave en las cauciones, cambiaban las luces; del rojo al azul, del azul al blanco, del blanco al amarillo azufre, a la vez que una paralela longitud de onda emocional corría a través de la habitación. La energía crecía, y Rickenharp la descargaba; su Strat era el pararrayos.

Rickenharp soltó las cinco últimas notas en solitario, clavando el clímax en el aire. Luego salió fuera de escena, sin apenas escuchar el rugido de la multitud. Se descubrió a sí mismo yendo hacia el corredor de ladrillos revocados, y luego estaba en el vestuario y no recordaba cómo había llegado allí. Todo parecía más real que de costumbre. Sus oídos zumbaban como si Quasimodo estuviera tocando en su campanario.

Oyó pasos y se volvió, pensando en qué le iba a decir al grupo. Pero era la chica caoticista y alguien más, y luego un tercero que venía tras ese alguien más.

El alguien más era un tío esquelético, con pelo castaño revuelto de forma natural, no revuelto como siguiendo alguna de las subcorrientes culturales. Su boca colgaba ligeramente entreabierta, mostrando un incisivo ennegrecido. Su nariz estaba quemada por el sol y en el dorso de sus manos había venas abultadas. El tercero era un japonés; pequeño, ojos castaños, anodino, de expresión suave, un punto más amistosa que neutral. El caucásico delgado llevaba una chaqueta del ejército sin insignias, tejanos desgastados, y rotas zapatillas de tenis. Sus manos parecían nerviosas, como si estuviera acostumbrado a tener algo en ellas que ahora no tenía. ¿Un instrumento? Quizás.

El japonés vestía un traje de Acción Japonesa, de color azul celeste, impecable como un pincel. Sus manos parecían confortablemente vacías. Sólo había un bulto en su cadera, algo que podía alcanzar cruzando su brazo derecho y a través de la cremallera inferior del traje, y Rickenharp estaba bastante seguro de que era una pistola. Había algo en común en los tres; parecían medio desfallecidos de hambre.

Rickenharp tembló, la capa de sudor enfriándose sobre él. pero se forzó a decir:

—¿Quépasssa?

Fue como masticar un trozo de madera. Miró por encima de ellos, esperando ver a la banda.

—El grupo está tras el telón —dijo la caoticista—. El bajo nos dijo «Dile mueveculparakí».

Rickenharp tuvo que reírse de su imitación del tecnita de Julio: «Dile que mueva su culo para aquí».

Entonces algo de la sensación de estar flotando desapareció y oyó los gritos, y se dio cuenta de que querían un bis.

—Joder, un bis —dijo sin pensarlo— ¡Con lo que ha durado!

—Eh, colega —dijo el delgaducho, pronunciando colega con acento británico—. Te vi en Stonehenge hace cinco años, cuando tuviste tu segundo éxito.

Rickenharp pestañeó un poco cuando el tío dijo
tu segundo éxito,
señalando inadvertidamente el hecho de que Rickenharp sólo había tenido dos, y todo el mundo sabía que difícilmente tendría otro más.

—Soy Carmen —dijo la caoticista—. Estos son Willow y Yukio.

Yukio se mantenía apartado de los otros, y algo que hizo le reveló a Rickenharp que estaba vigilando el pasillo con disimulo.

Carmen vio a Rickenharp mirar a Yukio y dijo:

—Los policías están bajando.

—¿Por qué? —preguntó Rickenharp—. El club tiene licencia.

—No es por el club, es por nosotros.

La miró y dijo:

—Eh, no necesito que me registren —tomó su guitarra y se fue hacia la entrada—. Haré mi bis antes de que pierdan interés.

Ella le siguió hasta la entrada, hacia el eco del pataleo pidiendo el bis, y le preguntó:

—¿Podemos quedarnos en el vestuario un rato?

—Sí, pero esto no es sagrado. Si vosotros podéis venir, los policías también —ahora estaban tras el telón. Rickenharp hizo una señal a Murch y empezaron a tocar.

Ella dijo:

—No son policías exactamente. Probablemente no conocen este tipo de sitios; buscarán entre la gente, no en el vestuario.

—Eres una optimista. Le diré al gorila que se quede aquí, y si alguien empieza a venir le dirá que está vacío, que acaba de mirar.

—Gracias —ella se volvió al vestuario. Él habló con el gorila y volvió al escenario. Se sentía agotado, la guitarra pesada. Pero se alimentó del nivel de energía de la sala y ésta le llevó a hacer dos bises. Los dejó deseando más, que es la manera de hacer las cosas, y, pegajoso de sudor, volvió a los vestuarios.

Todavía estaban allí: Carmen, Yukio, Willow.

—¿Hay una puerta de salida en el escenario? —preguntó Yukio— ¿Al callejón?

Rickenharp asintió.

—Espera en la entrada. Saldré en un minuto y os la enseñaré.

Yukio asintió y se fueron a la entrada. El grupo vino, pasaron en fila ante Carmen, Yukio y el brit sin fijarse demasiado, pensando que eran unos colgados de detrás del escenario, excepto Murch que le miró las tetas a Carmen y fanfarroneó un poco, haciendo molinetes con sus palillos.

El grupo se sentó en círculo en el vestuario, riendo y dándose palmadas, encendiendo todo tipos de cigarrillos. No le ofrecieron ninguno a Rickenharp, sabían que él no fumaba.

Rickenharp estaba guardando la guitarra cuando José le dijo:

—Sangraste bien.

—¿Quieres decir que te chupó bien? —dijo Murch, y Julio soltó una risita.

—Sí —dijo Ponce—, el tío tiene buena cabeza, buen cuello y buenos riñones.

—¿Buenos riñones? ¿Rick te chupa los riñones? Creo que voy a vomitar.

Y la usual y pueril juerga del grupo, porque todavía estaban arriba tras una buena actuación retrasando lo que sabían que iba a llegar, hasta que Rickenharp dijo:

—¿De qué querías hablar, José? —José le miró a él y a los otros y se calló—. Sé que tienes algo en la cabeza —dijo suavemente Rickenharp.

José dijo:

—Bueno, es que... hay un agente que Ponce conoce, y este tío se podría hacer cargo de nosotros. Es un agente tecnita y haremos un circuito tecnita y, aunque tendríamos que trabajar para eso, ésta sería una buena base. Pero el tipo nos dice que necesitamos una actuación de cable.

—Tíos, habéis estado muy ocupados —dijo Rickenharp cerrando el estuche de la guitarra. José se encogió de hombros.

—Eh, no lo hemos hecho a tus espaldas; no supimos del tipo hasta ayer por la noche, por lo que, uhm, mantendremos el mismo personal pero cambiamos los trajes, cambiamos el nombre del grupo y escribimos nuevas canciones.

—Lo perderíamos —dijo Rickenharp sintiendo derrumbarse—. Perderíamos lo que tenemos. No lo tendréis haciendo esa mierda porque todo eso es forzado.

—El rock and roll no es una jodida religión —dijo José.

—No, no es una religión, es una forma de sonido. Ahora, ésta es mi propuesta: escribimos canciones nuevas pero en el mismo estilo que siempre. Lo hemos hecho bien esta noche; podría ser el comienzo de un cambio para nosotros. Nos quedamos aquí, construimos sobre la audiencia base que conseguimos esta noche.

Other books

In Your Honor by Heidi Hutchinson
Noir by Robert Coover
Bearly a Chance: A Second Chances Romance by Hart, Alana, Barron, Sophia
Blood and Bone by Austin Camacho
The Bee Balm Murders by Cynthia Riggs