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Authors: Herman Melville

Moby Dick (3 page)

No: cuando me hago a la mar, voy como simple marinero, delante del mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en su sentido del honor, especialmente si uno procede de una familia establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno capaz de sonreír y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo.

¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el arcángel Gabriel me va a tener en menos porque obedezca con prontitud y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos.

Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!

Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa. Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas, mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que, después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante, ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda de que el marcharme en ese viaje ballenero formaba parte del programa general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo. Llegaba como una especie de breve intermedio de solista entre interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía estar hecha de un modo parecido a éste:

Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos

EXPEDICIÓN BALLENERA, POR UN TAL ISMAEL

SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a otros les reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de mi juicio discriminativo.

El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí, estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas remotas. Sueño con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en que uno se aloja.

A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma, interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire.

II
 
El saco de marinero

Metí una camisa o dos en mi viejo saco de marinero, me lo encajé bajo el brazo, y zarpé hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Abandonando la buena ciudad de los antiguos Manhattos, arribé debidamente a New Bedford. Era una noche de sábado, en diciembre. Muy decepcionado quedé al saber que el pequeño paquebote para Nantucket ya se había hecho a la vela y que hasta el lunes siguiente no se ofrecía medio de alcanzar ese lugar.

Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de hermoso y turbulento en todo lo relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era sorprendentemente grato. Además, aunque New Bedford, en los últimos tiempos, ha ido monopolizando poco a poco el negocio de la pesca de ballenas, y aunque en este asunto la pobre y vieja Nantucket ya se le ha quedado muy atrás, con todo, Nantucket era su gran modelo, la Tiro de esta Cartago, el sitio donde se varó la primera ballena muerta de América. ¿De dónde, si no de Nantucket, partieron por primera vez aquellos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para perseguir con sus canoas al leviatán? ¿Y de dónde también, si no de Nantucket, partió aquella primera pequeña balandra aventurera, parcialmente cargada de guijarros, transportados —así cuenta la historia— para tirárselos a las ballenas y observar si estaban bastante cerca como para arriesgar un arpón desde el bauprés?

Ahora, teniendo por delante una noche, un día y otra noche siguiente en New Bedford antes de poder embarcar para mi puerto de destino, me tuve que preocupar de dónde iba a comer y dormir mientras tanto. Hacía una noche de aspecto muy dudoso, mejor dicho, muy oscura y lúgubre, triste y con un frío que mordía. No conocía a nadie allí. Con ansiosos rezones había sondeado mi bolsillo, y sólo había sacado unas pocas monedas de plata.

«Así, donde quiera que vayas, Ismael —me dije a mí mismo, parado en medio de una desolada calle con el saco al hombro, y comparando la tiniebla al norte con la oscuridad al sur—, donde quiera que, en tu sabiduría, decidas que vas a alojarte esta noche, mi querido Ismael, ten cuidado de preguntar el precio, y no seas demasiado delicado.»

Con pasos vacilantes recorrí las calles, y pasé ante la muestra de Los Arpones Cruzados, pero allí parecía muy caro y espléndido. Más allá, por las luminosas ventanas rojas de la Posada del Pez Espada, salían tan fervientes rayos que parecían haber fundido la nieve y el hielo amontonados ante la casa, pues en todos los demás sitios la helada endurecida formaba un pavimento duro como el asfalto, de diez pulgadas de espesor; bastante fatigoso para mí, al dar con los pies contra sus empedernidos salientes, porque, del duro e implacable servicio, las suelas de mis botas estaban en situación lamentable. «Demasiado caro y espléndido», volví a pensar, parándome un momento a observar el ancho fulgor en la calle, y a escuchar el ruido de los vasos que tintineaban dentro.

«Pero sigue allá, Ismael —me dije por fin—; ¿no oyes? Quítate de delante de la puerta; estás estorbando la entrada con tus botas remendadas.»

Así que continué adelante. Ahora, por instinto, seguía las calles que me llevaban a la orilla, pues así sin duda estarían las posadas más baratas, si no las más gratas.

¡Qué desoladas calles! Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, y acá y allá, una vela, como una vela ante un sepulcro. A esa hora de la noche, y en sábado, aquel barrio de la ciudad aparecía desierto. Pero por fin llegué ante una luz que, con mucho humo, salía de un edificio bajo y ancho, cuya puerta estaba invitadoramente abierta. Tenía un aspecto descuidado, como si se destinara a uso del público; así que entré y lo primero que hice fue tropezar con una caja de cenizas en el zaguán.

«¡Ah! —pensé, mientras las partículas volantes casi me sofocaban—, ¿son estas cenizas de aquella ciudad destruida, Gomorra? Pero ¿"Los Arpones Cruzados" y "El Pez Espada"? Entonces es preciso que esto se llame "La Nasa".»

Sin embargo, me incorporé, y, oyendo dentro una sonora voz, empujé y abrí una segunda puerta interior.

Parecía el gran Parlamento Negro reunido en Tofet. Cien caras negras se volvieron en sus filas para mirar; y más allá, un negro Ángel del Juicio golpeaba un libro en un púlpito. Era una iglesia de negros, y el texto que comentaba el predicador era sobre la negrura de las tinieblas, y el llanto y el rechinar de dientes que habría allí.

«¡Ah, Ismael —murmuré, retrocediendo para salir—, mala diversión en la muestra de "La Nasa'!»

Siguiendo adelante, al fin llegué ante una débil especie de luz, no lejos de los muelles, y escuché un desesperado chirrido en el aire; y al levantar los ojos, vi una muestra que se balanceaba sobre la puerta, con una pintura blanca encima, representando débilmente un chorro alto y derecho de rociada nebulosa, con estas palabras debajo: «Posada del Chorro. Peter Coffin».

«¿El chorro de la ballena? ¿Coffin, el ataúd? Bastante fatídico en esta situación precisa —pensé—. Pero es un apellido corriente en Nantucket, según dicen, y supongo que este Peter será uno que ha venido de allí.» Como la luz estaba tan desmayada, y el lugar, a aquellas horas, resultaba bastante tranquilo, y la propia casita de madera carcomida parecía como si la hubieran traído en carro desde las ruinas de algún distrito incendiado, y puesto que la muestra balanceante tenía un modo de rechinar como herido por la miseria, pensé que allí era el sitio adecuado para obtener alojamiento barato y el mejor café de guisantes.

Era un sitio extraño; una vieja casa, acabada en buhardillas en pico, con un lado hemipléjico, por así decir, e inclinándose lamentablemente. Quedaba en una esquina abrupta y desolada, donde el tempestuoso viento Euroclydón aullaba peor que nunca lo hiciera en torno a la zarandeada embarcación del pobre Pablo. «Juzgando ese tempestuoso viento llamado Euroclydón —dice un antiguo escritor de cuyas obras poseo el único ejemplar conservado—, resulta haber una maravillosa diferencia si lo miras desde una ventana con cristal, donde la helada queda toda en el lado de fuera, o si lo observas por una ventana sin bastidor, donde la helada está en los dos lados, y cuyo único cristalero es la inexorable Muerte.» «Muy cierto —pensé, al venírseme a la cabeza ese pasaje—; muy bien que razonas, viejo mamotreto. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es una casa. Pero ¡qué lástima que no hayan calafateado las grietas y agujeros, metiendo acá y allá un poco de hilas!»

Sin embargo, ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está concluido; la clave está en su sitio, y se han llevado en carro los escombros hace un millón de años. Aquí, el pobre Uzaro, castañeteando los dientes, con el borde de la acera por almohada, y sacudiéndose de encima los harapos al tiritar, podría taparse ambos oídos con trapos, y meterse en la boca una panocha, y sin embargo eso no le pondría al resguardo del tempestuoso Euroclydón. «¡Euroclydón!», dice el viejo Epulón, en su manto de seda roja —luego tuvo otro cobertor aún más rojo—. «¡Bah, bah! ¡Qué hermosa noche de helada; cómo centellea Orión; qué luces al norte! Ya pueden hablar de los climas estivales de oriente, como perpetuos invernaderos; a mí que me den el privilegio de hacerme mi propio verano con mis propios carbones.»

Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos levantándolas hacia las grandiosas luces del norte? ¿No preferiría Lázaro estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse cuan largo es siguiendo la línea ecuatorial?; ah, sí, ¡oh dioses!, ¿descender al mismísimo abismo terrible, con tal de escapar de esta helada?

Ahora bien, que Lázaro esté tendido, varado en la acera ante la puerta de Epulón, eso es más asombroso que si un iceberg se encallase en una de las Molucas. Sin embargo, el propio Epulón vive también como un zar en un palacio de hielo hecho de suspiros congelados, y, siendo presidente de una sociedad antialcohólica, sólo bebe tibias lágrimas de huérfanos.

Pero basta ya de estos gimoteos; nos vamos a la pesca de la ballena, y todavía habremos de tenerlos de sobra. Rasquémonos el hielo de nuestros congelados pies, y veamos qué clase de sitio puede ser esta Posada del Chorro.

III
 
La Posada del Chorro

Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer completamente de fundamento.

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