Misterio de los anónimos (9 page)

—Estoy perdiendo la memoria —se dijo con pesar—. Es una suerte que no las haya encontrado uno de esos niños. No dejaré que ese Federico Trotteville les ponga la vista encima. ¡He de impedirlo a toda costa!

CAPÍTULO X
EN EL AUTOBÚS DE SHEEPSALE

No había nada más que hacer hasta el lunes por la mañana, y los niños estaban impacientes, pero no podían apresurar la llegada del lunes, ni tampoco la del autobús.

Fatty había escrito algunas notas bajo el título de «Pistas». Puso todo lo referente a las cartas anónimas y sus matasellos, e incluso había prendido en la página el papel en el que había calcado las letras mayúsculas.

—Ahora anotaré hasta dónde hemos llegado en este caso —dijo—. Eso es lo que hace la policía, y todos los buenos detectives. Es una manera de aclarar la mente, ¿comprendéis? Algunas veces se le ocurren a uno muy buenas ideas cuando lee lo que ha escrito.

Cada uno de ellos leyó lo escrito por Fatty, considerándolo excelente, pero por desgracia a ninguno se le ocurrió idea alguna después de leerlo. No obstante los pasajeros del autobús de Sheepsale tal vez les proporcionaron unas nuevas pistas.

Los cinco niños no pudieron evitar sentirse excitados el lunes por la mañana. Larry y Daisy se llevaron un buen susto cuando su madre les dijo que quería que fuesen a comprarle algunas cosas... pero al saber que pensaban ir a Sheepsale para ver el mercado, les dijo que podían comprárselas allí. Así que todo quedó arreglado.

Se encontraron en la parada del autobús diez minutos antes de la hora de salida, por si acaso Fatty tenía que darles algunas instrucciones de última hora. ¡Y así era!

—Cuando subáis al autobús fijaros dónde se han sentado los pasajeros —les dijo—. Y cada uno de vosotros procurad sentaros al lado de uno de ellos y empezad a charlar con él o con ella. De esta manera podéis averiguar muchas cosas.

Bets se alarmó.

—¡Pero yo no sabré qué decir! —exclamó.

—No seas tonta —le dijo Pip—. Siempre puedes iniciar la conversación diciendo: «¿Verdad que ese niño tiene un aspecto muy inteligente?» y señalas a Fatty. Eso es suficiente para hacer hablar a cualquiera.

Todos se echaron a reír.

—No te preocupes, Bets —le dijo Fatty—. Puedes decir algo tan sencillo como por ejemplo: «¿Puede decirme qué hora es?» o, «¿Cuál es este pueblo que acabamos de pasar?» Es fácil preguntar y hacer hablar a la gente «preguntándoles» algo.

—¿Alguna otra advertencia, Sherlock Holmes? —preguntó Pip.

—Sí... y ésta es muy importante —dijo Fatty—. Debemos observar cuidadosamente si alguien echa una carta en Sheepsale... porque si solamente uno de los pasajeros lo hiciera, será un buen indicio, ¿no os parece? La oficina de correos está junto a la parada del autobús, así que podemos ver fácilmente si alguno pretende alcanzar la recogida de las once cuarenta y cinco. Podremos pasearnos por allí y ver si alguno de los pasajeros del autobús echa una carta antes de esa hora, suponiendo que no se dirija inmediatamente al buzón. Éste es un punto muy importante.

—Ahí llega el autobús —exclamó Bets excitada—. ¡Y ved... viene con bastante gente!

—¡Cinco personas! —dijo Larry—. Una para cada uno de nosotros. ¡Oh, diantre! ¡Una de ellas es el viejo Ahuyentador!

—¡Maldita sea! —exclamó Fatty—. Es verdad. ¿Qué estará haciendo en el autobús esta mañana? ¿Habrá tenido la misma idea que nosotros? De ser así, es más inteligente de lo que me suponía. Daisy, tú siéntate a su lado. Le daría un ataque si me sentara yo, y sé que «Buster» no cesaría de morderle los tobillos durante todo el camino.

Daisy no tenía muchas ganas de sentarse al lado del señor Goon, pero no había tiempo para discutir. El autobús se detuvo y subieron los cinco niños y «Buster», que lanzó un ladrido de alegría al olfatear al policía. El señor Goon les miró con asombro y disgusto.

—¡Bah! —exclamó en tono de profundo desagrado—. ¡Vosotros otra vez! Vaya, ¿qué es lo que estáis haciendo en este autobús? ¡A dondequiera que vaya he de tropezarme con vosotros!

—Vamos al mercado de Sheepsale, señor Goon —le dijo Daisy en tono cortés mientras tomaba asiento a su lado—. Espero que no le moleste. ¿Va usted también allí?

—Eso es «asunto mío» —replicó el señor Goon sin perder de vista a «Buster», que trataba de alcanzar sus tobillos tirando de su correa—. Lo que haga la Ley a vosotros no os interesa.

Daisy preguntóse por un momento si el señor Goon podría ser el autor de las cartas anónimas. Al fin y al cabo él conocía la historia de todos los del pueblo. Era su oficio. Luego comprendió que era una idea absurda, pero era una contrariedad que el señor Goon siguiera la misma pista que ellos... observando a los pasajeros del autobús, y vigilando por si alguno echaba una carta antes de las once cuarenta y cinco.

Daisy se volvió para observar a los demás pasajeros del autobús. Al lado de cada uno de ellos iba sentado un Pesquisidor. Daisy conocía a dos personas. Una era la señorita Trimble, que era la acompañante de lady Candling, que habitaba la casa contigua a la de Pip. A su lado iba Larry. Daisy estaba segura de que la señorita Trimble... o Tembleque como la llamaban los niños, no podía tener nada que ver con los anónimos. Era demasiado tímida y nerviosa.

La otra era la menuda y rechoncha señora Jolly, de la confitería, que era la amabilidad personificada. ¡No, imposible que fuese ella! Vaya, si todos la querían y era amable y generosa con todo el mundo, y sonrió a la niña con una sonrisa y una inclinación de cabeza al ver que la estaba mirando. ¡Daisy estaba segura de que antes de que terminara el viaje repartiría caramelos a todos los niños!

¡Bien, así quedaban eliminados tres de los cinco pasajeros! Sólo quedaban dos probables. Uno era un hombre moreno, delgado, de rostro antipático, que estaba encorvado sobre un periódico, de pálida complexión, y que tenía la curiosa costumbre de arrugar la nariz como un conejo de cuando en cuando. Aquello fascinó a Bets, que no dejaba de mirarle.

La otra persona probable era una joven de unos dieciocho años, que llevaba utensilios para pintar. Su rostro era abierto y dulce, y sus cabellos muy bonitos y ensortijados. Daisy estaba plenamente convencida de que ella no sabía ni siquiera que existieran las anónimos.

—Tiene que ser ese hombre malcarado de la nariz movible —se dijo Daisy para sus adentros. No tenía gran cosa que hacer porque era inútil hablar con el señor Goon. Él no había escrito los anónimos, de manera que estuvo observando cómo los demás comenzaban a actuar, y escuchó con gran interés, aunque el ruido del autobús le hizo perder parte de la conversación.

—Buenos días, señorita Trimble —oyó Daisy que decía Larry en tono cortés—. Hace tiempo que no la veía. ¿Usted también va al mercado? A nosotros nos ha hecho ilusión ir a verlo hoy.

—Oh, es un espectáculo muy bonito —repuso la señorita Trimble, colocándose los lentes sobre su nariz. Siempre se le estaban cayendo porque eran de pinza y no tenían nada a los lados sujetándoselos a las orejas. A Bets le encantaba contar las veces que se le caían. Mirando al hombre de la nariz movible y los lentes de la señorita Trimble, Bets se olvidó de hablar a la señora Jolly, que ocupaba la mayor parte del asiento en el que iban sentados ella y Bets.

—¿Va usted muy a menudo al mercado de Sheepsale? —le preguntó Larry.

—No, muy a menudo no —replicó la señorita Trimble—. ¿Cómo está tu querida madre, Laurence?

—Está muy bien —repuso Larry—. Y... ¿cómo está «su» madre, señorita Tembleque? Recuerdo haberla visto una vez en la casa de al lado.

—Ah, mi querida madre no está muy bien —dijo la señorita Trimble—. Y si no te importa, querido Laurence, mi nombre es «Trimble» y no Tembleque. Creo habértelo dicho antes.

—Lo siento, siempre me olvido —dijo Larry—. Y... ¿es que su madre vive en Sheepsale, señorita Tem... er... Trimble? ¿Va usted a verla muy a menudo?

—Vive en las afueras de Sheepsale —dijo la señorita Trimble satisfecha por el interés que Larry demostraba por su madre—. Nuestra querida lady Candling me envía cada lunes a verla... es un consuelo. Y yo hago toda la compra de la señora para toda la semana.

—¿Y siempre coge usted este autobús? —le preguntó Larry preguntándose si por una remota casualidad podría ser la señorita Trimble aquella perversa autora de anónimos.

—Si puedo sí —fue la respuesta de la señorita Trimble—. No hay otro hasta después de comer.

Larry se volvió para guiñarle un ojo a Fatty. No creía que la señorita Trimble fuese culpable, pero de todas formas había que considerarla sospechosa, pero las palabras que le dijo a continuación le hicieron variar por completo de opinión.

—La semana pasada perdí este autobús y desperdicié la mitad del día, ¡qué fastidio! —dijo la señorita Trimble.

¡Bueno! Aquello eliminaba a la señorita Trimble porque era seguro que el lunes anterior el escritor de anónimos había echado la carta dirigida a la pobre Gladys... y si la señorita Trimble había perdido el autobús no pudo estar en Sheepsale a la hora de echar la carta.

Larry decidió que seguir hablando con la señorita Trimble era perder el tiempo y se dedicó a mirar por la ventanilla. Al parecer, a Bets le iba muy bien con la señora Jolly. No pudo oír lo que decían, pero sí que estaban charlando animadamente.

¡Bets iba tomando incremento como una casa incendiada! La señora Jolly la saludó cariñosamente y le preguntó por sus padres, por el jardín, y si aún tenía aquel gato que era un buen cazador. Y Bets contestó a todas sus preguntas, vigilando con interés los lentes de la señorita Trimble, que ya se le habían caído dos veces, y la nariz del hombre malcarado.

Y no fue hasta que vio que Fatty estaba tratando de hacer hablar al hombre malcarado, cuando cayó en la cuenta de que ella también debía tratar de averiguar algo de la señora Jolly. ¡Por ejemplo, si siempre cogía aquel autobús!

—¿Va usted al mercado, señora Jolly? —le preguntó.

—¡Sí! —replicó la señora Jolly—. Siempre voy allí a comprar los huevos y la mantequilla a mi hermana. ¡Usted también debiera ir a su puesto, señorita Bets, y decirle que me conoce! Así le daría un buen peso en la mantequilla y tal vez le regalase un huevo moreno para usted.

—Debe ser tan amable como usted... —le dijo Bets.

La señora Jolly, complacida, rió de buena gana.

—¡Oh, tiene usted la lengua muy blanca! —dijo, dejando a Bets muy sorprendida porque ella creía que por lo general todas las lenguas lo eran.

Miró a la señora Jolly decidiendo no hacerle más preguntas referentes a sus idas a Sheepsale, porque nadie que tuviera unos ojos tan dulces y una sonrisa tan encantadora, y una cara de manzana semejante, sería capaz de escribir una carta molesta. Bets estaba completamente segura de ello. La señora Jolly estaba revolviendo en su bolso con gran nerviosismo.

—¿Dónde puse los caramelos? —dijo—. ¡Ah, aquí están! ¿Le gustan los caramelos, señorita Bets? Bien, sírvase, y luego páselos a los otros.

Pip estaba sentado al lado de la jovencita y no le fue difícil entablar conversación con ella.

—¿Qué va usted a pintar? —le preguntó.

—Estoy pintando el mercado de Sheepsale —respondió—. Voy todos los lunes. Es un mercado tan bonito... pequeño, simpático y muy pintoresco, colocado en lo alto de la colina y rodeado de esa hermosa campiña. Me encanta.

—¿Coge usted siempre el mismo autobús? —siguió preguntando Pip.

—Tengo que cogerlo —dijo ella—. Ya sabe que el mercado es por la mañana. Ahora me lo sé de memoria.

—¡Apuesto a que no sabe dónde está la oficina de correos! —dijo Pip a toda prisa.

La joven, echándose a reír, se puso a pensar.

—¡Pues no, no lo sé! —exclamó—. Nunca he tenido que ir allí y por eso no me he fijado. Pero si quiere, cualquiera podrá decírselo. No creo que en Sheepsale haya más de una. Es un sitio muy pequeño. En realidad no es más que un mercado.

Pip quedó satisfecho. Si aquella muchacha no sabía dónde estaba la oficina de correos no podía haber echado allí ninguna carta. Bien. Aquello la descartaba. Pip sentíase satisfecho de su inteligencia. De todas formas, estaba seguro de que una joven tan simpática no podría escribir cartas tan horribles.

Miró a su alrededor, considerando que su tarea estaba cumplida. Sentía lástima de Daisy, que iba sentada al lado del señor Goon. Y se preguntó qué tal le iría a Fatty.

¡No le iba demasiado bien! Pobre Fatty... había escogido un pasajero muy difícil para hacerle hablar.

CAPÍTULO XI
UNA COSA INTRIGANTE

El hombre malcarado parecía estar muy absorto en la lectura del periódico, que según pudo ver Fatty trataba únicamente de caballos y perros.

«Buster» olfateó los tobillos de aquel individuo, y ni siquiera el olor debió gustarle porque lanzó un gruñido de disgusto y dirigióse hacia el lugar donde estaba sentado el señor Goon, unos asientos más adelante.

—Er... espero que mi perro no le moleste, señor —le dijo Fatty.

El hombre no hizo caso.

«Debe estar sordo», pensó Fatty, elevando considerablemente la voz.

—Espero que mi «perro» no le «moleste», señor —repitió, y el hombre alzó la cabeza con el ceño fruncido.

—No me grites. No estoy sordo —dijo.

Fatty no se atrevió a preguntarle otra vez si «Buster» le molestaba, y buscó afanosamente algo interesante que poder decir.

—Er... los caballos y los perros son muy interesantes, ¿no es cierto? —dijo. El hombre no hizo caso, y Fatty dudaba entre volver o no a levantar la voz. Al fin decidió no hacerlo.

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