Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (36 page)

—¡Dios! —se atragantó—, no he bebido en años. ¡Me voy a emborrachar! —se rió mientras las lágrimas le enturbiaban la vista.

—Coronel, mi padre dice que usted bebía como un héroe en los viejos tiempos.

—Sí —dijo Korolev, y sorbió de nuevo. El coñac se extendió por su interior como oro líquido. No le gustaba Romanenko. Tampoco su padre, un hombre sencillo del Partido, dedicado a dar conferencias desde hacía tiempo, una dacha en el Mar Negro, licor americano, trajes franceses, zapatos italianos... El chico tenía el aspecto de su padre, los mismos ojos gris claro sin sombra de duda.

El alcohol se extendió por la sangre diluida de Korolev.

—Eres demasiado generoso —dijo. Pateó suavemente una vez, y llegó hasta la consola—. Debes llevarte algo de
samizdata.
Tenemos emisión americana por cable, recién interceptada. Material picante desperdiciado con un hombre como yo —puso un cassette vacío y grabó el material.

—Se lo daré a los artilleros —dijo Romanenko, riendo—. Pueden ponerlo en las consolas de seguimiento de la sala de batería —la estación de bombardeo de partículas había sido siempre conocida como la «sala de batería». Los hombres que la tripulaban estaban especialmente hambrientos de ese tipo de cintas. Korolev pasó una segunda copia a Valentina.

—¿Es
guarra? —parecía alarmada e intrigada—. ¿Podemos volver, coronel? ¿El jueves a las veinticuatro cero cero?

Korolev le sonrió. Había sido una obrera de fábrica antes de dejarlo para ir al espacio. Su belleza la convertía en una herramienta ideal de propaganda, un modelo del papel que estaba destinado al proletariado. Ella ahora le daba pena; con el coñac recorriendo sus venas encontró imposible negarle un poco de su pequeña felicidad.

—Valentina, ¿un encuentro a media noche, en el museo? ¡Qué romántico!

Girándose, le dio un beso en la mejilla.

—Gracias, mi coronel.

—Es usted un caballero, coronel —dijo Romanenko, dando una palmada tan suavemente como pudo al hombro huesudo de Korolev. Tras incontables horas de ejercicio, los brazos del chico abultaban como los de un herrero.

Korolev miró cómo los amantes se iban cuidadosamente hacia la esfera central de atraque, la zona de unión con sus dos corredores hacia los tres envejecidos Salyuts. Romanenko tomó el corredor «norte» hacia la sala de batería. Valentina se fue en dirección opuesta, a la esfera de unión contigua, al Salyut donde dormía su marido.

Había cinco esteras de atraque en el Kosmogrado, cada cual unía tres Salyuts. En el otro extremo del complejo estaban las instalaciones militares y las lanzaderas para satélites. Zumbando, traqueteando y suspirando, la estación producía la sensación de una estación de metro, con el húmedo olor metálico de un transbordador.

Korolev echó otro trago de la botella. Ahora estaba medio vacía. La guardó en una de las vitrinas del museo junto a una Hasselblad de la Nasa recuperada del lugar donde aterrizó el Apolo. No había bebido desde su último permiso, antes de la explosión. Su cabeza nadaba en una placentera y a la vez dolorosa corriente de nostalgia alcohólica.

Flotando de vuelta a la consola, accedió a una sección de la memoria donde había borrado ocultamente los discursos completos de Alexei Kosygi, y los había reemplazado por su colección personal de
samizdata.
Tenía grupos británicos grabados desde la radio de Alemania Federal, heavy metal del pacto de Varsovia, importaciones americanas del mercado negro... Colocándose los auriculares, eligió un reggae de Czeslochowa, de la Brygada Cryzis.

Después de todos estos años, ya no podía oír la música en absoluto, pero las imágenes le venían de golpe, con un intenso dolor. En los ochenta, él había sido un chico con pelo largo de la élite soviética, realmente fuera del alcance de la policía de Moscú, gracias a la posición de su padre. Recordaba el aullido devuelto a través de los micrófonos, la calurosa oscuridad de un club en un sótano, la multitud, como un oscuro tablero de ajedrez de ropa vaquera y pelo oxigenado. El fumaba Marlboros con polvo de hachís afgano. Recordaba la boca de la hija de un diplomático americano en el asiento de atrás del Lincoln negro de su padre. Los nombres y los rostros le inundaban en la neblina del coñac; Nina, la chica de la Alemania Democrática, quien le había enseñado traducciones mimeografiadas de escritos de disidentes polacos.

Hasta que una noche ella no volvió al café. Oyó rumores de parasitismo, de actividades antisoviéticas, de los horrores químicos que le aguardaban en la
psihushka.

Korolev comenzó a temblar. Se pasó la mano por la cara y la encontró bañada en sudor. Se quitó los auriculares.

Habían pasado cincuenta años... y sin embargo, de pronto se encontraba muy asustado. No podía recordar haber estado tan atemorizado, ni siquiera cuando la explosión le rompió la cadera. Tembló espasmódicamente. Las luces del Salyut eran demasiado brillantes, pero no quería ir hasta los interruptores. Una operación tan simple, que realizaba habitualmente, y sin embargo... Los interruptores y los cables con aislantes eran de alguna manera amenazadores. Los miró confuso. El pequeño despertador, modelo vehículo lunar Lunokhold, con ruedas de velcro subiendo por la pared curva, parecía acurrucarse allí, como algo vivo, en equilibrio, esperando. Los ojos de los pioneros espaciales soviéticos lo miraban con decepción desde sus retratos.

El coñac. Los años en ausencia de gravedad habían alterado su metabolismo. No era el mismo hombre que antes. Pero trataría de calmarse, de sobreponerse. Si vomitara, todo volvería a sonreírle...

Alguien llamó a la puerta del museo y se sobresaltó. Nikita el Fontanero, primer hombre para todo en el Kosmogrado, ejecutó un perfecto buceo a cámara lenta, a través de la escotilla abierta. El joven ingeniero parecía enfadado. Korolev se sintió derrotado.

—Te has levantado pronto, Fontanero —dijo, ansioso por presentar una fachada de normalidad.

—Filtración de los remaches de Delta Tres —el Fontanero hizo un gesto de enfado—. ¿Sabe japonés? —sacó un cassette de uno de los numerosos y abultados bolsillos de su manchado chaleco de trabajo, y lo agitó delante de la cara de Korolev. Vestía Levis cuidadosamente lavados y unas gastadas deportivas Adidas—. Accedimos a esto anoche.

Korolev se encogió como si el cassette fuera un arma.

—No, nada de japonés —la debilidad de su voz le sorprendió a él mismo—. Sólo inglés y polaco —sintió cómo se ruborizaba. El Fontanero era su amigo, lo conocía y confiaba en él, pero...

—¿Se encuentra bien, coronel? —el Fontanero metió la cinta y con sus hábiles y callosos dedos activó el programa traductor—. Parece que se hubiera comido una rata. Quiero que oiga esto.

Korolev miró incómodo cómo la cinta parpadeaba mostrando un anuncio de guantes de béisbol. Los subtítulos del traductor en cirílico corrían por el monitor, mientras una voz en japonés hablaba a una velocidad enloquecida. Un segundo anuncio apareció: una muchacha extraordinariamente bella, con un negro vestido de noche, pilotaba un grácil avión ultraligero francés bajo la brillante luz solar, deslizándose sobre la Gran Muralla china.

—Las noticias llegan ahora —dijo el Fontanero, mordiéndose un pellejo de la uña.

Korolev miró fijamente, ansioso, mientras la traducción pasaba por medio de la cara del locutor japonés.

—EL GRUPO DE DESARME AMERICANO AFIRMA... PREPARACIÓN EN EL COSMODROMO DE BAIKONUR... PRUEBA QUE AI. MENOS LOS RUSOS ESTÁN PREPARADOS... PARA ELIMINAR UNA ESTACIÓN ESPACIAL  DE UNA CIUDAD CÓMICA...

—Cósmica —murmuró el Fontanero—. Error en el traductor.

—CONSTRUIDA AL FINAL DEL SIGLO COMO CABEZA DE PUENTE AL ESPACIO.

«... AMBICIOSO PROYECTO CANCELADO POR EL FRACASO DE LA MINERÍA LUNAR... CARA ESTACIÓN SUPERADA POR NUESTRAS FACTORÍAS ORBITALES... CRISTALES, SEMICONDUCTORES Y DROGAS PURAS...

—Sucio malnacido —soltó el Fontanero—. Deja que le diga esto; la culpa es de nuestro maldito hombre del KGB, Yefremov. ¡Él tiene toda la culpa!

—ABULTADOS DÉFICITS COMERCIALES... DESCONTENTO POPULAR CON EL ESFUERZO ESPACIAL... RECIENTES DECISIONES DEL POLITBURÓ Y DEL SECRETARIO DEL COMITÉ CENTRAL...

—¡Nos quieren derribar! —la cara del Fontanero se crispó por la rabia.

Korolev se deslizó lejos de la pantalla, temblando incontrolablemente. Unas inesperadas lágrimas cayeron de sus pestañas, en gotas, por efecto de la ingravidez.

—¡Déjame solo! ¡No puedo hacer nada!

—¿Qué
pasa, coronel? —el Fontanero lo asió del hombro—. Míreme a la cara —sus ojos se abrieron como platos—. ¡Alguien le ha drogado con Miedo!

—Vete —suplicó Korolev.

—¡Ese maldito agente secreto cabrón! ¿Qué le ha dado? ¿Pastillas? ¿Una inyección?

Korolev se encogió de hombros.

—¡Me tomé un trago!

—¡Le ha dado Miedo! ¡A usted, un hombre viejo y enfermo! ¡Le voy a romper la cara! —el Fontanero elevó las rodillas, se giró hacia atrás, dio una patada a un asidero de arriba y se catapultó fuera de la habitación.

—¡Espera! ¿Fontanero? —pero éste ya se había deslizado a través de la esfera de atraque, como una ardilla, desapareciendo por el fondo del corredor, y ahora Korolev sentía que no podría soportarlo en soledad. En la distancia, pudo oír los ecos metálicos de gritos distantes e iracundos.

Temblando, cerró sus ojos y esperó que alguien viniera en su ayuda.

Pidió al oficial psiquiatra Bychkov que le ayudara a vestirse con su viejo uniforme, el único con la Estrella de Tsiolkovsky cosida en el bolsillo izquierdo del pecho. Sus pies torcidos no podrían entrar en las botas negras de gala, de grueso y confortable nailon y suelas de velcro. Así que permaneció descalzo.

La inyección de Bychkov le había despejado en una hora, dejándolo alternativamente deprimido y furiosamente enfadado. Ahora esperaba en el museo a que Yefremov contestara sus llamadas.

Llamaban a su casa el Museo del Triunfo Espacial Soviético, y cuando su rabia se disipó, sustituida por una vieja amargura, se sintió como si él simplemente no fuera nada más que otra de sus piezas exhibidas. Miró de mal humor a los retratos con marcos dorados de los grandes visionarios del espacio, a las caras de Tsiolkovsky, Rynin, Tupolev. Debajo de éstos estaban con marcos más pequeños los retratos de Verne, Goddard y O'Neill.

A veces, en ciertos momentos de depresión extrema, imaginaba que podía detectar una misma extraña mirada en sus ojos. ¿Era simplemente locura, como algunas veces había pensado, cuando se encontraba de su humor más cínico? ¿O estaba vislumbrando la manifestación sutil de alguna fuerza extraña y desequilibrada: una fuerza que podría ser, como sospechaba, la evolución humana en acción?

Una y sólo una vez. Korolev observó esta misma mirada en sus propios ojos, el día en que pisó la tierra de la cuenca Coprates. La luz del sol en Marte, resplandeciendo dentro del visor de su casco, le mostró el reflejo de sus dos ojos ajenos e intensos, sin miedo pero preocupados; y la tranquila y secreta sorpresa que esto le había causado, se dio cuenta ahora, fue el más memorable y transcendental momento de su vicia.

Sobre los retratos estaba colocado un horrible cuadro del aterrizaje, con los colores cargados de la pesadez aceitosa y grasienta de un borscht
[1]
o de la carne asada. El paisaje marciano aparecía trivializado por el idealizado estilo cursi del realismo socialista soviético. El artista colocó el personaje dentro del traje espacial delante de la nave, transmitiendo la vulgaridad profundamente sincera de cualquier oficial.

Sintiéndose asqueado, esperó la llegada de Yefremov, el hombre del KGB, el comisario político del Kosmogrado.

Cuando Yefremov finalmente entró en el Salyut, Korolev percibió el labio partido y marcas recientes en su garganta. Yefremov llevaba un mono azul Kansai de seda japonesa y elegantes zapatos italianos de calle. Tosió educadamente.

—Buenos días, camarada coronel.

Korolev le miró. Dejó que el silencio se prolongara.

—Yefremov —dijo en un tono duro—, no estoy satisfecho con usted.

Yefremov se ruborizó, pero mantuvo su mirada.

—Hablemos con franqueza, coronel. De ruso a ruso. No estaba destinado a usted.

—¿El Miedo, Yefremov?

—La beta carbolina, sí. Si usted no hubiera colaborado en sus acciones antisociales, si no hubiera aceptado su soborno, esto no le habría ocurrido jamás.

—Así que ¿soy el chulo, Yefremov?, ¿un chulo y además borracho? Pues usted es un chivato, un contrabandista y un soplón, y se lo digo —añadió— de ruso a ruso.

En ese momento, la cara del hombre del KGB asumió la máscara oficial de blanda y despreocupada virtud.

—Pero, dígame, Yefremov, ¿qué está buscando realmente? ¿Qué ha estado haciendo desde que llegó al Kosmogrado? Sabemos que se va a desmantelar el complejo. ¿Qué le aguarda a la tripulación civil cuando lleguen a Baikonur? ¿Investigaciones por corrupción?

—Desde luego que habrá interrogatorios. En algunos casos puede que hasta hospitalización. ¿Está usted indicando, camarada coronel, que la Unión Soviética es, de alguna manera, responsable del fracaso del Kosmogrado?

Korolev permaneció en silencio.

—El Kosmogrado fue un sueño, coronel. Un sueño que fracasó. Como el espacio, coronel. No necesitamos estar aquí. Tenemos todo un mundo que poner en orden. Moscú es el mayor poder global de la historia de la humanidad. No debemos permitirnos perder esa perspectiva global.

—¿Cree que se pueden sacudir de encima a los astronautas tan fácilmente? Somos una élite, una élite técnica altamente entrenada.

—Una minoría, coronel, una minoría obsoleta. ¿Con qué contribuye, aparte de despojos de la venenosa basura americana? Se suponía que aquí debía estar una tripulación de trabajadores, no de arrogantes traficantes del mercado negro, traficando con jazz y pornografía vía satélite —la cara de Yefremov se mostraba relajada e imperturbable—. La tripulación volverá a Baikonur. Las armas se pueden dirigir desde la tierra. Por supuesto, usted se quedará aquí, y vendrán algunos astronautas invitados, africanos, sudamericanos. El espacio aún conserva para esa gente cierto grado de su prestigio original.

Korolev apretó los dientes.

—¿Qué ha hecho con el chico?

—¿Su Fontanero? Ha atacado a un oficial de la seguridad del Estado. Permanecerá bajo arresto hasta que sea trasladado a Baikonur.

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